“Cuando Dios terminó la creación del mundo, empieza a
contemplar la posibilidad de crear al hombre, cuya función será meditar,
admirar y amar la grandeza de la creación de Dios. Pero Dios no encontraba un
modelo para hacerlo. Por lo tanto se dirige al primer ejemplar de su criatura,
y le dice: "No te he dado una forma, ni una función específica, a ti,
Adán. Por tal motivo, tendrás la forma y función que desees. La naturaleza de
las demás criaturas la he dado de acuerdo a mi deseo. Pero tú no tendrás límites.
Tú definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu libre albedrío. Te
colocaré en el centro del universo, de manera que te sea más fácil dominar tus
alrededores. No te he hecho mortal, ni inmortal; ni de la tierra, ni del cielo.
De tal manera, que podrás transformarte a ti mismo en lo que desees. Podrás
descender a la forma más baja de existencia como si fueras una bestia o podrás,
en cambio, renacer más allá del juicio de tu propia alma, entre los más altos
espíritus, aquellos que son divinos”.
Interpretación de Giovanni Pico Della Mendiolea de la creación
basada en el Génesis y el Timeo
de Platón, Florencia, 1487.
Discurso sobre la dignidad del hombre
Giovanni
Pico della Mirandola
He leído en los antiguos escritos de los árabes,
padres venerados, que Abdala el Sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus
ojos el espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo, había respondido
que nada veía más espléndido que el hombre. Con esta afirmación coincide
aquella famosa de Hermes: "Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre".
Sin embargo, al meditar sobre el significado de
estas afirmaciones, no me parecieron del todo persuasivas las múltiples razones
que son aducidas a propósito de la grandeza humana: que el hombre, familiar de
las criaturas superiores y soberano de las inferiores, es el vínculo entre
ellas; que por la agudeza de los sentidos, por el poder indagador de la razón y
por la luz del intelecto, es intérprete de la naturaleza; que, intermediario
entre el tiempo y la eternidad es (como dicen los persas) cópula, y también
connubio de todos los seres del mundo y, según testimonio de David, poco
inferior a los ángeles. Cosas grandes, sin duda, pero no tanto como para que el
hombre reivindique el privilegio de una admiración ilimitada. Porque, en
efecto, ¿no deberemos admirar más a los propios ángeles y a los beatísimos
coros del cielo?
Pero, finalmente, me parece haber comprendido por
qué es el hombre el más afortunado de todos los seres animados y digno, por lo
tanto, de toda admiración. Y comprendí en qué consiste la suerte que le ha
tocado en el orden universal, no sólo envidiable para las bestias, sino para
los astros y los espíritus ultramundanos. ¡Cosa increíble y estupenda! ¿Y por
qué no, desde el momento que precisamente en razón de ella el hombre es llamado
y considerado justamente un gran milagro y un ser animado maravilloso?
Pero escuchen, oh padres, cuál sea tal condición de
grandeza y presten, en su cortesía, oído benigno a este discurso mío.
Ya el sumo Padre, Dios arquitecto, había construido
con leyes de arcana sabiduría esta mansión mundana que vemos, augustísimo
templo de la divinidad.
Había embellecido la región supraceleste con
inteligencia, avivado los etéreos globos con almas eternas, poblado con una
turba de animales de toda especie las partes viles y fermentantes del mundo
inferior. Pero, consumada la obra, deseaba el artífice que hubiese alguien que
comprendiera la razón de una obra tan grande, amara su belleza y admirara la
vastedad inmensa. Por ello, cumplido ya todo (como Moisés y Timeo lo
testimonian) pensó por último en producir al hombre.
Entre los arquetipos, sin embargo, no quedaba
ninguno sobre el cual modelar la nueva criatura, ni ninguno de los tesoros para
conceder en herencia al nuevo hijo, ni sitio alguno en todo el mundo donde
residiese este contemplador del universo. Todo estaba distribuido y lleno en
los sumos, en los medios y en los ínfimos grados. Pero no hubiera sido digno de
la potestad paterna el decaer ni aun casi exhausta, en su última creación, ni
de su sabiduría el permanecer indecisa en una obra necesaria por falta de
proyecto, ni de su benéfico amor que aquél que estaba destinado a elogiar la
munificencia divina en los otros estuviese constreñido a lamentarla en sí
mismo.
