De madrugada, en mi habitación, esperando volver a estar en ti
La Amante
Efrain Huerta
Y,
desdichada, hallarte vibrante de violetas,
celeste, submarina, subterránea,
ahijada de las nubes,
sobrina del oleaje,
madre de minerales
y vegetales de oro,
universal, florida,
jugosa como caña
y ligera de brisas
y cánticos de seda.
celeste, submarina, subterránea,
ahijada de las nubes,
sobrina del oleaje,
madre de minerales
y vegetales de oro,
universal, florida,
jugosa como caña
y ligera de brisas
y cánticos de seda.
Desdichada
penumbra al encontrarte
negándose tu
negándose tu
Cuerpo a mi deseo,
dándose al día siguiente,
circulando en el aire que respiro,
diseñando mi vida,
mi agonía
y mi muerte sencilla,
y mi futura muerte
entre los muertos.
dándose al día siguiente,
circulando en el aire que respiro,
diseñando mi vida,
mi agonía
y mi muerte sencilla,
y mi futura muerte
entre los muertos.
Ah tu cordial
miseria de caricias,
el gesto amargo de tus manos
y la rebelde fuga de tu piel,
cómo me decepcionan,
me castigan y ahogan,
hembra de plata líquida,
insobornable y mía.
el gesto amargo de tus manos
y la rebelde fuga de tu piel,
cómo me decepcionan,
me castigan y ahogan,
hembra de plata líquida,
insobornable y mía.
Y tu noche de
gritos y gemidos,
alimentando vida, creando luz,
provocando sudor, melancolía,
amor y más amor desfallecido,
tumultos de palabras,
mi desdichada niña,
olvidándote, sí, casi perdiéndote
en el ruido de torsos y sollozos.
alimentando vida, creando luz,
provocando sudor, melancolía,
amor y más amor desfallecido,
tumultos de palabras,
mi desdichada niña,
olvidándote, sí, casi perdiéndote
en el ruido de torsos y sollozos.
Pero siendo destino, siendo gloria
tus cabellos castaños, tus miradas
y tus feas rodillas de suave juventud.
tus cabellos castaños, tus miradas
y tus feas rodillas de suave juventud.
Y
tú dime, hoy, en tu soledad y en tu deseo, en tu memoria, cuerpos olvidados,
alguna vez jóvenes y sensuales, hoy casas olvidadas, sobreviviendo… no, ¡no!, la madrugada, ese momento en que la noche y el día se unen, aguardo el amanecer para cerrar los ojos y volverte a oler, a sentir.
Tus
deseos y sensaciones ahí están, aguardando, son recuerdos que viven y te hacen
sentir, tu estas ahí, desnudo, ella no está, su lugar conserva su aroma, las
sabanas su cuerpo, tus manos la buscan para volver a recorrer su geografía, tus
labios la besan en la oscuridad de esa cálida noche, ella tiembla, te abraza, su
aroma de deseo y te llena y va subiendo hasta llenarlo todo, su ombligo, centro del universo, cáliz aguardando tus labios, carne que tiembla y goza, el origen de la vida, cada parte con un nombre secreto que solo tus labios conocen y pronuncian como conjuro cuando la besas.
Hoy
te deseo al igual que ayer, extraño tu ternura, tu cuerpo desnudo, tus abrazos,
ese abrirte para mí y darme cobijo, ser mi hogar, mi refugio, lugar cálido.
Hoy
solo te anhelo, te deseo, hoy tu cuerpo, tu aroma, tus labios, tus palabras
siguen en mí…aguadando la próxima vez, el día en que volvamos a ser el
principio de la creación, la palabra y el sueño de Dios.
Para ti, con mi ternura, deseo, soledad y alegría.
Alejandro.
Les chants du Maldoror
Comte de Lautréamont
(...) Se puede amar de todo corazón a aquellos en los
que se reconoce grandes defectos. Sería impertinente creer que la imperfección
es la única que tiene derecho a complacemos. Nuestras debilidades nos unen
tanto uno a otros como podría hacerlo lo que no es la virtud.
Si nuestros amigos nos hacen servicios,
pensamos que por ser amigos nos los deben. No pensamos en modo alguno que nos
deben su enemistad.
Aquél que naciera para mandar, mandaría hasta
en el trono.
Cuando los deberes nos han agotado, creemos
haber agotado los deberes. Decimos que todo puede col-mar el corazón del
hombre.
Todo vive por la acción. De ahí, la
comunicación de los seres, la armonía del universo. Esta ley tan fecunda de la
naturaleza, nos parece un vicio en el hombre. Está obligado a obedecerla. Al no
poder subsistir en el reposo, deducimos que está en su lugar.
Se sabe lo que son el sol, los cielos. Poseemos
el secreto de sus movimientos. En la mano de Elohim, instrumento ciego, resorte
insensible, el mundo atrae nuestros homenajes. Las revoluciones de los
imperios, las farsas de los tiempos, las naciones, los conquistadores de la
ciencia, todo proviene de un átomo que trepa, no dura más de un día, destruye
el espectáculo del universo en todas las edades.
Hay más verdades que errores, más buenas
cualidades que malas, más placeres que penas. Nos gusta controlar el carácter.
