Hoy
hace 7 días que formalmente fue inaugurado este año del 2014, este texto es una
deuda que tengo desde hace mucho, uno con Sophie Scholl y la Rosa Blanca y otro
con Geoge Orwell, sin embargo, esta deuda puede ser saldada en cualquier momento,
así que la pregunta es ¿Por qué ahora, al inicio y como primer post del 2014?.
La
respuesta no es tan difícil el año pasado la realidad no solo nos alcanzó, sino
que la rueda de la historia pasó sobre muchos de nosotros, se dieron a conocer
casos de espionaje, no solo a los gobiernos o lo que después de la caída del
muro, fue la industrial, no hoy trasciende y se van los servicios de
inteligencia a investigar ilegalmente a altos funcionarios y empresarios (cosa
que no es nueva), sino que aparte de eso, se hace ahora con millones de seres
humanos.
En
1984 Orwell presenta a el “Gran Hermano”, un ser absoluto, todopoderoso,
conocedor de los más íntimos secretos y deseos de cada ser humano, el cual,
ante cualquier intento de pensar libre e independientemente decide reprimir,
controlar terminar extinguiendo la voluntad y el deseo de la persona, transformándolo
en un objeto, lo importante es destruir el alma, el espíritu del ser humano.
De
la Rosa Blanca y de Sophie Scholl es recordar el sentido de la juventud, del
derecho que tienen a vivir sin miedos, con esperanza, con alegría, sabiéndose individuos
únicos, parte de ese gran colectivo que somos los humanos.
Hoy
escribo esto, por que este año es como un sueño, de esos donde todo es posible,
imagino un mundo sin hambre, sin miedo, sin pobreza, sin ignorancia, tolerante,
respetuoso, prudente, deseoso de conocer, abriendo nuevas puertas y ventanas al
conocimiento.
Escribo
esto, por que espero que cuando despierte todo lo soñado sea verdad.
Alejandro,
2014
Manifiesto de los estudiantes
de Munich.
Texto
del Sexto Volante distribuido por el movimiento de resistencia Rosa Blanca el
18 de febrero de 1943.
Compañeros,
compañeras!
Conmocionado,
nuestro pueblo ha tomado conocimiento de la muerte de nuestros hombres en Estalingrado. La genial estrategia del gran
cabo de la guerra mundial ha lanzado a trescientos treinta mil alemanes a la
muerte y a la destrucción sin ningún sentido y en forma totalmente
irresponsable. ¡¡¡Gracias, Führer!!! Entre el pueblo alemán crece
la agitación: ¿vamos a seguir confiando el destino de nuestro ejército a un
diletante? ¿Vamos a sacrificar el resto de la juventud alemana a los bajos
instintos de poder de un grupo partidario? ¡Jamás! Ha llegado el día de saldar
las cuentas, las cuentas de nuestra juventud alemana con la tiranía más vil que
nuestro pueblo jamás soportó. En nombre de la juventud alemana reclamamos al
Estado de Adolf Hitler que nos devuelva la libertad personal, el bien más
preciado de los alemanes, que nos ha sido arrebatado de la forma más vil. Hemos
crecido en un Estado que nos ha privado de toda posibilidad de manifestar
nuestra opinión. Durante los años más fructíferos de nuestras vidas las
Juventudes Hitlerianas, la SA, y la SS han intentado uniformarnos,
revolucionarnos, narcotizarnos. “Entrenamiento ideológico” se llamaba el
despreciable método de asfixiar todo atisbo de pensamiento y valoración
independientes, sumiéndonos en una espesa niebla de frases huecas. Una
selección de dirigentes, imposible de imaginar más diabólica y estúpida al
mismo tiempo, educa en sus academias a futuros caciques partidarios,
explotadores y asesinos impíos, sinvergüenzas y siniestros, adiestrados en un
ciego y estúpido seguimiento al Führer.
Nosotros, supuestos “trabajadores del espíritu” apenas serviríamos como
recaderos de esta nueva generación de dirigentes. Supuestos dirigentes
estudiantiles, aprendices de futuros jefes distritales, se atreven a reprender
a soldados que luchan con sus vidas en el frente, cual si fueran colegiales.
Con chistes obscenos, jefes distritales ensucian el honor de las estudiantes.
En la Universidad de Munich, las estudiantes alemanas han
sabido dar una respuesta respetable a la ofensa de su dignidad; estudiantes
alemanes han defendido el honor de sus compañeras. Ha llegado la hora de luchar
por nuestra libertad y autodeterminación sin la cual no es posible crear
valores espirituales. Nuestro agradecimiento es para con nuestros valientes
compañeros y compañeras que han sabido iluminarnos con su actitud ejemplar.
Para nosotros sólo existe una consigna: luchar contra el partido. Salir de los
cuadros partidarios en los que se nos quiere seguir silenciando políticamente.
