Esto
lo escribió Robert Louis Stevenson para celebrar la navidad, a mi me parece
oportuno para este inicio de año, acaso porque Séneca tenis razón “Homines, dum docent discunt” -Los
hombres aprenden mientras enseñan-.
Sermón de Navidad
Robert
Louis Stevenson
Cuando
este texto se publique habrá transcurrido un año desde que comencé a pronunciar
aquí mis sermones y me parece apropiado ahora despedirme de manera formal y
conforme a la temporada. La elocuencia en las despedidas es cosa rara y,
similarmente, las últimas palabras en el lecho de muerte no suelen dar el tono
apropiado para la ocasión: Carlos II, hombre ingenioso y escéptico cuya vida
había sido una gran lección de incredulidad humana, compañero complaciente y
rey sagaz, resumió todo su ingenio y escepticismo –con una dosis de buen humor
mayor de la acostumbrada– en la frase: “Me temo, caballeros, que me la he
pasado demasiado tiempo muriendo.”
I
“Demasiado
tiempo muriendo”: he aquí la mejor manera de resumir –me temo, caballeros– su vida
y la mía. Las arenas del tiempo se deslizan y las horas, todas “numeradas y
determinadas”, transcurren sin cesar, al igual que los días. Cuando el último
día nos alcance habremos estado muriendo demasiado tiempo, ¿qué más? Sin
embargo, ese mismo transcurso, esa longitud del tiempo, es ya considerable si
llegamos a la hora de la despedida sin deshonra. Tan solo haber vivido implica,
sin duda, haber prestado servicio (en el sentido militar). Tácito narra cómo
los veteranos que se amotinaban en los bosques de Germania seguían a Germánico,
suplicándole que los hiciera regresar a casa: ellos, exiliados de su hogar por
una interminable y fatigosa guerra, tomaban la mano del general y pasaban su
dedo sobre las encías ya sin dientes. Sunt lacrimae rerum: este era el
más elocuente de los cantos de Simeón. Cuando un hombre ha alcanzado una edad
avanzada siempre lleva consigo las huellas del servicio que ha prestado; quizás
nunca sobresalió al frente de su ejército pero, al menos, perdió sus dientes
comiendo el pan del campamento.
En
estos tiempos que vivimos prevalece, entre la gente seria, un idealismo de
noble carácter: nunca les parece que han prestado suficiente servicio, viven
incluso con la impaciencia de su propia virtud. Sin embargo, quizás sería más modesto
agradecer personalmente por no estar peor; no solo nuestros enemigos –personas
desesperadas a nuestros ojos– sino también nosotros mismos desconocemos qué
debe hacerse; de ahí deriva la sutil esperanza de que acaso hemos hecho más de
lo que pensábamos: la esperanza de que tan solo haber zanjado este negocio de
la vida –tan inconstante– con manos relativamente limpias, tan solo haber
jugado el papel de una persona que obtuvo algunos logros, tan solo haber
resistido el mal y, al final, aún seguir resistiéndolo, significa, para el
pobre soldado humano, haber actuado bien. Pedir frutos ostensibles por nuestros
afanes equivale a prestar un servicio solo en espera de una recompensa y lo que
parece renuncia de sí resulta, al final, solo avaricia de pago.
