El
saqueo cultural de América Latina
Fernando Báez
http://encontrarte.aporrea.org/media/34/el%20saqueo%20cultural%20de.pdf
“Barbaridades
que la presente edad ha rechazado
como
fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad
humana;
y jamás serían creídas por los críticos modernos,
si
constantes y repetidos documentos no testificasen
estas
infaustas verdades”
Simón Bolívar, Carta de
Jamaica
Desde hace quinientos años, América Latina ha sido
sometida al pillaje más despiadado de la historia: sus veintidós millones de
kilómetros cuadrados han sufrido el expolio y destrucción de la mayor parte de
sus recursos. Por turnos, se han llevado y se siguen llevando el oro, la plata,
el cobre, el carbón, el aluminio, el hierro, el gas y el petróleo. En el Códice
Florentino, a propósito de la devastación de la capital azteca de Tenochtitlán
a manos de Hernán Cortés, se comentaba sobre los españoles del siglo XVI: “como
unos puercos hambrientos ansían el oro”.
Cuando los conquistadores españoles desembarcaron
en México, España acababa de existir como nación tras el genocidio y expulsión
de moros y judíos. Se ha calculado que España extrajo de América Latina cuarenta
millones de pesos hasta el año 1560, que equivaldrían a quinientas toneladas de
oro. El caso es que en 1785, el Conde de Aranda le pedía al Conde de
Floridablanca exprimir al máximo a las colonias del Nuevo Mundo, y esto se cumplió
a medias porque en el saqueo comercial también participaron ingleses,
italianos, franceses, alemanes, portugueses y holandeses.
Desde la época colonial, las plantaciones se convirtieron
en un instrumento para someter las economías locales y obtener productos a
bajos precios por el uso de esclavos. Para dar una idea de las ganancias, vale
la pena comentar que Inglaterra financió sus guerras contra Napoleón Bonaparte
sólo con un diez por ciento de los altos ingresos obtenidos por sus
plantaciones de azúcar. Lo cierto es que la política frenética dearrasar los
bosques y malgastar la fertilidad de los suelos durante siglos tuvo su costo
ecológico porque, a la par de la actividad minera, destruyó sin remedio la
biodiversidad de la región en un cuarenta y siete por ciento. En Brasil, la
explotación de azúcar y caucho arruinaron millares de hectáreas; en Argentina y
Paraguay, los bosques de quebracho fueron devastados; en Venezuela, las
plantaciones de cacao sólo dejaron ruina a su paso; en Colombia, el café fue la
principal causa de extinción de tierras cultivables y esta tragedia se repitió
en Centroamérica con la fruta. Ninguna de las ganancias de estas plantaciones contribuyó
al desarrollo de los países donde se encontraban.
Durante la época de conquista, unos pocos miles de
soldados españoles exterminaron casi totalmente a una población de cien
millones de indios. Hoy sólo quedan veintiséis millones. En Santo Domingo, por
ejemplo, la población nativa que inicialmente contaba con casi cuatro millones de
personas en 1496, en 1570 era apenas de ciento veinticinco millones de seres
humanos. En México, los veinticinco millones de habitantes se transformaron en
un millón entre 1519 y 1605. En el Perú, seis millones de indígenas llegaron a ser
un millón entre 1532 y 1628. Contra esta masacre se pronunciaron los mismos
españoles, como lo demuestra el sermón Una voz que clama en el desierto del
dominico Antonio de Montesinos, quien en 1511 se atrevió a deslegitimar la conquista:
“Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible
servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables
guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas?” Fray
Bartolomé de Las Casas en su Brevísima Relación de la destrucción de las
Indias, título bastante sugestivo, se quejaba en su momento: “Porque son tantos
y tales los estragos y crueldades, matanzas y destrucciones, despoblaciones, robos,
violencias y tiranías..." Según el ensayista Tzvetan Todorov, el genocidio
contra los indígenas fue mayor al sufrido por los judíos en el siglo XX. Sólo
las enfermedades epidémicas traídas por los soldados provocaron quince millones
de muertes. Hubo otro genocidio que fue el de los esclavos traídos desde
África: entre cinco y seis millones murieron en el viaje por mar y un número
superior falleció en las minas o por maltratos.