Salir de las aulas de los oficiales y suboficiales de la SS y de quienes se
arrastran ante el partido. Nos importa la ciencia verdadera y la genuina
libertad del espíritu. No habrá amenaza que nos haga retroceder. Tampoco lo
conseguirá el cierre de nuestras universidades. Se trata de la lucha de cada
uno de nosotros por nuestro futuro, por nuestra libertad y por nuestro honor en
un Estado consciente de su responsabilidad moral. ¡Libertad y honor! Durante
diez largos años Hitler y sus consortes han vaciado hasta la repugnancia las
dos palabras alemanas más preciadas, las han tergiversado, vulgarizado como
solo son capaces de hacerlo diletantes que tiran por la borda los supremos
valores de una nación. Lo que les vale la libertad y le honor lo han demostrado
más que suficiente en diez años de destrucción de toda libertad material y
espiritual, de todas las sustancias morales en el pueblo alemán. El terrible
baño de sangre que han generado y a diario siguen generando en nombre de la
libertad y del honor de la nación alemana en toda Europa, el ha abierto los
ojos hasta al alemán más necio. El nombre alemán quedará deshonrado para
siempre si la juventud alemana no se levanta por fin, escarmienta y purga al
mismo tiempo, destruye a sus verdugos y alza una nueva Europa espiritual.
¡Estudiantes!
El pueblo alemán dirige su mirada hacia nosotros. Al igual que en 1813 cuando
esperaba que se quebrara lo napoleónico, espera en 1943 que sepamos quebrar el
terror nacionalsocialista desde el poder del espíritu. Desde las llamas de Beresina y Estalingrado
los muertos nos convocan.
Nuestro
pueblo se alza contra la esclavización de Europa a manos del nacionalsocialismo
en una nueva irrupción de libertad y honor.
1984
George Orwell
Con
sus treinta y nueve años y una úlcera de varices
por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada
descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro
miraba desde
el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le
siguen a uno
adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie Nuestro pueblo se alza
contra la esclavización de Europa a manos del nacionalsocialismo en una nueva
irrupción de libertad y honor.
El
Ministerio de la Verdad - que en neolengua (La
lengua oficial de Oceanía) se le llamaba
el Minver -
era diferente, hasta un extremo asombroso, de cualquier otro objeto que
se presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal de cemento armado blanco
y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a unos trescientos metros
de altura.
Desde donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada
en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido:
LA
GUERRA ES LA PAZ
LA
LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA
IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se
decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel
del suelo
y las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había
otros tres
edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos aplastaban de tal manera la
arquitectura de
los alrededores que desde el techo de las Casas de la Victoria se podían
distinguir, a la
vez, los cuatro edificios. En ellos estaban instalados los cuatro Ministerios
entre los cuales
se dividía todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba
a las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes. El
Ministerio de la
Paz, para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener
la ley y
el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los asuntos económicos.
Sus nombres, en neolengua: Miniver, Minipax, Minimor y Minindantia.
El
Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto. Winston
nunca había
estado dentro del Minimor, ni
siquiera se había acercado a medio kilómetro de él.
Era
imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en ese caso había que
pasar por un
laberinto de caminos rodeados de alambre espinoso, puertas de acero y ocultos
nidos de
ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus salidas extremas,
estaban muy vigiladas
por guardias, con caras de gorila y uniformes negros, armados con porras.
De repente, empezó a escribir con gran rapidez, como si lo impulsara el pánico,
dándose apenas cuenta de lo que escribía. Con su letrita infantil iba trazando líneas torcidas y si primero empezó a «comerse» las mayúsculas, luego suprimió incluso los puntos:
4 de abril de 1984. Anoche estuve en los flicks. Todas las películas eras de guerra Había una muy buena de su barrio lleno de refugiados que lo bombardeaban no sé dónde del Mediterráneo. Al público lo divirtieron mucho los planos de un hombre muy muy gordo que intentaba escaparse nadando de un helicóptero que lo perseguía, primero se le veía en el agua chapoteando como una tortuga, luego lo veías por los visores de las ametralladoras del helicóptero, luego se veía cómo lo iban agujereando a tiros y el agua a su alrededor que se ponía toda roja y el gordo se hundía como si el agua le entrara por los agujeros que le habían hecho las balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se iba hundiendo en el agua, y también una lancha salvavidas llena de niños con un helicóptero que venía dando vueltas y más vueltas había una mujer de edad madura que bien podía ser una judía y estaba sentada la proa con un niño en los brazos que quizás tuviera unos tres años, el niño chillaba con mucho pánico, metía la cabeza entre los pechos de la mujer y parecía que se quería esconder así y la mujer lo rodeaba con los brazos y lo consolaba como si ella no estuviese también aterrada y como sí por tenerlo así en los brazos fuera a evitar que le mataran al niño las balas. Entonces va el helicóptero y tira una bomba de veinte kilos sobre el barco y no queda ni una astilla de él, que fue una explosión pero que magnífica, y luego salía su primer plano maravilloso del brazo del niño subiendo por el aire yo creo que un helicóptero con su cámara debe haberlo seguido así por el aire y la gente aplaudió muchísimo pero una mujer que estaba entro los proletarios empezó a armar un escándalo terrible chillando que no debían echar eso, no debían echarlo delante de los críos, que no debían, hasta que la policía la sacó de allí a rastras no creo que le pasara nada, a nadie le importa lo que dicen los proletarios, la reacción típica de los proletarios y no se hace caso nunca...
Con
aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada mujer debía de llevar una vida
terrorífica.