Estableció por lo tanto el óptimo artífice que
aquél a quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto le había
sido dado separadamente a los otros. Tomó por consiguiente al hombre que así
fue construido, obra de naturaleza indefinida y, habiéndolo puesto en el centro
del mundo, le habló de esta manera:
-Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni
un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el
lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo
con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros
seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescriptas. Tú, en
cambio, no constreñido por estrechez alguna, te la determinarás según el
arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo
para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni
celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y
soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que
prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias,
podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que Son
divinas.
¡Oh suma libertad de Dios padre, oh suma y
admirable suerte del hombre al cual le ha sido concedido el obtener lo que
desee, ser lo que quiera!
Las bestias en el momento mismo en que nacen, sacan
consigo del vientre materno, como dice Lucilio, todo lo que tendrán después.
Los espíritus superiores, desde un principio o poco después, fueron lo que
serán eternamente. Al hombre, desde su nacimiento, el padre le confirió
gérmenes de toda especie y gérmenes de toda vida. Y según como cada hombre los
haya cultivado, madurarán en él y le darán sus frutos. Y si fueran vegetales,
será planta; si sensibles, será bestia; si racionales, se elevará a animal
celeste; si intelectuales, será ángel o hijo de Dios, y, si no contento con la
suerte de ninguna criatura, se repliega en el centro de su unidad,
transformando en un espíritu a solas con Dios en la solitaria oscuridad del
Padre, él, que fue colocado sobre todas las cosas, las sobrepujará a todas.
¿Quién no admirará a este camaleón nuestro? O, más
bien, ¿quién admirará más cualquier otra cosa? No se equivoca Asclepio el
Ateniense, en razón del aspecto cambiante y en razón de una naturaleza que se
transforma hasta a sí misma, cuando dice que en los misterios el hombre era
simbolizado por Proteo. De aquí las metamorfosis celebradas por los hebreos y
por los pitagóricos. También la más secreta teología hebraica, en efecto,
transforma a Henoch ya en aquel ángel de la divinidad, llamado
"malakhha-shekhinah", ya, según otros en otros espíritus divinos. Y
los pitagóricos transforman a los malvados en bestias y, de dar fe a
Empédocles, hasta en plantas. A imitación de lo cual solía repetir Mahoma y con
razón: "Quien se aleja de la ley divina acaba por volverse una
bestia". No es, en efecto, la corteza lo que hace la planta, sino su
naturaleza sorda e insensible; no es el cuero lo que hace la bestia de labor,
sino el alma bruta y sensual; ni la forma circular del cielo, sino la recta
razón, ni la separación del cuerpo hace el ángel, sino la inteligencia
espiritual.
Por ello, si ves a alguno entregado al vientre arrastrarse
por el suelo como una serpiente no es hombre ése que ves, sino planta. Si hay
alguien esclavo de los sentidos, cegado como por Calipso por vanos espejismos
de la fantasía y cebado por sensuales halagos, no es un hombre lo que ves, sino
una bestia. Si hay un filósofo que con recta razón discierne todas las cosas,
venéralo: es animal celeste, no terreno. Si hay un puro con templador ignorante
del cuerpo, adentrado por completo en las honduras de la mente, éste no es un
animal terreno ni tampoco celeste: es un espíritu más augusto, revestido de
carne humana.
¿Quién, pues, no admirará al hombre? A ese hombre
que no erradamente en los sagrados textos mosaicos y cristianos es designado ya
con el nombre de todo ser de carne, ya con el de toda criatura, precisamente
porque se forja, modela y transforma a sí mismo según el aspecto de todo ser y
su ingenio según la naturaleza de toda criatura.
Por esta razón el persa Euanthes, allí donde expone
la teología caldea, escribe: "El hombre no tiene una propia imagen nativa,
sino muchas extrañas y adventicias". De aquí el dicho caldeo: "Enosh
hushinnujim vekammah tebhaoth baal haj", esto es, el hombre es animal de
naturaleza varia, multiforme y cambiante.