Nos elevamos por encima de nuestra especie. Nos enriquecemos con la
consideración de la que nos colmamos. Creemos no poder separar nuestro interés
del de la humanidad, no hablar mal del género humano sin comprometernos
nosotros mismos. Esta ridícula vanidad ha llenado los libros de himnos en favor
de la naturaleza. El hombre se halla en desgracia entre los que piensan. Es a
quien se cargará de menos vicios. ¿Cuándo no estuvo a punto levantarse, de
hacerse restituir sus virtudes?
Nada está dicho. Hemos venido demasiado pronto,
después de más de siete mil años de existencia del hombre. En lo que concierne
a las costumbres, como en el resto, se ha perdido lo menos bello. Tenemos la
ventaja de trabajar después de los antiguos, de los hábiles entre los modernos.
Somos susceptibles de amistad, de justicia, de
compasión, de razón. ¡Oh amigos míos!, ¿qué es entonces la ausencia de virtud?
Hasta que mis amigos no mueran, no hablaré de
la muerte.
Estamos consternados por nuestras caídas, por
ver que nuestras desdichas han podido corregimos de nuestros defectos.
No se puede juzgar la belleza de la muerte por
la belleza de la vida.
Los
tres puntos terminales hacen que me encoja de hombros por piedad. ¿Es preciso
esto para probar que se es un hombre espiritual, es decir, un imbécil? ¡Como si
la claridad no valiese igual que la vaguedad, a propósito de puntos!
ooOOoo
La última niebla
María Luisa Bombal
Una vez desnuda, permanezco sentada al borde de la cama. El
se aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echo la cabeza hacia atrás y
este ademán me llena de íntimo bienestar. Anudo mis brazos tras la nuca, trenzo
y destrenzo las piernas y cada gesto me trae consigo un placer intenso y
completo, como si, por fin, tuvieran una razón de ser mis brazos y mi cuello y
mis piernas. ¡Aunque este goce fuera la única finalidad del amor, me sentiría
ya bien recompensada!
Se acerca; mi cabeza queda a la altura de su pecho, me lo
tiende sonriente, oprimo a él mis labios y apoyo en seguida la frente, la cara.
Su carne huele a fruta, a vegetal. En un nuevo arranque
echo mis brazos alrededor de su torso y atraigo, otra vez, su pecho contra mi
mejilla.
Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidos escucho.
Escucho nacer, volar y recaer su soplo; escucho el estallido que el corazón repite
incansable en el centro del pecho y hace repercutir en las entrañas y extiende
en ondas por todo el cuerpo, transformando cada célula en un eco sonoro. Lo
estrecho, lo estrecho siempre con más afán; siento correr la sangre dentro de
sus venas y siento trepidar la fuerza que se agazapa inactiva dentro de sus
músculos; siento agitarse la burbuja de un suspiro. Entre mis brazos, toda una
vida física, con su fragilidad y su misterio, bulle y se precipita. Me pongo a
temblar.
Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al
hueco del lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia,
me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta sube
algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no sé por qué
me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la
preciosa carga que pesa entre mis muslos.
Cuando despierto, mi amante duerme extendido a mi lado. Es
plácida la expresión de su rostro; su aliento es tan leve que debo inclinarme sobre
sus labios para sentirlo. Advierto que, prendida a una finísima, casi invisible
cadena, una medallita anida entre el vello castaño del pecho; una medallita
trivial, de esas que los niños reciben el día de su primera comunión. Mi carne
toda se enternece ante este pueril detalle.
Aliso un mechón rebelde apegado a su sien, me incorporo sin
despertarlo.
Me visto con sigilo y
me voy.
(...)
Aturdida, levanto la cabeza. Entreveo la cara roja y
marchita de un extraño. Luego me aparto violentamente, porque reconozco a mi
marido.
Hace años que lo miraba sin verlo. ¡Qué viejo lo encuentro,
de pronto! ¿Es posible que sea yo la compañera de este hombre maduro? Recuerdo,
sin embargo, que éramos de la misma edad cuando nos casamos.
Me asalta la visión de mi cuerpo desnudo y extendido sobre
una mesa en la Morgue. Carnes mustias y pegadas a un estrecho esqueleto, un vientre
sumido entre las caderas... El suicidio de una mujer casi vieja, ¡qué cosa
repugnante e inútil! ¿Mi vida no es acaso ya el comienzo de la muerte? Morir
para rehuir; ¿qué nuevas decepciones?, ¿qué nuevos dolores?
Hace algunos años hubiera sido, tal vez, razonable
destruir, en un solo impulso de rebeldía, todas las fuerzas en mí acumuladas,
para no verlas consumirse, inactivas. Pero un destino implacable me ha robado
hasta el derecho de buscar la muerte; me ha ido acorralando lentamente, insensiblemente,
a una vejez sin fervores, sin recuerdos...; sin pasado.
Daniel me toma del brazo y echa a andar con la mayor
naturalidad.
Parece no haber dado ninguna importancia al incidente.
Recuerdo la noche de nuestra boda... A su vez, él finge, ahora, una absoluta
ignorancia de mi dolor. Tal vez sea mejor, pienso, y lo sigo.
Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de pequeños
menesteres; para cumplir con una infinidad de frivolidades amenas; para llorar
por costumbre y sonreír por deber. Lo sigo para vivir correctamente, para morir
correctamente, algún día.
Alrededor de nosotros, la niebla presta a las cosas un
carácter de inmovilidad definitiva.
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