Dentro de uno o dos años sus propios hijos podían descubrir en ella algún
indicio de
herejía. Casi todos los niños de entonces eran horribles. Lo peor de todo era
que esas
organizaciones, como la de los Espías, los convertían sistemáticamente en
pequeños salvajes
ingobernables, y, sin embargo, este salvajismo no les impulsaba a
rebelarse contra
la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban al Partido y a todo lo
que se
relacionaba con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas, las excursiones
colectivas,
la instrucción militar infantil con fusiles de juguete, los slogans gritados por
doquier,
la adoración del Gran Hermano... todo ello era para los niños un estupendo
juego.
Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los
extranjeros,
los traidores, saboteadores y criminales del pensamiento. Era casi normal
que personas
de más de treinta años les tuvieran un miedo visceral a sus hijos. Y con
razón,
pues apenas pasaba una semana sin que el Times publicara unas líneas
describiendo cómo
alguna viborilla - la denominación oficial era «heroico niño» había
denunciado a
sus padres a la Policía del Pensamiento contándole a ésta lo que había
oído en
casa.
En la
telepantalla
sonaron las catorce. Winston tenía que marchar dentro de diez
minutos.
Debía reanudar el trabajo a las catorce y treinta. Qué curioso: las campanadas
de la
hora lo reanimaron. Era como un fantasma solitario diciendo una verdad que nadie
oiría nunca.
De todos modos, mientras Winston pronunciara esa verdad, la continuidad no se
rompería.
La herencia humana no se continuaba porque uno se hiciera oír sino por el
hecho de
permanecer cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:
Para el
futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar libremente, en
que los
hombres sean distintos unos de otros y no vivan solitarios... Para cuando la
verdad exista
y lo que se haya hecho no pueda ser deshecho: Desde esta
época de uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del Gran
Hermano,
la época del doblepensar...
¡muchas felicidades!
Winston
comprendía que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora, en que
empezaba a
poder formular sus pensamientos, era cuando había dado el paso definitivo.
Las consecuencias
de cada acto van incluidas en el acto mismo. Escribió: El crimental (el
crimen de la mente) no implica la muerte; el crimental es
la muerte
misma.
Al reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo imprescindible vivir lo más
posible.
Tenía manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente uno
de esos
detalles que le pueden delatar a uno. Cualquier entrometido del Ministerio
(probablemente,
una mujer: alguna como la del cabello color de arena o la muchacha
morena del
Departamento de Novela) podía preguntarse por qué habría usado una pluma
anticuada y
qué habría escrito... y luego dar el soplo a donde correspondiera. Fue al
cuarto de
baño y se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro y rasposo jabón que le
limaba la
piel como un papel de lija y resultaba por tanto muy eficaz para su propósito.
-
¿Cómo va el diccionario? - dijo Winston elevando la voz para dominar el ruido.
-
Despacio - respondió Syme. Por
los adjetivos. Es un trabajo fascinador.
En cuanto
oyó que le hablaban de lo suyo, se animó inmediatamente. Apartó el plato
de aluminio,
tomó el mendrugo de pan con gesto delicado y el queso con la otra mano. Se
inclinó sobre
la mesa para hablar sin tener que gritar.
La onceava
edición es la definitiva dijo -. Le estamos dando al idioma su forma final, la
forma que
tendrá cuando nadie hable más que neolengua.
Cuando terminemos nuestra
labor,
tendréis que empezar a aprenderlo de nuevo.
Creerás,
seguramente, que nuestro
principal trabajo
consiste en inventar nuevas palabras. Nada de eso. Lo que hacemos es
destruir palabras,
centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma para
dejarlo en
los huesos. De las palabras que contenga la onceava edición, ninguna quedará
anticuada antes
del año 2050 -. Dio un hambriento bocado a su pedazo de pan y se lo
tragó sin
dejar de hablar con una especie de apasionamiento pedante. Se le había
animado su
rostro moreno, y sus ojos, sin perder el aire soñador, no tenían ya su
expresión burlona.
- La
destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las
principales víctimas
son los verbos y los adjetivos, pero también hay centenares de
nombres de
los que puede uno prescindir. No se trata sólo de los sinónimos. También los
antónimos.
En realidad ¿qué justificación tiene el empleo de una palabra sólo porque sea
lo
contrario de otra? Toda palabra contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo,
tenemos «bueno».
Si tienes una palabra como «bueno», ¿qué necesidad hay de la
contraria,
«malo»? Nobueno
sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra
exactamente contraria
a «bueno» y la otra no. Por otra parte, si quieres un reforzamiento
de la
palabra «bueno», ¿qué sentido tienen esas confusas e inútiles palabras
«excelente,
espléndido»
y otras por el estilo? Plusbueno
basta para decir lo que es mejor que lo simplemente bueno
y dobleplusbueno
sirve perfectamente para acentuar el grado de bondad. Es
el superlativo perfecto. Ya sé que usamos esas formas, pero en la versión
final de
la neolengua se
suprimirán las demás palabras que todavía se usan como
equivalentes.
Al final todo lo relativo a la bondad podrá expresarse con seis palabras; en
realidad una
sola. ¿No te das cuenta de la belleza que hay en esto, Winston?