A partir del siglo XVI, América Latina, que
subsidió a las grandes potencias por turnos con la complicidad de clases
dirigentes dóciles y corrompidas, ha sido una vasta fábrica de pobreza y de hambre:
entre 1600 y 1800 sólo un dos por ciento de la población poseía la riqueza;
para el 2005 hay quinientos cuarenta millones dehabitantes, pero doscientos veintidós
millones de pobres, de los que ochenta y ocho millones son indigentes. Cada año
mueren doscientos mil niños de hambre. Hay ochenta por ciento de pobreza en los
sectores indígenas. El diez por ciento de la población total vive con menos de
un dólar al día. Un verdadero desastre que se multiplica. La destrucción de
América Latina, sin embargo, afectó también a los sectores culturales: la memoria
histórica fue objeto de manipulación, fuego, robo y censura. El proceso fue
lento y sistemático, feroz e implacable: hoy sabemos que el sesenta por ciento
de toda la memoria escrita de la región desapareció. Un cincuenta por ciento
por destrucción premeditada y un diez por ciento por desidia. Más de quinientas
lenguas se extinguieron para siempre.
Acaso la destrucción de la memoria histórica de
América Latina comienza con el ataque de los conquistadores españoles en Tenochtitlán
en 1521: “Y cuando hubieron llegado a la casa del tesoro, llamada Teucalco,
luego se sacan afuera todos los artefactos tejidos de pluma, tales como travesaños
de pluma de quetzal, escudos finos, discos de oro, collares de los dioses, las
lunetas de la nariz, hechas de oro, las grebas de oro, las ajorcas de oro, las
diademas de oro. Inmediatamente fue desprendido de todos los escudos el oro lo
mismo que de todas las insignias. Y luego hicieron una gran bola de oro, y
dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que restaba, por valioso
que fuera: con lo cual todo ardió”4 Los frailes Fray Juan de Zumárraga y Diego de
Landa se encargaron luego de desaparecer el noventa por ciento de los códices
mayas.
En 1532, Francisco Pizarro, un eminente
conquistador analfabeta, sometió a Atahualpa, y le pidió un rescate. Con
ingenuidad, el Emperador de los Incas le entregó cientos de objetos que luego fueron
fundidos en 6,080 kilos de oro y 11,872 kilos de plata. De esta forma se
aniquilaron obras de arte valiosísimas. Posteriormente, las tropas españolas
acudieron al Templo del Sol en Cuzco y arrasaron, como lo hicieron los cruzados
en Constantinopla en 1204, con todo lo encontraron a su paso y las esculturas
de oro las fundieron sin misericordia.
Este memoricidio, cometido en la época del
humanismo clásico, avalado por los mejores pensadores europeos, fue
premeditado: los distintos proyectos imperiales transculturizaron por igual a
indígenas y africanos para someterlos con una derrota total. Como bien se sabe,
ningún imperio puede sostenerse sólo por la fuerza de las armas o de un modelo
económico y político, se requiere la imposición de valores culturales y la
práctica de la damnatio memoriae sobre los pueblos vencidos. Dado que la
memoria es el vínculo más importante de la identidad nacional, es el primero en
ser amenazado o atacado.
Lo más lamentable es que se preservó esta tradición
de pillaje y devastación cultural. Entre el siglo XVI y el siglo XXI,
bibliotecas, archivos, ediciones únicas, piezas de arte prehispánico o colonial
y de la etapa modernista y surrealista, fueron arrasadas, olvidadas o
expoliadas. Decenas de bibliotecarios y archivistas fueron asesinados desde
México hasta Tierra del Fuego, lo que convierte a estos oficios en los oficios
más riesgosos del continente después del relativo a los periodistas y
sacerdotes. Durante las dictaduras de las décadas de los sesenta y ochenta, numerosas
editoriales fueron víctimas de ataques violentos y miles de escritores fueron
asesinados o exiliados. En los actuales momentos, por decir, están desapareciendo miles de libros del siglo XIX
debido a la falta de presupuesto para su restauración y conservación. El
cincuenta por ciento de las bibliotecas de América Latina soporta abandono y
desidia, e igual pasa con los archivos.