Sin
embargo, si tanto exigimos de nosotros, ¿no habremos de exigir lo mismo de los
demás? Si no juzgamos con indulgencia nuestras propias deficiencias, ¿acaso no
acabaremos por ser siempre intolerantes ante las ofensas de los otros? Y aquel
que, al considerar retrospectivamente su vida, solo ve que ha estado “demasiado
tiempo muriendo”, ¿acaso no estará tentado a pensar que su prójimo ha estado, a
su vez, demasiado tiempo esperando a ser ahorcado? Es probable que todos
aquellos que se ocupan de la conducta se ocupen demasiado de ella. Cierto es
que todos pensamos demasiado en el pecado; pero no nos condenamos por hacer el
mal sino por no hacer el bien. Cristo no habría prestado oídos a la moralidad
negativa: su expresión siempre fue “habrás de...” y con ella suplantó
completamente la expresión “no habrás de...”. Fundar nuestra idea de moralidad
en actos prohibitivos es profanar la imaginación e introducir en el juicio que
nos formamos de nuestros semejantes un secreto elemento de gusto. Si algo es
malo para nosotros no debemos pensar en ello demasiado, porque al hacer eso
acabamos por pensar en ello con una suerte de placer invertido. Si no podemos
quitárnoslo de la mente, una de dos: o nuestra creencia es equivocada y debemos
reconsiderar con indulgencia o, si nuestra moralidad es correcta, entonces
somos lunáticos criminales y deberíamos entregarnos para ser recluidos. Un
rasgo que caracteriza a tales mentes, enfermizamente divididas, es una pasión
por interferir en los asuntos de los otros: el zorro sin cola pertenecía a esta
raza pero tenía (si hemos de confiar en su biógrafo) al menos una anticuada
cortesía que ahora, por supuesto, está pasada de moda. Toda persona puede tener
un vicio, una debilidad, que la hace poco apta para las responsabilidades de la
vida, que arruina su temperamento, que amenaza su integridad o que la traiciona
y la lleva a la crueldad: este rasgo debe ser controlado, dominado por la
persona, pero nunca debe permitirse que acapare la totalidad de su pensamiento.
Las verdaderas responsabilidades siempre yacen al otro lado del río y deben ser
abordadas con mente íntegra tan pronto como hayamos concluido esta preliminar
preparación del muelle. Si para ser una persona amable y honesta es preciso,
primero, abstenerse de todo, que así sea, pero que al siguiente día se olvide
el asunto: de otro modo, el esfuerzo por ser amable y honesto podría requerir
la totalidad de su pensamiento y un deseo mortificado nunca es el más sabio de
los compañeros; en la medida en que un hombre tiene que mortificar su deseo,
seguirá siendo el peor entre los hombres y, para juzgar la vida, requerirá de
una dosis demasiado grande de jovialidad, así como de una dosis demasiado
grande de humildad para juzgar a los demás.
Podría
argumentarse que la insatisfacción de los afanes de nuestra vida deriva, hasta
cierto punto, de la estupidez: requerimos tareas más altas porque no somos
capaces de reconocer la estatura de las que ya tenemos. Tratar de ser amable y
honesto parecería demasiado simple e inconsecuente para caballeros con un
diseño tan heroico como el nuestro; preferiríamos acometer algo osado, arduo y
de grandes consecuencias, preferiríamos iniciar un cisma o aplastar una
herejía, cortar una mano o mortificar un deseo. Sin embargo, la tarea que
tenemos enfrente –y que consiste en soportar juntos nuestra existencia– es una
tarea de finezas microscópicas y el heroísmo que se requiere de nosotros es el
heroísmo de la paciencia. En la vida los nudos gordianos no se cortan de tajo,
sino que cada uno de ellos debe ser desatado con paciencia y buena voluntad.
La
honestidad y la amabilidad: ganar poco y gastar menos, hacer, en general, a una
familia feliz por la mera presencia, renunciar a algo cuando sea necesario
hacerlo y no amargarse por ello, tener pocos amigos pero mantenerlos
incondicionalmente y, frente a la misma condición sombría, ser siempre amigo de
uno mismo: he ahí una tarea para la que se requiere todo lo que se tiene de
fortaleza y delicadeza. Quien pide más, tiene un alma ambiciosa y quien exige
tal empresa para considerarse exitoso tiene un espíritu anhelante. Hay en el
destino humano un elemento que ningún tipo de ceguera puede desmentir: sin
importar para qué estamos destinados, es un hecho que no estamos destinados
para triunfar; el fracaso es la suerte que nos ha tocado. Esto es evidente en
todas y cada una de las artes y las disciplinas, pero es clarísimo, sobre todo,
en el discreto arte de saber vivir. Se deriva de aquí, pues, una agradable
reflexión para considerar en el fin del año –y en el final de la vida–: solo
quien se engaña a sí mismo encuentra satisfacción continua; la desesperanza del
que desespera, por lo tanto, no es algo inevitable.