Naturalmente,
la idea fue del Gran Hermano - añadió después de reflexionar un poco. Al oír
nombrar al Gran Hermano, el rostro de Winston se animó automáticamente. Sin
embargo,
Syme
descubrió inmediatamente una cierta falta de entusiasmo.
- ¿No
ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del
pensamiento,
estrechar el
radio de acción de la mente? Al final, acabamos haciendo imposible todo
crimen del
pensamiento. En efecto, ¿cómo puede haber crimental si
cada concepto se
expresa claramente
con una sola palabra, una palabra cuyo significado esté decidido
rigurosamente y
con todos sus significaos secundarios eliminados y olvidados para
siempre?
Y en la onceava edición nos acercamos a ese ideal, pero su perfeccionamiento
continuará mucho
después de que tú y yo hayamos muerto. Cada año habrá menos
palabras y
el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño. Por supuesto,
tampoco ahora
hay justificación alguna para cometer crimen por el pensamiento. Sólo es
cuestión de
autodisciplina, de control de la realidad. Pero llegará un día en que ni esto será
preciso. La revolución será completa cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es Ingsoc e Ingsoc es neolengua -
añadió - con una satisfacción mística -. ¿No se te ha
ocurrido pensar,
Winston, que lo más tarde hacia el año 2050, ni un solo ser humano
podrá entender
una conversación como esta que ahora sostenemos?
-¿Estás
herida? - le dijo.
- No
es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.
Hablaba
como
si le saltara el corazón. Estaba temblando y palidísima.
-¿No te has roto nada?
- No,
estoy bien. Me dolió un momento nada más.
Le tendió
a Winston su mano libre y él la ayudó a levantarse. Le había vuelto algo de color
y parecía hallarse mucho mejor.
- No
ha sido nada - repitió poco después -. Lo que me dolió fue la muñeca. ¡Gracias, camarada?
Y sin
más, continuó en la dirección que traía con paso tan vivo como si realmente no le
hubiera sucedido
nada. El incidente no había durado más de medio minuto. Era un hábito
adquirido por
instinto ocultar los sentimientos, y además cuando ocurrió aquello se
hallaban exactamente
delante de una telepantalla. Sin
embargo, a Winston le había sido muy difícil no traicionarse y
manifestar una sorpresa momentánea, pues en los dos o tres
segundos en
que ayudó a la joven a levantarse, ésta le había deslizado algo en la mano.
Evidentemente,
lo había hecho a propósito. Era un pequeño papel doblado. Al pasar por
la puerta
de los lavabos, se lo metió en el bolsillo.
Habían
pasado
ocho minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz, suspiró y se acercó el
otro montón
de hojas que había de examinar. Encima estaba el papelito doblado. Lo
desdobló;
en él había escritas estas palabras con letra impersonal: Te
quiero.
Winston
se quedó tan estupefacto que ni siquiera tiró aquella prueba delictiva en el «agujero
de la memoria». Cuando por fin, reaccionando, se dispuso a hacerlo, aunque
sabía muy
bien cuánto peligro había en manifestar demasiado interés por algún papel
escrito,
volvió a leerlo antes para convencerse de que no había soñado.
Al
día siguiente, tuvo buen cuidado de llegar temprano. Allí estaba ella,
exactamente,
en la misma mesa y otra vez sola. La persona que precedía a Winston en la
cola era
un hombrecillo nervioso con una cara aplastada y ojos suspicaces. Al alejarse Winston
del mostrador, vio que aquel hombre se dirigía hacia la mesa de ella. Sus
esperanzas se
vinieron abajo.
No la
miró. Colocó en la mesa el contenido de su bandeja y empezó a comer. Era
importantísimo hablar
en seguida antes de que alguna otra persona se uniera a ellos.
Pero le
invadía un miedo terrible. Había pasado una semana desde que la joven se había
acercado a
él.
En
voz muy baja,
empezó Winston
a hablar. No se miraban. Se llevaban a la boca la comida y entre
cucharada y
cucharada se decían las palabras indispensables en voz baja e inexpresivo.
-
¿Quieres creer - dijo - que hasta este momento no sabía de qué color tienes los
ojos?
-
Eran castaños, bastante claros, con pestañas negras -. Ahora que me has visto a
plena
luz y
cara a cara, ¿puedes soportar mi presencia?
- Sí,
bastante bien.
-
Tengo treinta y nueve años. Estoy casado y no me puedo librar de mi mujer. Tengo
varices y
cinco dientes postizos.
-
Todo eso no me importa en absoluto - dijo la muchacha.
Un
instante después, sin saber cómo, se la encontró Winston en sus brazos. Al
principio,
su única sensación era de incredulidad. El juvenil cuerpo se apretaba contra el
suyo y
la masa de cabello negro le daba en la cara y, aunque le pareciera increíble, le
acercaba su
boca y él la besaba. Sí, estaba besando aquella boca grande y roja. Ella le
echó los
brazos al cuello y empezó a llamarle «querido, amor mío, precioso...». Winston la
tendió en
el suelo. Ella no se resistió; podía hacer con ella lo que quisiera. Pero la verdad
era que
no sentía ningún impulso físico, ninguna sensación aparte de la del abrazo. Le
dominaban la
incredulidad y el orgullo. Se alegraba de que esto ocurriera, pero no tenía
deseo físico
alguno. Era demasiado pronto. La juventud y la belleza de aquel cuerpo le
habían asustado;
estaba demasiado acostumbrado a vivir sin mujeres. Quizá fuera por
alguna de
estas razones o quizá por alguna otra desconocida. La joven se levantó y se
sacudió del
cabello una florecilla que se le había quedado prendida en él. Sentóse
junto a
él y
le rodeó la cintura con su brazo.
