Naturalmente,
la reina comprendió que no se lo habría podido decir a ella, pero cuanto más
leía más lamentaba intimidar a la gente y más deseaba que los escritores, en
especial, tuvieran la valentía de decir lo que más tarde ponían por escrito. Lo
que asimismo estaba descubriendo era que un libro llevaba a otro, nuevas
puertas se abrían dondequiera que mirase y los días no eran lo bastante largos
para leer todo lo que ella quería.
Pero
también le pesaban y le mortificaban las numerosas oportunidades que se había
perdido.
De niña
había conocido a Masefield y a Walter de la Mare; no habría podido decirles
gran cosa, pero también había conocido a T. S. Eliot, y además a Priestley y a
Philip Larkin e incluso a Ted Hughes, de quien se había prendado un poco pero que
en su presencia no despegó los labios. Y era porque entonces había leído tan
poco de lo que habían escrito que no se le ocurría nada que decir, y ellos, por
supuesto, no le habían dicho nada interesante.
Qué
desperdicio.
Cometió el
error de mencionarle esto a Sir Kevin. –Pero a Su Majestad, sin duda, debieron
de aleccionarla.
–Desde
luego –dijo la reina–, pero aleccionar no
es leer. De hecho es la antítesis de la lectura.
Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es
desordenado, disperso y siempre incitante. El aleccionamiento cierra un tema,
la lectura lo abre.
Una lectora nada común
Alan Bennett
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