Pero ¿a qué destacar todo esto? Para que
comprendamos, desde el momento que hemos nacido en la condición de ser lo que
queramos, que nuestro deber es cuidar de todo esto: que no se diga de nosotros
que, siendo en grado tan alto, no nos hemos dado cuenta de habernos vuelto
semejantes a los brutos y a las estúpidas bestias de labor.
Mejor que se repita acerca de nosotros el dicho del
profeta Asaf: “Ustedes son dioses, hijos todos del Altísimo”. De modo que,
abusando de la indulgentísima liberalidad del Padre, no volvamos nociva en vez
de salubre esa libre elección que Él nos ha concedido. Invada nuestro ánimo una
sacra ambición de no saciarnos con las cosas mediocres, sino de anhelar las más
altas, de esforzamos por alcanzarlas con todas nuestras energías, dado que, con
quererlo, podremos.
Desdeñemos las cosas terrenas, despreciemos las
astrales y, abandonando todo lo mundano, volemos a la sede ultra mundana, cerca
del pináculo de Dios. Allí, como enseñan los sacros misterios, los Serafines,
los Querubines y los Tronos ocupan los primeros puestos. También de éstos
emulemos la dignidad y la gloria, incapaces ahora desistir e intolerantes de
los segundos puestos. Con quererlo, no seremos inferiores a ellos. Pero ¿de qué
modo? ¿Cómo procederemos? Observemos cómo obran y cómo viven su vida.
Si nosotros también la vivimos (y podemos hacerlo),
habremos igualado ya su suerte. Arde el Serafín con el fuego del amor; fulge el
Querubín con el esplendor de la inteligencia; está el trono en la solidez del
discernimiento. Por lo tanto, si, aunque entregados a la vida activa, asumimos
el cuidado de las cosas inferiores con recto discernimiento, nos afirmaremos
con la solidez estable de los Tronos. Si, libres de la acción, nos absorbemos
en el ocio de la contemplación, meditando en la obra al Hacedor y en el Hacedor
la obra, resplandeceremos rodeados de querubínica luz. Si ardemos sólo por el
amor del Hacedor de ese fuego que todo lo consume, de inmediato nos
inflamaremos en aspecto seráfico.
Sobre el Trono, vale decir, sobre el justo juez,
está Dios, juez de los siglos. Por encima del Querubín, esto es, por encima del
contemplante, vuela Dios que, como incubándolo, lo calienta. El espíritu del
Señor, en efecto, "se mueve sobre las aguas". Esas aguas, digo, que
están sobre los cielos y que, como está escrito en Job, alaban a Dios con
himnos antelucanos. El seráfico, esto es, amante, está en Dios y Dios está en
él: Dios y él son uno solo.
Grande es la potestad de los Tronos y la
alcanzaremos con el juicio; suma es la sublimidad de los Serafines y la
alcanzaremos con el amor.
Pero ¿cómo se puede juzgar o amar lo que no se
conoce? Moisés amó al Dios que vio y promulgó al pueblo, como juez, lo que
primero había visto en el monte. He aquí por qué está el Querubín en el medio,
con "su luz que nos prepara para la llama seráfica" y, a la vez, nos
ilumina el juicio de los Tronos.
Este es el nudo de las primeras mentes, el orden
paládico que preside la filosofía contemplativa: esto es lo que primero debemos
emular, buscar y comprender para que así podamos ser arrebatados a los
fastigios del amor y luego descender prudentes y preparados a los deberes de la
acción. Pero si nuestra vida ha de ser modelada sobre la vida querubínica, el
precio de tal operar es éste: tener claramente ante los ojos en qué consiste
tal vida, cuáles son sus acciones, cuáles sus obras. Siéndonos esto
inalcanzable, somos carne y nos apetecen las cosas terrenas, apoyémonos en los
antiguos Padres, los cuales pueden ofrecemos un seguro y copioso testimonio de
tales cosas, para ellos familiares y allegadas.
Preguntemos al apóstol Pablo, vaso de elección, qué
fue lo que hicieron los ejércitos de los querubines cuando él fue arrebatado al
tercer cielo. Nos responderá como interpreta Dionisio: que se purificaban, eran
iluminados y se volvían finalmente perfectos.