- No
te preocupes, querido, no hay prisa. Tenemos toda la tarde. ¿Verdad que es un
escondite magnífico?
Me perdí una vez en una excursión colectiva y descubrí este lugar.
Si
viniera alguien, lo oiríamos a cien metros.
-
¿Cómo te llamas? - dijo Winston.
-
Julia. Tu nombre ya lo conozco. Winston... Winston Smith.
-
¿Cómo te enteraste?
-
Creo que tengo más habilidad que tú para descubrir cosas, querido. Dime, ¿qué
pensaste de
mí antes de darte aquel papelito?
Winston
no tuvo ni la menor tentación de mentirle. Era una especie de ofrenda amorosa
empezar confesando
lo peor.
- Te
odiaba. Quería abusar de ti y luego asesinarle. Hace dos semanas pensé
seriamente romperte
la cabeza con una piedra. Si quieres saberlo, te diré que te creía en
relación con
la Policía del Pensamiento.
La
muchacha se reía encantada, tomando aquello como un piropo por lo bien que se
había disfrazado.
- ¡La
Policía del Pensamiento!, qué ocurrencias. No es posible que lo creyeras.
-
Bueno, quizá no fuera exactamente eso. Pero, por tu aspecto... quizá por tu juventud
y por
lo saludable que eres; en fin, ya comprendes, creí que probablemente...
Julia
y Winston sabían perfectamente - en verdad, ni un solo momento dejaban de
tenerlo presente
- que aquello no podía durar. A veces la sensación de que la muerte se
cernía sobre
ellos les resultaba tan sólida como el lecho donde estaban echados y se
abrazaban con
una desesperada sensualidad, como un alma condenada aferrándose a su
último rato
de placer cuando faltan cinco minutos para que suene el reloj. Pero también
había veces
en que no sólo se sentían seguros, sino que tenían una sensación de
permanencia.
Creían entonces que nada podría ocurrirles mientras estuvieran en su
habitación.
No
sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio del Amor; pero no había manera de
comprobarlo.
Se
encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes de reluciente
porcelana blanca.
Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría luz y había un sonido
bajo y
constante, un zumbido que Winston suponía relacionado con la ventilación
mecánica.
Un banco, o mejor dicho, una especie de estante a lo largo de la pared, le daba
la vuelta
a la celda, interrumpido sólo por la puerta y, en el extremo opuesto, por un
retrete sin
asiento de madera. Había cuatro telepantallas, une
en cada pared.
Winston
sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde que lo encerraron
en el
camión para llevarlo allí. Pero también tenía hambre, un hambre roedora,
anormal.
Aunque
estaba justificada, porque por lo menos hacía veinticuatro horas que no había
comido;
quizá treinta y seis. No sabía, quizá nunca lo sabría, si lo habían
-
¡Claro que soy culpable! - exclamó Parsons mirando servilmente a la telepantalla .
¿No
creerás que el Partido puede detener a un hombre inocente? - Se le calmó su rostro
de rana
e incluso tomó una actitud beatífica -. El crimen del pensamiento es una cosa
horrible -
dijo sentenciosamente -. Es una insidia que se apodera de uno sin que se dé
cuenta.
¿Sabes cómo me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así fue. Me he pasado la
vida trabajando
tan contento, cumpliendo con mi deber lo mejor que podía y, ya ves,
resulta que
tenía un mal pensamiento oculto en la cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche,
empecé a
hablar dormido, y ¿sabes lo que me oyeron decir?
Bajó
la voz, como alguien que por razones médicas tiene que pronunciar unas palabras
obscenas.
-
¡Abajo el Gran Hermano! Sí, eso dije. Y parece ser que lo repetí varias veces. Entre
nosotros,
chico, te confesaré que me alegró que me detuvieran antes de que la cosa
pasara a
mayores. ¿Sabes lo que voy a decirles cuando me lleven ante el tribunal?
«Gracias
- les diré -, «gracias por haberme salvado antes de que fuera demasiado tarde».
-
¿Quién te denunció? - dijo Winston.
- Fue
mi niña - dijo Parsons con cierto orgullo dolido.
- Te
dije - murmuró O'Brien - que, si nos encontrábamos de nuevo, sería aquí.
- Sí
- dijo Winston.
Sin
advertencia previa excepto un leve movimiento de la mano de O'Brien - le inundó
una oleada
dolorosa. Era un dolor espantoso porque no sabía de dónde venía y tenía la
sensación de
que le habían causado un daño mortal. No sabía si era un dolor interno o el
efecto de
algún recurso eléctrico, pero sentía como si todo el cuerpo se le descoyuntara.
Aunque
el dolor le hacía sudar por la frente, lo único que le preocupaba es que se le
rompiera la
columna vertebral. Apretó los dientes y respiró por la nariz tratando de estarse
callado lo
más posible.
-
Tienes miedo - dijo O'Brien observando su cara - de que de un momento a otro se
te
rompa algo.