II
La
Navidad no es solo un símbolo que marca un año más y que nos invita examinar
las acciones pasadas; es también una temporada que inspira, por todas sus
asociaciones, domésticas o religiosas, pensamientos de alegría. Un hombre que
no está satisfecho con sus propios trabajos es un hombre tentado por la
tristeza y, en lo crudo del invierno, cuando su fuerza vital esta al mínimo y
cuando recuerda los asientos vacíos de sus seres queridos ya muertos, resulta
benéfico que halle razones para poner una sonrisa en su rostro. La noble
decepción y la noble abnegación no son admirables; es más, ni siquiera deben
tolerarse si llevan a la amargura. Una cosa es ingresar mutilado al reino de
los cielos y otra, muy diferente, es mutilarse y quedarse afuera. El reino de
los cielos es un espacio para los que poseen un ánimo infantil, para los que
son fáciles de complacer, para los que regalan amor y les gusta complacer.
Incluso los hombres de poderosa y recia mano, los que aniquilan, construyen y
juzgan, que han vivido mucho y han actuado severamente, no pierden esta amable
disposición; así, a pesar de todos nuestros intereses nimios y todas nuestras
insignificantes preocupaciones, sería una verdadera vergüenza que nosotros sí
perdiéramos esa amable disposición. La gentileza y la jovialidad superan
cualquier tipo de moralidad, pues son deberes perfectos; el problema con los
moralistas es que no poseen ni una ni otra. Fue justamente al moralista, es
decir, al fariseo, a quien Cristo no toleró. Si tu moral te hace miserable, ten
por cierto que es errónea; no pido que renuncies a ella, porque puede ser lo
único que tengas, pero sugiero que, al menos, la escondas como si fuera un
vicio, ya que puede arruinar la vida de gente más simple y mejor que tú.
Asedia
al hombre una peculiar tentación: estar atento de los placeres incluso si no se
participa en ellos; esto es, dirigir la moral personal contra esos placeres.
Este año tuvimos el caso de una señora (¡curiosa iconoclasta!) que inició una
fiera cruzada en contra de las muñecas; por otro lado, el fogoso sermón contra
la lujuria se ha convertido en elemento obligado de nuestra época. Me atrevo a
llamar hipócritas a semejantes moralistas: su lira suena fácil e inmediatamente
con denuncias ardientes ante cualquier exceso o perversión de un deseo natural,
pero se rige por convenciones muy diferentes frente a toda incidencia de lo
verdaderamente diabólico (la envidia, la maldad, la mentira vil, el silencio
soez, la verdad difamatoria, los actos del calumniador, los del tirano
mezquino, los del quisquilloso emponzoñador de la vida familiar). Según estos
moralistas todas estas últimas cosas son malas pero no tanto; en su ataque
contra ellas no se percibe aquel celo obsesivo que despliegan contra la
lujuria, no muestran ese mismo elemento secreto de gusto que suele enardecer
sus denuncias. De manera que las cosas que no son malas en sí mismas suscitan las
más agudas formas de su indignación. Alguien podría deslindarse de todo vínculo
moral con personas como el reverendo señor Zola o como la anciana que odia las
muñecas, pues se trata de ejemplos aislados y burdos de tal actitud; sin
embargo, en todos nosotros reside un elemento similar: la contemplación de un
placer del que no podemos –o no queremos– ser partícipes suele agotar nuestra
paciencia; esto puede deberse a envidia o a tristeza, o tan solo es que no nos
gustan el ruido o las travesuras –refinados como somos– o que poseemos un
sentido claro de la seriedad de la vida –filosóficos como somos–; conforme
avanzamos en años nos sentimos inclinados, por lo menos, a fruncir el ceño ante
los placeres de nuestros semejantes. Actualmente a la gente le gusta mucho
resistir las tentaciones: pues bien, he ahí una tentación que deberían
resistir; les gusta mucho la renunciación: he ahí una propensión a la que
debería renunciarse con absoluta determinación. Los moralistas sostienen que es
su obligación convertir a sus semejantes en buenas personas. Sin embargo, el
único a quien debo convertir en buena persona es a mí mismo. En cuanto a mis
vecinos, mi deber acaso se exprese más fielmente afirmando que, en todo caso,
debo intentar hacerlos felices, si es que puedo.