También nosotros, pues, emulando en la tierra de la
vida querubínica, refrenando con la ciencia moral el ímpetu de las pasiones,
disipando la oscuridad mental con la dialéctica, purifiquemos el alma,
limpiándola de las manchas de la ignorancia y del vicio, para que los afectos
no se desencadenen ni la razón delire.
En el alma entonces, así compuesta y purificada,
difundamos la luz de la filosofía natural, llevándola finalmente a la
perfección con el conocimiento de las cosas divinas.
Y para no restringimos a nuestros Padres,
consultemos al patriarca Jacob, cuya imagen refulge esculpida en la sede de la
gloria. El patriarca sapientísimo nos enseñará que mientras dormía en el mundo
terreno, velaba en el reino de los cielos. Nos enseñará mediante un símbolo
(todo se presentaba así a los patriarcas) que hay escalas que del fondo de la
tierra llegan al sumo cielo, distinguidas en una serie de muchos escalones: en
la cúspide: se sienta el Señor, mientras los ángeles contempladores
alternativamente suben y bajan. Y si nuestro deber es hacer lo mismo imitando
la vida de los ángeles, ¿quién osará, pregunto, tocar las escalas del Señor o
con los pies impuros o con las manos poco limpias? Al impuro, según los
misterios, le está vedado tocar lo que es puro.
Pero, ¿qué son estos pies y estas manos? Sin duda
el pie del alma es esa parte vilísima con que se apoya en la materia como en el
suelo: y yo la entiendo como el instinto que alimenta y ceba, pábulo de líbido
y maestro de sensual blandura. ¿Y por qué llamaremos manos del alma a lo más
irascible que, soldado de los apetitos por ellos combate y rapaz, bajo el polvo
y el sol, pilla lo que el alma habrá de gozar adormilándose en la sombra? Para
no ser expulsados de la escala como profanos e inmundos, estos pies y estas
manos, esto es, toda la parte sensible en que tienen sede los halagos
corporales que, como suele decirse, aferran el alma por el cuello, lavemos con
la filosofía moral, como en agua corriente.
Pero tampoco bastará esto para volverse compañero
de los ángeles que deambulan por la escala de Jacob si primero no hemos sido
bien instruidos y habilitados para movernos con orden, de escalón en escalón,
sin salir nunca de la rampa de la escala, sin estorbar su tránsito. Cuando
hayamos conseguido esto con el arte discursivo y raciocinante y ya animados por
el espíritu querúbico, filosofando según los escalones de la escala, esto es,
de la naturaleza, y escrutando todo desde el centro y enderezando todo al
centro, ora descenderemos, desmembrando con fuerza titánica lo uno en lo múltiple,
como Osiris, ora nos elevaremos reuniendo con fuerza apolínea lo múltiple en lo
uno como los miembros de Osiris hasta que, posando por fin en el seno del
Padre, que está en la cúspide de la escala, nos consumaremos en la felicidad
teológica.
Y preguntemos al justo Job, que antes de ser traído
a la vida hizo un pacto con el Dios de la vida, qué es lo que el sumo Dios
prefiere sobre todo en esos millones de ángeles que están junto a él. "La
Paz", responderá seguramente, según lo que se lee en su propio libro:
"[Dios es] Aquél que hace la paz en lo alto de los cielos". Y puesto
que el orden medio interpreta los preceptos del orden superior para los
inferiores, las palabras del teólogo Job nos sean interpretadas por el filosofo
Empédocles. Éste, como lo testimonian sus carmenes, simboliza con el odio y con
el amor, esto es, con la guerra y con la paz, las dos naturalezas de nuestra
alma por las cuales somos levantados al cielo o precipitados a los infiernos. Y
él, arrebatado en esa lucha y discordia, a semejanza de un loco, se duele de
ser arrastrado al abismo, lejos de los dioses.