Otro grave problema heredado es el tráfico ilícito
de obras de arte y de objetos arqueológicos: aumenta sin medida por la demanda
de compradores inescrupulosos interesados en piezas fundamentales de las
culturas precolombinas. Se tiene certeza de que el ochenta por ciento de los asentamientos
arqueológicos de la península de Yucatán han sido saqueados. En su búsqueda, los
saqueadores han destruido monumentos y tumbas en Ecuador, Colombia, México,
Belice, Guatemala y Honduras. Cada asentamiento recuerda un paisaje lunar. En
Amazonas, roban urnas amazónicas; en Costa Roca y Panamá trafican con águilas
colgantes de oro. No hay un solo museo arqueológico que no haya
sido robado. En el Museo Carlos Zevallos Menéndez de Guayaquil, una banda
disimuló el robo de máscaras Tumaco-Tolita con un incendio en el edifico que
arruinó cientos de obras. Los denominados huaqueros, en su afán por conseguir
cerámicas del período Moche, Keros incas o remos labrados Chimú y Chincha, han
provocado un saqueo total en Perú con el silencio de las autoridades.
Esta es la realidad. Los historiadores resaltan con
vergüenza la quema de libros en Alemania durante la época nazi, condenan la
destrucción de la cultura de los bosnios a manos de los serbios, pero ignoran
la quema de los códices aztecas a manos de religiosos cristianos españoles.
Quiero manifestar aquí que cuando visité México en
2004 para asistir a la presentación de una edición de mi obra “Historia
universal de la destrucción de los libros”, publicada por Debate, intenté rastrear
con mejores documentos la eliminación de los escritos mayas y fue bien poco lo que
pude encontrar. Hay un silencio letal sobre este asunto, que a veces se traduce
en un artículo emocional; jamás en un estudio detallado que compile todos los
bienes culturales latinoamericanos desaparecidos o destruidos hasta la fecha.
En verdad, creo que a pesar de los esfuerzos
evidentes por entender el pasado desde una perspectiva más plural, los
latinoamericanos todavía sentimos vértigo a la hora de examinar nuestra
historia.
Simón Bolívar desde Kingston, capital de la colonia
británica de Jamaica, da respuesta a una misiva de Henry Cullen, un comerciante
jamaiquino de origen inglés residente en Falmouth, cerca de Montego Bay, donde
pone las razones que provocaron la caída de la Segunda República en el contexto
de la independencia de Venezuela.
Carta de Jamaica
Simón Bolívar.
Kingston, 6 de
septiembre de 1815
CONTESTACIÓN
DE UN AMERICANO MERIDIONAL A UN CABALLERO DE ESTA ISLA
Kingston, 6 de
septiembre de 1815.
Me apresuro a
contestar la carta de 29 del mes pasado que Vd. me hizo el honor de dirigirme,
y que yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible, como
debo, al interés que Vd. ha querido tomar por la suerte de mi patria,
afligiéndose con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento
hasta estos últimos períodos, por parte de sus destructores los españoles, no
siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que Vd.
me hace sobre los objetos más importantes de la política americana. Así, me
encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con
que Vd. me favorece, y el impedimento de satisfacerla, tanto por la falta de
documentos y libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un
país tan inmenso, variado y desconocido, como el Nuevo Mundo.
En mi opinión
es imposible responder a las preguntas con que Vd. me ha honrado. El mismo
barón de Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos,
apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y
revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está
cubierta de tinieblas, y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas
más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura y a los
verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra
la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por su
posición física, por las vicisitudes de la guerra, y por los cálculos de la
política.
Como me
conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de Vd., no menos
que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigirle estas líneas, en las cuales
ciertamente no hallará Vd. las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones
de mis pensamientos.
"Tres
siglos ha, dice V., que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron
en el grande hemisferio de Colón". Barbaridades que la presente edad ha
rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y
jamás serían creídas por los críticos modernos, si, constantes y repetidos
documentos, no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de
Chiapas, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una
breve relación de ellas, extractadas de las sumarias que siguieron en Sevilla a
los conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había
entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se
hicieron entre sí, como consta por los más sublimes historiadores de aquel
tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de
aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza, denunció ante su
gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.
¡Con cuánta
emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de Vd. en que me dice: "que
espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas, acompañen
ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales"!
Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas
de los hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de la
América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está
cortado; la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las
partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes las enlazaba, ya las divide;
más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos
separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los
espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses,
de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la
cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra
esperanza, nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que
parecía eterno, no obstante que la conducta de nuestros dominadores relajaba
esta simpatía, o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la
dominación. Al presente sucede lo contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es
nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalizada
madrastra. El velo se ha rasgado, ya hemos visto la luz, y se nos quiere volver
a las tinieblas; se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros
enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, la América combate con
despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.
Porque los
sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna.
En unas partes triunfan los independientes mientras que los tiranos en lugares
diferentes obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final? ¿no está el
Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos
una lucha simultánea en la inmensa extensión de este hemisferio.