III
Dicen los plañideros moralistas
que la felicidad y la bondad están unidas por una relación de causa y efecto:
yo digo que no hay nada menos probado ni menos probable. Nuestra felicidad
nunca está en nuestras manos: heredamos nuestra constitución física y estamos
expuestos lo mismo a amigos que a enemigos. Estamos constituidos de manera tal
que resentimos una mueca o una calumnia con demasiada intensidad o quizás nos
encontremos en circunstancias tales que estamos demasiado expuestos a ellas.
Podemos tener nervios demasiado sensibles al dolor y luego sufrir de una
enfermedad muy dolorosa. La virtud no nos puede ayudar en esto y no está hecha
para ayudarnos; ni siquiera es, como dicen, su propia recompensa –excepto para
los muy egoístas (estuve a punto de decir, “para los poco amigables”)–. Nadie
puede acallar su conciencia y si lo que se quiere es silenciarla, convendría
más bien que tal instrumento expire por falta de uso. Evitar las sanciones de
la ley o la capitis
deminutio del ostracismo social es un asunto de sabiduría –si se
quiere, incluso, de astucia–, mas no de virtud.
En su vida un hombre no debe
esperar continuamente la felicidad, pues así podrá aprovecharla mejor cuando
realmente llegue. En esta vida toda persona está cumpliendo un deber: no sabe
cómo, ni por qué –y no necesita enterarse–; no sabe cuál será su recompensa y
no debe preguntar. De un modo u otro, aunque no sepa qué es la bondad, debe
intentar ser buena persona; de un modo u otro, aunque no sepa cómo conseguirlo,
debe intentar hacer felices a los otros. Naturalmente surge aquí un conflicto
de deberes: ¿hasta qué punto debo hacer feliz a mi prójimo?, ¿hasta qué punto
debo respetar esa sonrisa amable que luego fácilmente desaparece y difícilmente
regresa?, ¿hasta qué punto estoy obligado a ser el guardián de mi hermano y el
profeta de mi propia moral?, ¿hasta qué punto he de resentir la maldad?
La gran dificultad es que no
tenemos modelos para todo esto: las afirmaciones de Cristo al respecto son
difíciles de reconciliar entre sí e incluso, en su mayoría, son difíciles de
aceptar. No obstante, la verdad de su enseñanza parecería ser la siguiente: en
nuestra persona y para nuestra fortuna debemos estar listos a aceptar y a
perdonar todo: es nuestra
mejilla la que hay que ofrecer, es nuestro abrigo
el que hay que regalar a quien ha robado nuestro manto. Ahora bien, cuando
es la mejilla del prójimo la que recibe una bofetada, lo que más nos
corresponde es asumir el papel del león: no hacer nada mientras otros son
lastimados es inconcebible y, con toda seguridad, indeseable. Dice Bacon que la
venganza es una forma de justicia salvaje, que sus sentencias son dictadas por
un juez desquiciado y que, en el proceso de nuestro altercado, somos incapaces
de percibir verdad alguna y de actuar con la más elemental sabiduría; no
obstante durante el altercado del prójimo podemos –y debemos– ser más
arrojados. La felicidad de una persona es tan sagrada como la de otra y, ya que
no podemos defender a ambas, entonces defendamos a una con un corazón resuelto.
Solo en la medida en que podemos hacer esto es lícito que interfiramos con los
otros: la defensa de B es
el único fundamento de nuestra acción contra A.
A tiene
tanto derecho de irse al demonio como nosotros de alcanzar la gloria y la
verdad es que ninguno de los dos sabe realmente lo que hace.