Sin duda, oh Padres, múltiple es la discordia en
nosotros; tenemos graves luchas internas peores que las guerras civiles. Si
queremos huir de ellas, si queremos obtener esa paz que nos lleva a lo alto
entre los elegidos del Señor, sólo la filosofía moral podrá tranquilizarlas y
componerlas. Si, sobre todo, nuestro hombre establece tregua con sus enemigos y
frena los descompuestos tumultos de la bestia multiforme y el ímpetu, el furor
y el asalto del león. Entonces, si más solícitos de nuestro bien, deseamos la
seguridad de una paz perpetua, ésta vendrá y colmará abundantemente nuestros
votos: muertas la una y la otra bestia, como víctimas inmoladas, quedará
sancionado entre la carne y el espíritu un pacto inviolable de paz santísima.
La dialéctica calmará los desórdenes de la razón tumultuosamente mortificada
entre las pugnas de las palabras y los silogismos capciosos. La filosofía
natural tranquilizará los conflictos de la opinión y las disensiones que
trabajan, dividen y laceran de diversos modos el alma inquieta. Pero los
tranquilizará de modo de hacernos recordar que la naturaleza, como ha dicho
Heráclito, es engendrada por la guerra y por eso llamada por Homero
“contienda”.
Por eso no puede damos verdadera quietud y paz
estable, don y privilegio, en cambio, de su señora, la santísima teología. Ésta
nos mostrará la vía hacia la paz y nos servirá de guía, y la paz viendo de
lejos que nos aproximamos, "Vengan a mí", gritará, "ustedes que
están cansados, vengan y los restauraré, vengan a mí y les daré la paz que el
mundo y la naturaleza no puede darles".
Tan suavemente llamados, tan benignamente
invitados, con alados pies como terrenos Mercurios, volando hacia el abrazo de
la beatísima madre, la ansiada paz gozaremos; paz santísima, indisoluble unión,
amistad unánime por la cual todos los seres animados no sólo coinciden en esa
Mente única que está por encima de toda mente, sino que de un modo inefable se
funden en uno sólo. Esta es la amistad que los pitagóricos llaman el fin de
toda la filosofía, ésta la paz que Dios actúa en sus cielos y que los ángeles
que descendieron a la tierra anunciaron a los hombres de buena voluntad para
que también los hombres, ascendiendo al cielo, por ella se volviesen ángeles.
Esta paz auguremos a los amigos, auguremos a
nuestro siglo, auspiciemos en toda casa en que entremos, invoquémosla para
nuestra alma para que vuelva así morada de Dios, para que, expulsada la
impureza con moral y con la dialéctica se adorne con toda la filosofía como con
áulico ornamento, corone el frontón de las puertas con la diadema de la
teología, de modo que así descienda sobre ella el Rey de la gloria y, viniendo
con el Padre, ponga mansión con ella. Y si el alma se ha hecho digna de tal
huésped, ya que la bondad de Él es inmensa, revestida de oro como de veste
nupcial y de la múltiple variedad de las ciencias, acogerá el magnífico huésped
no ya como huésped, sino como esposo, con tal de no ser de Él separada, deseará
apartarse de su gente y, olvidada de la Casa de su padre y hasta de sí misma,
ansiará morir para vivir en el esposo a cuya vista es preciosa la muerte de los
santos. Muerte he dicho, si muerte puede llamarse esa plenitud de vida cuya
meditación de los sabios dijeron que era el estudio de la filosofía.
Y también invocamos a Moisés, en poco inferior a
esa rebosante plenitud de sacrosanta e inefable inteligencia con cuyo néctar
los ángeles se embriagan. Oiremos al juez venerando dictarnos así leyes, a
nosotros que habitamos en la desierta soledad del cuerpo: “Aquéllos que, aún
impuros, necesiten de la moral, habiten con el vulgo fuera del tabernáculo,
bajo el cielo descubierto como los sacerdotes tesalios, hasta que estén
purificados. Aquéllos, en cambio, que ya compusieron sus costumbres, acogidos
en el santuario, no toquen todavía las cosas sagradas, sino, a través de un
noviciado dialéctico, como celosos levitas presten servicio en los sagrados
oficios de la filosofía. Admitidos al fin también ellos, contemplen, en el
sacerdocio de la filosofía, ya el multicolor, es decir, sidéreo ornamento del
palacio de Dios, ya el celeste candelabro de siete llamas, ya los elementos de
piel, para que, acogidos finalmente en las profundidades del templo por méritos
de la sublimidad teológica, apartado todo velo de imágenes, de la gloria de la
divinidad. Esto ciertamente nos ordena Moisés y, ordenando así, nos aconseja,
nos incita y nos exhorta a preparamos por medio de la filosofía, mientras
podamos, el camino de la futura gloria celeste.