El belicoso
estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y
conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa e
inquietando a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta
allí de su libertad.
El reino de
Chile, poblado de 800.000 almas, está lidiando contra sus enemigos que
pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a
sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y
compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles, que el pueblo
que ama su independencia por fin la logra.
El virreinato
del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es sin duda
el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del
Rey; y bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de
América, es indudable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al
torrente que amenaza a las más de sus provincias.
La Nueva
Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un
gobierno general, exceptuando el reino de Quito, que con la mayor dificultad
contienen sus enemigos por ser fuertemente adicto a la causa de su patria, y
las provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de
sus señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel
territorio, que actualmente defienden contra el ejército español bajo el
general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de
Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego
carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigerados y bravos
moradores del interior.
En cuanto a la
heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos, y sus
devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una
soledad espantosa; no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos
hacían el orgullo de la América. Sus tiranos gobiernan un desierto; y sólo
oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria
existencia: algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de
los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven, combaten con
furor en los campos y en los pueblos internos, hasta expirar o arrojar al mar a
los que, insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros
monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca de
un millón de habitantes se contaba en Venezuela; y, sin exageración, se puede
asegurar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada, el
hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todo resultado de
la guerra.
En Nueva
España había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, 7.800.000 almas
con inclusión de Guatemala. Desde aquella época, la insurrección que ha agitado
a casi todas sus provincias ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo, que
parece exacto; pues más de un millón de hombres ha perecido, como lo podrá Vd.
ver en la exposición de Mr. Walton, que describe con fidelidad los sanguinarios
crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a
fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los
españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer
en este suelo, que parece destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A
pesar de todo, los mejicanos serán libres porque han abrazado el partido de la
patria, con la resolución de vengar a sus antepasados o seguirlos al sepulcro.
Ya ellos dicen con Raynal: llegó el tiempo, en fin, de pagar a los españoles
suplicios con suplicios y de ahogar esa raza de exterminadores en su sangre o
en el mar.
Las islas de
Puerto Rico y Cuba que, entre ambas, pueden formar una población de 700 a
800.000 almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque
están fuera del contacto los independientes. Mas ¿no son americanos estos
insulares? ¿no son vejados? ¿no desean su bienestar?
Este cuadro
representa una escala militar de 2.000 leguas de longitud y 900 de latitud en
su mayor extensión, en que 16.000.000 de americanos defienden sus derechos o
están oprimidos por la nación española, que aunque fue, en algún tiempo, el más
vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo
hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y la Europa civilizada,
comerciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo
satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo?
¡Qué! ¿está la Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos
para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido, para ser de este modo
insensible? Estas cuestiones cuanto más las medito, más me confunden: llego a
pensar que se aspira a que desaparezca la América; pero es imposible, porque
toda la Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender
reconquistar la América, sin marina, sin tesoro y casi sin soldados! pues los
que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta
obediencia y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación
hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo, sin manufacturas, sin
producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que
fuese está loca empresa; y suponiendo más aun, lograda la pacificación, los
hijos de los actuales americanos, unidos con los de los europeos
reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años, los mismos
patrióticos designios que ahora se están combatiendo?
La Europa
haría un bien a la España en disuadirla de su obstinada temeridad; porque a lo
menos le ahorraría los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de
que, fijando su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y
poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio
precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y poderosos. La
Europa misma por miras de sana política, debería haber preparado y ejecutado el
proyecto de la independencia americana; no sólo porque el equilibrio del mundo
así lo exige; sino porque este es el medio legítimo y seguro de adquirirse
establecimientos ultramarinos de comercio. La Europa que no se halla agitada
por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como la España,
parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla
sobre sus bien entendidos intereses.
Cuantos
escritores han tratado la materia se acuerdan en esta parte. En consecuencia,
nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a
auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a
entrambos hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los
europeos, pero hasta nuestros hermanos del norte se han mantenido inmóviles
espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus
resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos
antiguos y modernos, porque ¿hasta dónde se puede calcular la trascendencia de
la libertad del hemisferio de Colón?
"La
felonía con que Bonaparte, dice Vd., prendió a Carlos IV y a Fernando VII,
reyes de esta nación, que tres siglos ha aprisionó con traición a dos monarcas
de la América meridional, es un acto muy manifiesto de la retribución divina, y
al mismo tiempo una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los
americanos y les concederá su independencia".