Todas estas intervenciones y
denuncias, todas estas combativas negociaciones con verdades a medias, aunque
puedan ser a veces necesarias, aunque a menudo se disfruten, corresponden a un
grado inferior del deber. La ira, la envidia y la venganza encuentran en esto
un arsenal de disfraces piadosos: es el patio de recreo de los deseos
invertidos. En casi todos los casos se podría hallar una forma más sabia de
proceder si tan solo se contara con un poco de paciencia, si se tuviera menos
ira. Ese nudo que cortamos de golpe con una vehemente escena de pleito en la
vida privada o, en los asuntos públicos, con una denuncia contra lo que damos
en llamar “los vicios del prójimo”, es un nudo que pudimos, mejor, haber desatado
con la paciente mano de la simpatía.
IV
En esta temporada volvemos la
mirada atrás y consideramos el año que concluye: descubrimos entonces lo poco
que nos hemos esforzado y lo pequeño de nuestros propósitos; descubrimos que
demasiadas veces hemos sido cobardes y no asumimos alguna acción o que
demasiadas veces, por el contrario, hemos sido temerarios y nos precipitamos
hacia la acción; descubrimos cómo, en todo momento del día y cada día,
transgredimos las leyes de la bondad. Parecerá una paradoja, pero bajo esto
subyace cierto motivo de consuelo: la vida no está hecha para responder a la
vanidad de un hombre; las más de las veces el hombre asume, cabizbajo, sus
tediosas ocupaciones y suele hacerlo como un niño ciego. A pesar de las muchas
recompensas y los muchos placeres que pueblan el mundo –la contemplación del
amanecer, el surgimiento de la luna, el encuentro con un amigo, la hora de la
comida cuando el hombre ya tiene hambre, lo llenan de dichas repentinas–, el
mundo no es una morada siempre apacible. Las amistades se alejan, la salud se
acaba, el hartazgo asedia; año con año debe el hombre repasar un listado (que
casi nunca cambia) de sus debilidades y de su insensatez. Hay detrás de esto un
benéfico proceso de distanciamiento: cuando llegue el día final, cuando llegue
el momento en que tenga que partir, le quedarán pocas ilusiones de sí mismo.
“Aquí yace alguien bien intencionado que se empeñó cuanto pudo y erró mucho”:
ese será seguramente su epitafio y no debería avergonzarse de él. Tampoco se quejará
cuando llegue el mandato que llama al soldado vencido a abandonar el campo de
batalla; vencido, ¡ay!, si se tratara de Pablo o de Marco Aurelio, pero si en
su viejo espíritu aún queda algo de espíritu de batalla, no estará sin honra.
La fe que lo sostuvo, a pesar de la ceguera y de las decepciones, a lo largo de
su vida, apenas se necesitará para esta última formalidad de deponer sus armas.
Concédanle, pues, una marcha triunfal a sus huesos: allá va, despidiéndose de
una tierra bañada de sol, despidiéndose del día y del polvo, despidiéndose
también del éxtasis, ¡allá va otro Fracaso Fiel!
De un poemario recientemente
publicado en el que se podrá encontrar más de un bello y vigoroso poema, he
tomado las siguientes estrofas rememorativas; ellas pueden expresar mejor que
mis propias palabras lo que me gusta creer; las transcribo aquí como una
despedida:
La alondra rezagada canta en el silencioso cielo
y desde el occidente,
donde el Sol, concluida su labor del día,
se demora como si estuviera satisfecho,
se cierne sobre la vieja y gris ciudad
una presencia luminosa y serena,
una reluciente paz.
El humo asciende
entre brumas rosadas y doradas: las agujas
de la iglesia brillan y se transforman. En el
valle
se alargan las sombras. La alondra continúa su canto
y el Sol,
concluyendo su bendición,
se hunde mientras el aire se oscurece
y se estremece por la sensación de la noche
triunfante:
la noche que ofrece su cadena de estrellas
y su generosa dádiva del sueño.
¡Que así sea mi partida!
Que, concluida mi tarea y consumado el largo día,
que, recogida la recompensa, haya en mi corazón
una alondra retrasada que canta;
que así me sea dado retirarme hacia el silencioso
[occidente,
un ocaso espléndido y sereno:
la Muerte