Pero no sólo los misterios mosaicos y los misterios
cristianos, sino asimismo la teología de los antiguos nos muestra el valor y la
dignidad de estas artes liberales de las cuales he venido a discutir. ¿Qué otra
cosa quieren significar, en efecto, en los misterios de los griegos los grados
habituales de los iniciados, admitidos a través de una purificación obtenida
con la moral y la dialéctica, artes qué nosotros consideramos ya artes
purificatorias? ¿Y esa iniciación, qué otra cosa puede ser sino la
interpretación de la más oculta naturaleza mediante la filosofía?
Y finalmente, cuando estaban así preparados,
sobrevenía la famosa Epopteia, vale decir, la inspección de las cosas divinas
mediante la teología. ¿Quién no desearía ser iniciado en tales misterios?
¿Quién, desechando toda cosa terrena y despreciando los bienes de la fortuna,
olvidado del cuerpo, no deseará, todavía peregrino en la tierra, llegar a
comensal de los dioses y, rociado del néctar de la eternidad, recibir, criatura
mortal, el don de la inmortalidad? ¿Quién no deseará estar así inspirado por
aquella divina locura socrática, exaltada por Platón en el Fedro, ser
arrebatado con rápido vuelo a la Jerusalén celeste, huyendo con el batir de las
alas y de los pies de este mundo, reino maligno?
¡Oh sí, que nos arrebaten, oh padres, que nos
arrebaten los socráticos furores sacándonos fuera de la mente hasta el punto de
ponernos a nosotros y a nuestra mente en Dios!
Y ciertamente que por ellos seremos arrebatados si
antes hemos cumplido todo cuanto está en nosotros; si con la moral, en efecto,
han sido refrenados hasta sus justos límites los ímpetus de las pasiones, de
modo que éstas se armonicen recíprocamente con estable acuerdo: si la razón
procede ordenadamente mediante la dialéctica, nos embriagaremos, como excitados
por las Musas, con la armonía celeste. Entonces Baco, señor de las Musas,
manifestándose a nosotros, vueltos filósofos, en sus misterios, esto es, en los
signos visibles de la naturaleza, los invisibles secretos de Dios, nos
embriagará con la abundancia de la mansión divina en la cual, si somos del todo
fieles como Moisés, la sobreviniente santísima teología nos animará con dúplice
furor.
Sublimados, en efecto, en su excelsa atalaya,
refiriendo a la medida de lo eterno las cosas que son, que fueron y que serán,
y observando en ellas la original belleza, cual febeos vates, sus amadores
alados, hasta que, puestos fuera de nosotros en un indecible amor, poseídos por
un estro y llenos de Dios como Serafines ardientes, ya no seremos más nosotros
mismos, sino Aquél que nos hizo.
Los sacros nombres de Apolo, si alguien escruta a
fondo sus significados y los misterios encubiertos, demuestran suficientemente
que este dios era filosofo no menos que poeta. Pero habiendo ya copiosamente ilustrado
esto Ammonio, no hay razón para que yo lo trate de otra manera. Recordemos, no
obstante, oh padres, los tres preceptos délficos indispensables a aquéllos que
están por entrar en el sacrosanto y augustísimo templo, no del falso sino del
verdadero Apolo que ilumina toda alma que viene a este mundo: verán que no
reclaman otra cosa que no sea abrazar con todas nuestras fuerzas aquella triple
filosofía sobre la que ahora discutimos.
En efecto, aquel medén agan, esto es,
"nada con exceso", prescribe rectamente la norma y la regla de toda
virtud según el criterio del justo medio, del cual trata la moral. Y el famoso gnothi
seautón, esto es, "conócete a ti mismo", incita y exhorta al
conocimiento de toda la naturaleza, de la cual el hombre es intersticio y como
connubio. Quien, en efecto, se conoce a sí mismo, todo en sí mismo conoce, como
ha escrito primero Zoroastro y después Platón en Alcibíades. Finalmente,
iluminados en tal conocimiento por la filosofía natural, próximos ahora a Dios
y pronunciando el saludo teológico Él, esto es, Tú eres,
llamaremos al verdadero Apolo familiar y alegremente.
