“Creo que en la vida existen varios lugares, algunos íntimos, otros abiertos, los primeros son solitarios y únicos, los segundos son de todos, lugares donde todos podemos reinventarnos, recrearnos, redimirnos, lugares para compartir, para ser generosos, lugares para amar y reír, lugares donde llorar y estar con alguien, lugares para construir entre todos” Alejandro
domingo, 16 de mayo de 2010
Historias de almanaque - Bertolt Brech
Bertolt Brecht es alguien de quien siempre se podrá decir algo, pero sobre todo, es alguien quien desde una posición política marxista (sin ser miembro jamás de ningún partido) y con actitud humanista y comprometida construye expresiones que deben ser escuchadas, leídas, vueltas a repetir, es una invitación a la reflexión y al compromiso.
Alejandro
HISTORIAS DE ALMANAQUE (cuentos)
La casa en llamas (Parábola del Buda)
Gautama, el Buda, enseñaba la doctrina de la rueda de los deseos, a la que estamos uncidos, y nos [recomendaba renunciar a cualquier apetencia para así, ya sin pasiones, hundirnos en la Nada, que él llamaba Nirvana.
Un día sus discípulos le preguntaron: —¿Cómo es esa Nada, maestro? Todos quisiéramos liberarnos de nuestras ansias, según recomiendas, mas dinos si esa Nada en la que entraríamos es comparable a la unión con todo lo creado cuando al mediodía yacemos en el agua sin sentir el peso del cuerpo, indolentes, casi sin pensamientos. O cuando en el lecho, apenas conscientes, tiramos de la sábana segundos antes de hundirnos en el sueño; dinos si esa Nada de que hablas es una Nada radiante y buena o si es una simple Nada; fría, vacía y sin sentido—.
Guardó silencio el Buda largo rato; después, con indiferencia, dijo: —Ninguna respuesta hay para vuestra pregunta—.
Mas aquella misma noche, cuando se hubieron ido, a quienes hasta aquel momento no habían abierto la boca, refirió el Buda, sentado todavía bajo el árbol del pan, la siguiente parábola: —Vi no hace mucho una casa que ardía. Las llamas devoraban el tejado. Al acercarme advertí que en su interior quedaba aún gente. Fui a la puerta y les grité que el fuego llegaba ya al tejado y que debían por tanto salir inmediatamente. Mas allí nadie parecía tener prisa. Uno me preguntó, mientras le chamuscaba el fuego las dos cejas, qué tal tiempo hacía fuera, si llovía, si hacía viento, si existía otra casa y cosas por el estilo. Sin responder, salí de nuevo. Estos, pensé, se abrasarán mas seguirán preguntando. En verdad, amigos, a quienes el suelo que pisan, la planta de los pies no queme tanto ∗ Este poema, así como que sientan deseos de cambiarlo por otro cualquiera, nada tengo que decirles—. Así habló Gautama, el Buda.
Pero también nosotros, que no cultivamos ya el arte de la tolerancia, que cultivamos más bien el arte de la intolerancia, nosotros, que con consejos de índole terrena incitamos al hombre a liberarse de sus [verdugos humanos, a quienes viendo acercarse las escuadrillas de bombarderos del [capitalismo siguen preguntándonos cómo concebimos esto, cómo nos imaginamos aquello, y qué será de su hucha y de su pantalón de los domingos después de una [revolución, a ésos, poco creemos tener que decirles.
«Historias del Señor Keuner»
"Si los tiburones fueran hombres -preguntó al señor K. la hija pequeña de la patrona- ¿se portarían mejor con los pececitos?
Claro que sí -respondió el señor K.- Si los tiburones fueran hombres harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, enseguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que los pececitos no se pusieran tristes, habría de cuando en cuando grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas.
En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones pues necesitarían tener nociones de geografía para mejor localizar a los grandes tiburones que andan por ahí holgazaneando. Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones.
Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar las cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una gran guerra a algunos pececillos enemigos, de ésos que callan en otros idiomas, se le concedería una medalla y se le otorgaría además el título de héroe. Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar.
Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces. Habría, así mismo, una religión si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones. Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como son ahora.
Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos y se harían maestros y oficiales, ingenieros en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.
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