Parece que Vd.
quiere aludir al monarca de Méjico Motezuma, preso por Cortés y muerto, según
Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo; y a Atahualpa, Inca
del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Existe tal
diferencia entre la suerte de los reyes españoles y de los reyes americanos,
que no admite comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados,
y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren
tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín, sucesor
de Motezuma, se le trata como emperador y le ponen la corona, fue por irrisión
y no por respeto; para que experimentase este escarnio antes que las torturas.
Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey le Michoacan,
Catzontzín; el Zipa de Bogotá y cuantos toquis, imas, zipas, ulmenes, caciques
y demás dignidades indianas, sucumbieron al poder español. El suceso de
Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535, con el ulmen
de Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó,
como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en
consecuencia, llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta
restituir al legítimo a sus estados, y termina por encadenar y echar a las
llamas al infeliz ulmen, sin querer ni aun oír su defensa. Este es el ejemplo
de Fernando VII con su usurpador. Los reyes europeos sólo padecen destierro; el
ulmen de Chile termina su vida de un modo atroz.
"Después
de algunos meses, añade Vd., he hecho muchas reflexiones sobre la situación de
los americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en sus sucesos,
pero me faltan muchos informes relativos a su estado actual, y a lo que ellos
aspiran; deseo infinitamente saber la política de cada provincia, como también
su población, ¿si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran
república, o una gran monarquía? Toda noticia de esta especie que Vd. puede
darme, o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor
muy particular".
Siempre las
almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por
recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza lo han dotado; y es
necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar
esta noble sensación; Vd. ha pensado en mi país y se interesa por él; este acto
de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento.
He dicho la
población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias
hacen fallidos sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de
los moradores tienen habitaciones campestres y muchas veces errantes, siendo
labradores, pastores, nómades, perdidos en medio de los espesos e inmensos
bosques, llanuras solitarias y aisladas entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién
será capaz de formar una estadística completa de semejantes comarcas? Además
los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las
primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros
accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto es sin hacer
mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la
población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son
insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero
censo.
Todavía es más
difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre
su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a
adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se
pudo prever cuando el género humano se hallaba en su infancia, rodeado de tanta
incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su
conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir, tal nación será república o
monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, ésta es la imagen
de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un
mundo aparte; cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y
ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil. Yo
considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el Imperio
Romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y
situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o
corporaciones; con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos
volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían
las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que
en otros tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una
especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores
españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros
derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que
mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el
caso más extraordinario y complicado; no obstante que es una especie de
adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que la
América siga, me atrevo a aventurar algunas conjeturas, que, desde luego,
caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no por un
raciocinio probable.
La posición de
los moradores del hemisferio americano ha sido, por siglos puramente pasiva: su
existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más abajo
de la servidumbre, y por lo mismo con más dificultad para elevarnos al goce de
la libertad. Permítame Vd. estas consideraciones para establecer la cuestión.
Los estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de
ella. Luego un pueblo es esclavo cuando el gobierno, por su esencia o por sus
vicios, huella y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos
principios, hallaremos que la América no sólo estaba privada de su libertad
sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las
administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las
facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, kan, bey y demás
soberanos despóticos, es la ley suprema y ésta es casi arbitrariamente
ejecutada por los bajaes, kanes y sátrapas subalternos de la Turquía y Persia,
que tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de
la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil,
militar y política, de rentas y la religión. Pero, al fin son persas los jefes
de Ispahan, son turcos los visires del Gran Señor, son tártaros los sultanes de
la Tartaria. La China no envía a buscar mandatarios militares y letrados al
país de Gengis Kan, que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son
descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes
tártaros.
¡Cuán
diferente era entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que, además de
privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de
infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos
siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración
interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, y
gozaríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del
pueblo cierto respecto maquinal que es tan necesario conservar en las
revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la
tiranía activa, pues que no nos era permitido ejercer sus funciones.
Los
americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza
que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para
el trabajo, y cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada
con restricciones chocantes: tales son las prohibiciones del cultivo de frutos
de Europa, el estanco de las producciones que el Rey monopoliza, el impedimento
de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del
comercio hasta de los objetos de primera necesidad, las trabas entre provincias
y provincias americanas, para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin,
¿quiere Vd. saber cuál era nuestro destino? los campos para cultivar el añil,
la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón, las llanuras solitarias para
criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la
tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.
Tan negativo
era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación
civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas
las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y
populoso, sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los
derechos de la humanidad?