Sobre todo, temes que se te parta la espina dorsal. Te imaginas ahora mismo
las vértebras
saltándose y el líquido raquídeo saliéndose. ¿Verdad que lo estás
pensando,
Winston?
Winston
no contestó. O'Brien presionó sobre la palanca. La ola de dolor se retiró con
tanta rapidez
como había llegado.
- Eso
era cuarenta - dijo O'Brien -. Ya ves que los números llegan hasta el ciento.
Recuerda,
por favor, durante nuestra conversación, que está en mi mano infligirle dolor en el
momento
y en el grado que yo desee. Si me dices mentiras o si intentas engañarme de
alguna manera,
o te dejas caer por debajo de tu nivel normal de inteligencia, te haré dar
un alarido
inmediatamente. ¿Entendido?
- Sí
- dijo Winston.
- Me
estoy tomando tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo mereces. Sabes
perfectamente lo
que te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos años aunque te has
esforzado en
convencerte de que no lo sabías. Estás trastornado mentalmente. Padeces
de una
memoria defectuosa. Eres incapaz de recordar los acontecimientos reales y te
convences a
ti mismo porque estabas decidido a no curarte. No estabas dispuesto a
hacer el
pequeño esfuerzo de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro de ello, te
aferras a
tu enfermedad por creer que es una virtud. Ahora te pondré un ejemplo y te convencerás
de lo que digo. Vamos a ver, en este momento, ¿con qué potencia está en
guerra Oceanía?
-Hay una
consigna del Partido sobre el control del pasado. Repítela, Winston, por
favor.
El
que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente
controla el
pasado -
repitió Winston, obediente.
- El
que controla el presente controla el pasado - dijo O'Brien moviendo la cabeza con
lenta aprobación
-. ¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe verdaderamente?
Otra
vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el disco. No sólo
no sabía
si la respuesta que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que ni siquiera sabía
cuál de
estas respuestas era la que él tenía por cierta.
O'Brien
sonrió débilmente:
- No
eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado en lo que
se conoce
por existencia. Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe el pasado
concretamente,
en el espacio? ¿Hay algún sitio en alguna parte, hay un mundo de objetos
sólidos donde
el pasado siga acaeciendo?
- No.
-
Entonces, ¿dónde existe el pasado?
- En
los documentos. Está escrito.
- En
los documentos... Y, ¿dónde más?
- En
la mente. En la memoria de los hombres.
- En
la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los
documentos y
controlamos todas las memorias. De manera que controlamos el pasado, ¿no es
así?.
-
Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado? –
exclamó
Winston
olvidando del nuevo el martirizador eléctrico -. Es un acto involuntario. No puede
uno evitarlo.
¿Cómo vais a controlar la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
O'Brien
volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.
- Al
contrario - dijo por fin -, eres tú el que no la ha controlado y por eso estás
aquí. Te
han traído
porque te han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar el acto
de sumisión
que es el precio de la cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de uno
solo.
Convéncete, Winston; solamente el espíritu disciplinado puede ver la realidad.
Crees que
la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho propio. Crees también
que la
naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti
mismo pensando
que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo
que tú.
Pero te aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la
mente humana
y en ningún otro sitio. No en la mente individual, que puede cometer
errores y
que, en todo caso, perece pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e
inmortal,
puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es
efectivamente verdad.
Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido.
Éste
es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un
acto
de autodestrucción,
un esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte
cuerdo.
- No
sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor. - ¿Sabes cuánto tiempo has estado
aquí?
- No sé. Días, semanas, meses... creo que meses. - ¿Y por qué te imaginas que
traemos aquí
a la gente?
-
Para hacerles confesar.
- No,
no es ésa la razón. Di otra cosa.
-
Para castigarlos.
-
¡No! exclamó O'Brien. Su voz había cambiado extraordinariamente y su rostro se
había puesto
de pronto serio y animado a la vez -. ¡No! No te traemos sólo para hacerte
confesar y
para castigarte. ¿Quieres que te diga para qué te hemos traído? ¡¡Para
curarte!!
¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber, Winston, que ninguno de los que traemos
aquí sale
de nuestras manos sin haberse curado. No nos interesan esos estúpidos delitos
que has
cometido. Al Partido no le interesan los actos realizados; nos importa sólo el
pensamiento.
No sólo destruimos a nuestros enemigos, sino que los cambiamos.
¿Comprendes
lo que quiero decir?
- Lo
primero que debes comprender es que éste no es un lugar de martirio. Has leído
cosas sobre
las persecuciones religiosas en el pasado. En la Edad Media había la
Inquisición.
No funcionó. Pretendían erradicar la herejía y terminaron por perpetuarla. En
las persecuciones
antiguas por cada hereje quemado han surgido otros miles de ellos.
¿Por
qué? Porque se mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no se habían
arrepentido.
Se moría por no abandonar las creencias heréticas. Naturalmente, así toda la
gloria pertenecía
a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la quemaba. Más tarde, en el
siglo
XX, han existido los totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los
comunistas rusos.
Los rusos persiguieron a los herejes con mucha más crueldad que
ninguna otra
inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de los errores del pasado.