Interrogaremos también al sapientísimo Pitágoras,
sabio sobre todo por no haberse nunca considerado digno de tal nombre. Nos
prescribirá en primer lugar, "No sentamos sobre el celemín", esto es,
no dejar inactiva aquella parte racional con la cual el alma mide todo, juzga y
examina, sino dirigirla y mantenerla pronta con el ejercicio y la regla de la
dialéctica. Nos indicará luego dos cosas que hay que primero evitar:
"Orinar frente al Sol" y "Cortarnos las uñas durante el
sacrificio". Sólo cuando con la moral hayamos expulsado de nosotros los
apetitos superfluos de la voluntad y hayamos despuntado las garras ganchudas de
la ira y los aguijones del ánimo, sólo entonces empezaremos a intervenir en los
sagrados misterios de Baco, de los cuales hemos hablado, y a dedicarnos a la
contemplación de la cual el Sol es merecidamente reputado padre y señor. Nos
aconsejará, en fin, "alimentar el gallo", de saciar con el alimento y
la celeste ambrosía de las cosas divinas la parte divina de nuestra alma. Es
éste el gallo cuyo aspecto teme y respeta el león, esto es toda potestad
terrena. Es éste el gallo al cual según Job fue dada la inteligencia. Al canto
de este gallo se orienta el hombre extraviado. Este es el gallo que canta cada
día al alba, cuando los astros matutinos alaban al Señor. Este es el gallo que
Sócrates moribundo, en el momento en que esperaba reunir lo divino de su alma
con la divinidad del Todo y ya lejos del peligro de enfermedad corpórea, dijo
ser deudor a Esculapio, o sea, el médico de las almas.
Examinemos también los documentos de los caldeos y,
si les damos fe, encontraremos que en virtud de las mismas artes se abre a los
mortales la vía de la felicidad. Escriben los intérpretes caldeos que fue
sentencia de Zoroastro que el alma era alada y que, al caérseles las alas, se
precipita al cuerpo y vuelve a volar al cielo cuando de nuevo le crecen.
Habiéndole preguntado los discípulos de qué modo podrían volver al alma apta
para el vuelo, con las alas bien emplumadas, respondió: "Rociar las alas
con las aguas de la vida". Y habiéndole preguntado a su vez dónde podrían
alcanzar estas aguas, les respondió, según su costumbre, con una parábola:
"El paraíso de Dios está bañado e irrigado por cuatro ríos: alcancen allí
las aguas salvadoras". El nombre del río que corre en el Septentrión se
dice Pischon, que significa justicia; el del ocaso tiene por nombre Dichon,
vale decir, expiación; el de oriente se llama Chiddekel, y quiere decir luz, y
el que corre, en fin, a mediodía, se llama Perath, y se puede interpretar fe.
Fíjense, oh padres, y consideren con atención el significado de estos dogmas de
Zoroastro. No significan, ciertamente, sino que purifiquemos la legañosidad de
los ojos con la ciencia moral, como con ondas occidentales; que con la
dialéctica, como un nivel boreal, fijemos atentamente la mirada; que luego
debemos habituamos a soportar en la contemplación de la naturaleza de la luz
todavía débil de la verdad, como primer indicio del sol naciente; hasta que,
por último, mediante la piedad teológica y el santísimo culto de Dios, podamos
resistir vigorosamente, como águilas del cielo, el fulgurante esplendor del sol
a mediodía.
Estos son, acaso, los conocimientos matutinos,
meridianos y vespertinos cantados primero por David y después explicados más
ampliamente por Agustín. Esta es la luz esplendente que inflama directa a los
Serafines y que al par ilumina a los Querubines. Esta es la razón a que siempre
tendía el padre Abraham. Este es el lugar donde, según la enseñanza de los
cabalistas y los moros, no hay sitio para los espíritus inmundos