Estábamos como
acabo de exponer, abstraídos, y digámoslo así, ausentes del universo en cuanto
es relativo a la ciencia del gobierno y administración del estado. Jamás éramos
virreyes, ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y
obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares, sólo en calidad de
subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados
ni financistas, y casi ni aun comerciantes: todo en contravención directa de
nuestras instituciones.
El emperador
Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de
América, que, como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España
convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo,
prohibiéndoseles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les
concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y
ejerciesen la judicatura en apelación, con otras muchas exenciones y
privilegios que sería prolijo detallar. El Rey se comprometió a no enajenar
jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que
la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían
los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes
expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país originarios
de España en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por
manera que, con una violación manifiesta de las leyes y de los pactos
subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad
constitucional que les daba su código.
De cuanto he
referido será fácil colegir que la América no estaba preparada para
desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió, por el efecto de las
ilegítimas cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la regencia nos
declaró, sin derecho alguno para ello, no sólo por la falta de justicia, sino
también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus
decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta
hay escritos, del mayor mérito, en el periódico "El Español" cuyo
autor es el señor Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy
bien tratada, me limito a indicarlo.
Los americanos
han subido de repente y sin los conocimientos previos; y, lo que es más
sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena
del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados,
administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades
supremas y subalternas forman la jerarquía de un estado organizado con
regularidad.
Cuando las
águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su
vuelo arrollaron los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en
la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador
extranjero; después, lisonjeados con la justicia que se nos debía y con
esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro
destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un
gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la
revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad
interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a
la seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que
acabábamos de deponer, encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución, y
de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno
constitucional, digno del presente siglo, y adecuado a nuestra situación.
Todos los
nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de juntas
populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación de
congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno
democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre,
manteniendo el equilibrio de los poderes, y estatuyendo leyes generales en
favor de la libertad civil, la imprenta y otras; finalmente se constituyó un
gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los
establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base
fundamental de su constitución el sistema federal más exagerado que jamás
existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general,
que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según entiendo, Buenos
Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos
hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros y las noticias tan
inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.
Los sucesos de
Méjico han sido demasiados varios, complicados, rápidos y desgraciados, para
que se puedan seguir en el curso de su revolución. Carecemos, además, de
documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los
independientes de Méjico, por lo que sabemos, dieron principio a su
insurrección en setiembre de 1810, y un año después ya tenían centralizado su
gobierno en Zitácuaro e instalada allí una junta nacional, bajo los auspicios
de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los
acontecimientos de la guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es
verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las
modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un
generalísimo o dictador, que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del
célebre general Rayón; lo cierto es que, uno de estos grandes hombres, o ambos
separadamente, ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente, ha
aparecido una constitución para el régimen del estado. En marzo de 1812 el
gobierno residente en Zultepec, presentó un plan de paz y guerra al virrey de
Méjico, concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de
gentes, estableciendo principios de una exactitud incontestable. Propuso la
junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos; pues que no
debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes
y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más
para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los
prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad ni se degollasen los
que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que
no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las diezmasen
ni quitasen para sacrificarlas; y concluye que, en caso de no admitirse este
plan, se observarían rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató
con el más alto desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las
comunicaciones originales se quemaron públicamente en la plaza de Méjico, por
mano del verdugo, y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles
con su furor acostumbrado, mientras que los mejicanos y las otras naciones
americanas no la hacían ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que
fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia, se conservó
la apariencia de sumisión al rey y aún a la constitución de la monarquía.
Parece que la junta nacional es absoluta en el ejercicio de las funciones
legislativas, ejecutivas y judiciales, y el número de sus miembros muy
limitado.
Los
acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones
perfectamente representativas, no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres
y luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las
sociedades, asambleas, y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a
la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se
ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro
ejemplo de la ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros
nacientes estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos
provinciales y la falta de centralización en el general, han conducido aquel
precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón, sus
débiles enemigos se han conservado, contra todas las probabilidades. En cuanto
que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas
que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente
populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra
ruina. Desgraciadamente estas cualidades parecen estar muy distantes de
nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de
los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española,
que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
"Es más
difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno
libre". Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos,
que nos muestran, las más de las naciones libres, sometidas al yugo, y muy
pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los
meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir
instituciones liberales y aun perfectas, sin duda, por efecto del instinto que
tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se
alcanza, infaliblemente, en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas
sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos
nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una
república? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado se
lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Icaro, se le deshagan las
alas y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por
consiguiente, no hay un raciocinio verosímil que nos halague con esta
esperanza.