Por
lo menos sabían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas
a un
juicio público,
se dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moralmente y
físicamente por
medio de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos en seres
despreciables,
verdaderos peleles capaces de confesarlo todo, que se insultaban a sí
mismos acusándose
unos a otros y pedían sollozando un poco de misericordia. Sin
embargo,
después de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se
han convertido
en mártires y se ha olvidado su degradación. ¿Por qué había vuelto a
suceder esto?
En primer lugar, porque las confesiones que habían hecho eran forzadas y
falsas.
Nosotros no cometemos esta clase de errores. Todas las confesiones que salen de
aquí son
verdaderas. Nosotros hacemos que sean verdaderas. Y, sobre todo, no permitimos
que los muertos se levanten contra nosotros. Por tanto, debes perder toda
esperanza de
que la posteridad te reivindique, Winston. La posteridad no sabrá nada de ti.
Desaparecerás por
completo de la corriente histórica. Te disolveremos en la
estratosfera,
por decirlo
así. De ti no quedará nada: ni un nombre en un papel, ni tu recuerdo en un ser vivo.
Quedarás aniquilado tanto en el pretérito como en el futuro. No habrás existido. «Entonces,
¿para qué me torturan?», pensó Winston con una amargura momentánea.
O'Brien
se detuvo en seco como si hubiera oído el pensamiento de Winston. Su ancho y feo
rostro
se le acercó con los ojos un poco entornados y le dijo:
-
Estás pensando que si nos proponemos destruirte por completo, ¿para qué nos
tomamos todas
estas molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué importancia puede
tener lo
que tú digas o pienses? ¿Verdad que lo estás pensando?
O'Brien
sonrió levemente y prosiguió:
- Te
explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una mancha en el
tejido;
una mancha que debemos
borrar.
¿No te dije hace poco que somos diferentes de los martirizadores
del pasado? No nos contentamos con una obediencia negativa, ni
siquiera con
la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas a nosotros, tendrá que
impulsarle a
ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes porque se nos resisten;
mientras nos
resisten no los destruimos. Los convertirnos, captamos su mente, los
reformamos.
Al hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas
que
lleva dentro; lo traemos a nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente,
en
cuerpo y
alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de matarlo. Nos resulta intolerable que
un pensamiento
erróneo exista en alguna parte del mundo, por muy secreto e inocuo que
pueda ser.
Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna desviación.
Antiguamente,
el hereje subía a la hoguera siendo aún un hereje, proclamando su herejía
y hasta
disfrutando con ella.
Incluso
la
víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en el
cráneo cuando avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la
nuca.
Nosotros, en cambio, hacemos perfecto el cerebro que vamos a destruir. La
consigna de
todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La voz de mando de
los totalitarios
era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es: «Eres». Ninguno de los que
traemos aquí
puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos
miserables traidores
en cuya inocencia creíste un día - Jones, Aaronson y
Rutherford –
los conquistamos al
final. Yo mismo participé en su interrogatorio. Los vi ceder
paulatinamente,
sollozando, llorando a lágrima viva, y al final no los dominaba el miedo ni el
dolor,
sino sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia. Cuando
acabamos con
ellos no eran más que cáscaras de hombre. Nada quedaba en ellos sino el
arrepentimiento por
lo que habían hecho y amor por el Gran Hermano. Era conmovedor
ver cómo
lo amaban. Pedían que se les matase en seguida para poder morir con la mente limpia.
Temían que pudiera volver a ensuciárseles.
- Tú
no existes - dijo O'Brien.
A
Winston volvió a asaltarle una terrible sensación de desamparo. Comprendía por qué
le decían
a él que no existía; pero era un juego de palabras estúpido. ¿No era un gran
absurdo la
afirmación «tú no existes»? Pero, ¿de qué servía rechazar esos argumentos
disparatados?
- Yo
creo que existo - dijo con cansancio -. Tengo plena conciencia de mi propia
identidad.
He nacido y he de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo un lugar concreto en el
espacio.
Ningún otro objeto sólido puede ocupar a la vez el mismo punto. En este
sentido,
¿existe el Gran Hermano?
- Eso
no tiene importancia. Existe.
-Hay tres
etapas en tu reintegración - dijo O'Brien -; primero aprender, luego
comprender y,
por último, aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda etapa.
Somos
los
sacerdotes del poder - dijo -. El poder es Dios. Pero ahora el poder es sólo
una palabra
en lo que a ti respecta. Y ya es hora de que tengas una idea de lo que el
poder significa.
Primero debes darte cuenta de que el poder es colectivo. El individuo sólo
detenta poder
en tanto deja de ser un individuo. Ya conoces la consigna del Partido: «La
libertad es
la esclavitud». ¿Se te ha ocurrido pensar que esta frase es reversible? Sí, la
esclavitud es
la libertad. El ser humano es derrotado siempre que está solo, siempre que
es libre.
Ha de ser así porque todo ser humano está condenado a morir irremisiblemente y la muerte
es el mayor de todos los fracasos; pero si el hombre logra someterse
plenamente,
si puede escapar de su propia identidad, si es capaz de fundirse con el
Partido de
modo que él es el Partido, entonces será todopoderoso e inmortal. Lo segundo
de que
tienes que darte cuenta es que el poder es poder sobre seres humanos. Sobre el
cuerpo,
pero especialmente sobre el espíritu. El poder sobre la materia..., la realidad
externa,
como tú la llamarías..., carece de importancia. Nuestro control sobre la materia
es,
desde luego, absoluto.
Winston
pensó un poco y respondió: - Haciéndole sufrir.
-
Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo
vas a
estar seguro
de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir
dolor y
humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos
a construir
dándoles nuevas formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo
estamos creando?
Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías
hedonistas que
imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y de tormento,
un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más
despiadado.
El progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las
antiguas civilizaciones
sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda
en el
odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el
triunfo y
el autorebajamiento.
Todo lo demás lo destruiremos, todo. Ya estamos suprimiendo los hábitos
mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los
vínculos que
unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer.
Nadie
se fía ya de su esposa, de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya
esposas ni
amigos. Los niños se les quitarán a las madres al nacer, como se les quitan
los huevos
a la gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado donde persista.
La
procreación consistirá en una formalidad anual como la renovación de la
cartilla de
racionamiento.
Suprimiremos el orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá
lealtad;
no existirá más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor
al Gran
Hermano. No habrá risa, excepto la risa triunfal cuando se derrota a un
enemigo.
No
habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya distinción entre la belleza
y la fealdad.
-Eres
el
último hombre - dijo O'Brien -. Eres el guardián del espíritu humano. Ahora te
verás como
realmente eres. Desnúdate dolor
incluso hasta bordear la muerte. Pero para todos hay algo que no puede
soportarse,
algo tan inaguantable que ni siquiera se puede pensar en ello. No se trata de
valor ni
de cobardía. Si te estás cayendo desde una gran altura, no es cobardía que te
agarres a
una cuerda que encuentres a tu caída. Si subes a la superficie desde el fondo
de un
río, no es cobardía llenar de aire los pulmones. Es sólo un instinto que no
puede ser
desobedecido.
Lo mismo te ocurre ahora con las ratas. Para ti son lo más intolerable del
mundo,
constituyen una presión que no puedes resistir aunque te esfuerces en ello. Por
eso las
ratas te harán hacer lo que se te pide.
Su
pie parecía ahora más grande, pensó Winston. Julia, por fin, dijo sólo
esto:
- Te
traicioné.
- Yo
también te traicioné - dijo él. Julia lo miró otra vez con disgusto. Y
dijo:
- A
veces te amenazan con algo..., algo que no puedes soportar, que ni siquiera
puedes imaginarte
sin temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a mí, házselo a otra
persona,
a Fulano de Tal». Y quizá pretendas, más adelante, que fue sólo un truco y que
lo dijiste
únicamente para que dejaran de martirizarte y que no lo pensabas de verdad.
Pero,
no. Cuando ocurre eso se desea de verdad y se desea que a la otra persona se lo
hicieran.
Crees entonces que no hay otra manera de salvarte y estás dispuesto a salvarte
así.
Deseas de todo corazón que eso tan terrible le ocurra a la otra persona y no a
ti. No
te importa
en absoluto lo que pueda sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.
-
Sólo te importas entonces tú mismo - repitió Winston como un eco.
- Y
después de eso no puedes ya sentir por la otra persona lo mismo que antes.
- No
- dijo él -, no se siente lo mismo.
No
parecían tener más que decirse.
Bajo
la mesa, los pies de Winston hacían movimientos convulsivos. No se había
movido de
su asiento, pero mentalmente estaba corriendo, corriendo a vertiginosa
velocidad,
se mezclaba con la multitud, gritaba hasta ensordecer. Volvió a mirar el retrato
del Gran
Hermano. ¡Aquél era el coloso que dominaba el mundo! ¡La roca contra la cual
se estrellaban
en vano las hordas asiáticas! Recordó que sólo hacía diez minutos. - sí,
diez minutos
tan sólo - todavía se equivocaba su corazón al dudar si las noticias del frente
serían de
victoria o de derrota. ¡Ah, era más que un ejército eurasiático lo que había
perecido!
Mucho había cambiado en él desde aquel primer día en el Ministerio del Amor,
pero hasta
ahora no se había producido la cicatrización final e indispensable, el cambio
salvador.
La voz de la telepantalla
seguía enumerando el botín, la matanza, los prisioneros,
pero la gritería callejera había amainado un poco. Los camareros volvían a su
trabajo.
Uno de ellos acercó la botella de ginebra. Winston, sumergido en su feliz
ensueño,
no prestó atención mientras le llenaban el vaso. Ya no se veía corriendo ni
gritando,
sino de regreso al Ministerio del Amor, con todo olvidado, con el alma blanca
como la
nieve. Estaba confesándolo todo en un proceso público, comprometiendo a
todos.
Marchaba por un claro pasillo con la sensación de andar al sol y un guardia armado
lo seguía.
La bala tan esperada penetraba por fin en su cerebro.
Contempló
el enorme rostro. Le había costado cuarenta años saber qué clase de
sonrisa era
aquella oculta bajo el bigote negro. ¡Qué cruel e inútil incomprensión! ¡Qué
tozudez la
suya exilándose a sí mismo de aquel corazón amante! Dos lágrimas,
perfumadas de
ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba arreglado, todo
alcanzaba la
perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo
definitivamente.
Amaba al Gran Hermano.
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