Yo deseo más
que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por
su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la
perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo
sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me
atrevo a desearlo, y menos deseo una monarquía universal de América, porque
este proyecto, sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente
existen no se reformarían y nuestra regeneración sería infructuosa. Los estados
Americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las
llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo,
sería Méjico, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco, sin el
cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de Panamá, punto céntrico
para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continuarían éstos en la
languidez y aun en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida,
anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija,
ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las
facultades de un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los
hombres.
El espíritu de
partido que, al presente, agita a nuestros estados, se encendería entonces con
mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder, que únicamente puede
reprimirlo. Además los magnates de las capitales no sufrirían la preponderancia
de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos: sus
celos llegarían hasta el punto de comparar a éstos con los odiosos españoles.
En fin, una monarquía semejante sería un coloso disforme, que su propio peso
desplomaría a la menor convulsión.
M. de Pradt ha
dividido sabiamente a la América en quince a diez y siete estados
independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo
en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de diez y siete
naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirlo, es menos
útil, y así no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis
razones: el interés bien entendido de una república se circunscribe en la
esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio,
porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a
extender los términos de su nación, en detrimento de sus propios medios, con el
único objeto de hacer participar a sus vecinos de una constitución liberal.
Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos; a menos que los
reduzcan a colonias, conquistas o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma.
Máximas y ejemplos tales, están en oposición directa con los principios de
justicia de los sistemas republicanos; y aun diré más, en oposición manifiesta
con los intereses de sus ciudadanos: porque un estado demasiado extenso en sí
mismo o por sus dependencias, al cabo viene en decadencia y convierte su forma
libre en otra tiránica; relaja los principios que deben conservarla y ocurre
por último al despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la
permanencia, el de las grandes es vario; pero siempre se inclina al imperio.
Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo
Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no
lo era el resto de sus dominios, que se gobernaban por leyes e instituciones
diferentes.
Muy contraria
es la política de un rey cuya inclinación constante se dirige al aumento de sus
posesiones, riquezas y facultades: con razón, porque su autoridad crece con
estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos, como a sus propios
vasallos que temen en él un poder tan formidable, cuanto es su imperio, que se
conserva por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso
que los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura,
preferirían las repúblicas a los reinos; y me parece que estos deseos se
conforman con las miras de la Europa.
No convengo en
el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado
perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros;
por igual razón rehuso la monarquía mixta de aristocracia y democracia, que
tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra. No siéndonos posible
lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos
caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un medio
entre extremos opuestos, que nos conducirían a los mismos escollos, a la
infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones
sobre la suerte futura de la América: no la mejor sino la que sea más
asequible.
Por la
naturaleza de las localidades, riquezas, poblaciones y carácter de los
mejicanos, imagino que intentarán al principio establecer una república
representativa, en la cual tenga grandes atribuciones el poder ejecutivo,
concentrándolo en un individuo que si desempeña sus funciones con acierto y
justicia, casi naturalmente vendrá a conservar su autoridad vitalicia. Si su
incapacidad o violenta administración excita una conmoción popular que triunfe,
este mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido
preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía
que al principio será limitada y constitucional, y después inevitablemente
declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el
orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso
convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés, es capaz de
contener la autoridad de un rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un
cetro y una corona.
Los estados
del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizá una asociación. Esta
magnífica posición entre los dos grandes mares, podrá ser con el tiempo el
emporio del universo, sus canales acortarán las distancias del mundo,
estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan
feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí
podrá fijarse algún día la capital de la tierra como pretendió Constantino que
fuese Bizancio la de antiguo hemisferio!
La Nueva
Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república
central, cuya capital sea Maracaibo, o una nueva ciudad que, con el nombre de
Las Casas, en honor a este héroe de la filantropía, se funde entre los confines
de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía-honda. Esta posición, aunque
desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su
situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y
saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de
ganado, y una grande abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la
habitan serían civilizados y nuestras posesiones se aumentarían con la
adquisición de la Goagira. Esta nación se llamaría Colombia como un tributo de
justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar
al inglés: con la diferencia de que en lugar de un rey, habrá un poder
ejecutivo electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario, si se quiere
república; una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades
políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un
cuerpo legislativo, de libre elección, sin otras restricciones que las de la
cámara baja de Inglaterra. Esta constitución participaría de todas las formas,
y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como ésta es mi patria tengo
un derecho incontestable para desearle lo que en mi opinión es mejor. Es muy
posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno
central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará, por
sí sola un estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes
recursos de todo género.
Poco sabemos
de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile, y el Perú: juzgando por
lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central,
en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus divisiones
intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en
una oligarquía, o una monocracia con más o menos restricciones, y cuya
denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal cosa sucediese,
porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida gloria.
El reino de
Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres
inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los
fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las
justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en
América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí
el espíritu de libertad; los vicios de la Europa y del Asia llegarán tarde o
nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio
es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los
hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en
opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.
El Perú, por
el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal:
oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí
mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se
enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas.
Aunque estas
reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las
merece Lima, por los conceptos que he expuesto y por la cooperación que ha
prestado a sus señores contra sus propios hermanos, los ilustres hijos de
Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la
libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la
democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia: los primeros
preferirán la tiranía de uno solo., por no padecer las persecuciones
tumultuarias y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si
consigue recobrar su independencia.
De todo lo
expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se
hallan lidiando por emanciparse; al fin obtendrán el suceso; algunas se
constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se
fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas
serán tan infelices que devorarán sus elementos ya en la actual, ya en las
futuras revoluciones, que una gran monarquía no será fácil consolidar, una gran
república imposible.
Es una idea
grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo
vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene su origen,
una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un
solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas
no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos,
caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de
Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que
algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los
representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre
los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras
tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna
época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada, semejante a
la del abate St. Pierre, que concibió el laudable delirio de reunir un congreso
europeo para decidir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones.
"Mutaciones
importantes y felices, continúa Vd., pueden ser frecuentemente producidas por
efectos individuales". Los americanos meridionales tienen una tradición
que dice que cuando Quetzalcoatl, el Hermes o Buda de la América del Sur,
resignó su administración y los abandonó, les prometió que volvería después que
los siglos designados hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno y
renovaría su felicidad. ¿Esta tradición no opera y excita una convicción de que
muy pronto debe volver? ¿Concibe Vd. cuál será el efecto que producirá, si un
individuo, apareciendo entre ellos, demostrase los caracteres de Quetzalcoatl,
el Buda del bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones?
¿No cree Vd. que esto inclinaría todas las partes? ¿No es la unión todo lo que
se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus tropas y
los partidarios de la corrompida España para hacerlos capaces de establecer un
imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes benévolas?
Pienso como
Vd. que causas individuales pueden producir resultados generales; sobre todo en
las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o Dios del Anahuac,
Quetzalcoatl el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que Vd.
propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mejicano y no
ventajosamente, porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses.
Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar
su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera.
Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su
nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen
que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra los más de
los autores mejicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más
o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcoatl. El
hecho es, según dice Acosta, que él estableció una religión, cuyos ritos,
dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás
es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han
procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer
reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La
opinión general es que Quetzalcoatl es un legislador divino entre los pueblos
paganos del Anahuac del cual era lugarteniente el gran Motezuma derivando de él
su autoridad. De aquí se infiere que nuestros mejicanos no seguirán al gentil
Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables,
pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras.
Felizmente los
directores de la independencia de Méjico se han aprovechado del fanatismo con
el mejor acierto, proclamando a la famosa virgen de Guadalupe por reina de los
patriotas; invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas.
Con esto el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión, que ha
producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La
veneración de esta imagen en Méjico es superior a la más exaltada que pudiera
inspirar el más diestro profeta.
Seguramente la
unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin
embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las
guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y
reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio
de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades
establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e
ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la
contienda se prolonga siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre
nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.
Yo diré a Vd.
lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un
gobierno libre: es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por
prodigios divinos sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. La
América está encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las
naciones; aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni
auxilios militares, y combatida por la España que posee más elementos para la
guerra que cuantos nosotros furtivamente podemos adquirir.
Cuando los
sucesos no están asegurados, cuando el estado es débil, y cuando las empresas
son remotas, todos los hombres vacilan, las opiniones se dividen, las pasiones
las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego
que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su
protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que
conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las
grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las
ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa
volarán a Colombia libre, que las convidará con un asilo.
Tales son,
señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a Vd.
para que los rectifique o deseche, según su mérito, suplicándole se persuada
que me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea
capaz de ilustrar a Vd. en la materia.
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