domingo, 2 de septiembre de 2012

Como te deseo




De madrugada, en mi habitación, esperando volver a estar en ti

La Amante

Efrain Huerta

Y, desdichada, hallarte vibrante de violetas,
celeste, submarina, subterránea,
ahijada de las nubes,
sobrina del oleaje,
madre de minerales
y vegetales de oro,
universal, florida,
jugosa como caña
y ligera de brisas
y cánticos de seda.

Desdichada penumbra al encontrarte
 negándose tu

Cuerpo a mi deseo,
dándose al día siguiente,
circulando en el aire que respiro,
diseñando mi vida,
mi agonía
y mi muerte sencilla,
y mi futura muerte
entre los muertos.
Ah tu cordial miseria de caricias,
el gesto amargo de tus manos
y la rebelde fuga de tu piel,
cómo me decepcionan,
me castigan y ahogan,
hembra de plata líquida,
insobornable y mía.

Y tu noche de gritos y gemidos,
alimentando vida, creando luz,
provocando sudor, melancolía,
amor y más amor desfallecido,
tumultos de palabras,
mi desdichada niña,
olvidándote, sí, casi perdiéndote
en el ruido de torsos y sollozos.

Pero siendo destino, siendo gloria
tus cabellos castaños, tus miradas
y tus feas rodillas de suave juventud.


Y tú dime, hoy, en tu soledad y en tu deseo, en tu memoria, cuerpos olvidados, alguna vez jóvenes y sensuales, hoy casas olvidadas, sobreviviendo… no, ¡no!, la madrugada, ese momento en que la noche y el día se unen, aguardo el amanecer para cerrar los ojos y volverte a oler, a sentir.

Tus deseos y sensaciones ahí están, aguardando, son recuerdos que viven y te hacen sentir, tu estas ahí, desnudo, ella no está, su lugar conserva su aroma, las sabanas su cuerpo, tus manos la buscan para volver a recorrer su geografía, tus labios la besan en la oscuridad de esa cálida noche, ella tiembla, te abraza, su aroma de deseo y te llena y va subiendo hasta llenarlo todo, su ombligo, centro del universo, cáliz aguardando tus labios, carne que tiembla y goza, el origen de la vida, cada parte con un nombre secreto que solo tus labios conocen y pronuncian como conjuro cuando la besas.

Hoy te deseo al igual que ayer, extraño tu ternura, tu cuerpo desnudo, tus abrazos, ese abrirte para mí y darme cobijo, ser mi hogar, mi refugio, lugar cálido.

Hoy solo te anhelo, te deseo, hoy tu cuerpo, tu aroma, tus labios, tus palabras siguen en mí…aguadando la próxima vez, el día en que volvamos a ser el principio de la creación, la palabra y el sueño de Dios.

Para ti, con mi ternura, deseo, soledad y alegría. 
Alejandro.

Les chants du Maldoror 

Comte de Lautréamont


(...) Se puede amar de todo corazón a aquellos en los que se reconoce grandes defectos. Sería impertinente creer que la imperfección es la única que tiene derecho a complacemos. Nuestras debilidades nos unen tanto uno a otros como podría hacerlo lo que no es la virtud.

Si nuestros amigos nos hacen servicios, pensamos que por ser amigos nos los deben. No pensamos en modo alguno que nos deben su enemistad.

Aquél que naciera para mandar, mandaría hasta en el trono.

Cuando los deberes nos han agotado, creemos haber agotado los deberes. Decimos que todo puede col-mar el corazón del hombre.

Todo vive por la acción. De ahí, la comunicación de los seres, la armonía del universo. Esta ley tan fecunda de la naturaleza, nos parece un vicio en el hombre. Está obligado a obedecerla. Al no poder subsistir en el reposo, deducimos que está en su lugar.

Se sabe lo que son el sol, los cielos. Poseemos el secreto de sus movimientos. En la mano de Elohim, instrumento ciego, resorte insensible, el mundo atrae nuestros homenajes. Las revoluciones de los imperios, las farsas de los tiempos, las naciones, los conquistadores de la ciencia, todo proviene de un átomo que trepa, no dura más de un día, destruye el espectáculo del universo en todas las edades.

Hay más verdades que errores, más buenas cualidades que malas, más placeres que penas. Nos gusta controlar el carácter. Nos elevamos por encima de nuestra especie. Nos enriquecemos con la consideración de la que nos colmamos. Creemos no poder separar nuestro interés del de la humanidad, no hablar mal del género humano sin comprometernos nosotros mismos. Esta ridícula vanidad ha llenado los libros de himnos en favor de la naturaleza. El hombre se halla en desgracia entre los que piensan. Es a quien se cargará de menos vicios. ¿Cuándo no estuvo a punto levantarse, de hacerse restituir sus virtudes?

Nada está dicho. Hemos venido demasiado pronto, después de más de siete mil años de existencia del hombre. En lo que concierne a las costumbres, como en el resto, se ha perdido lo menos bello. Tenemos la ventaja de trabajar después de los antiguos, de los hábiles entre los modernos.

Somos susceptibles de amistad, de justicia, de compasión, de razón. ¡Oh amigos míos!, ¿qué es entonces la ausencia de virtud?

Hasta que mis amigos no mueran, no hablaré de la muerte.

Estamos consternados por nuestras caídas, por ver que nuestras desdichas han podido corregimos de nuestros defectos.

No se puede juzgar la belleza de la muerte por la belleza de la vida.

Los tres puntos terminales hacen que me encoja de hombros por piedad. ¿Es preciso esto para probar que se es un hombre espiritual, es decir, un imbécil? ¡Como si la claridad no valiese igual que la vaguedad, a propósito de puntos!
  
ooOOoo

La última niebla 

María Luisa Bombal

Una vez desnuda, permanezco sentada al borde de la cama. El se aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echo la cabeza hacia atrás y este ademán me llena de íntimo bienestar. Anudo mis brazos tras la nuca, trenzo y destrenzo las piernas y cada gesto me trae consigo un placer intenso y completo, como si, por fin, tuvieran una razón de ser mis brazos y mi cuello y mis piernas. ¡Aunque este goce fuera la única finalidad del amor, me sentiría ya bien recompensada!

Se acerca; mi cabeza queda a la altura de su pecho, me lo tiende sonriente, oprimo a él mis labios y apoyo en seguida la frente, la cara.

Su carne huele a fruta, a vegetal. En un nuevo arranque echo mis brazos alrededor de su torso y atraigo, otra vez, su pecho contra mi mejilla.

Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidos escucho. Escucho nacer, volar y recaer su soplo; escucho el estallido que el corazón repite incansable en el centro del pecho y hace repercutir en las entrañas y extiende en ondas por todo el cuerpo, transformando cada célula en un eco sonoro. Lo estrecho, lo estrecho siempre con más afán; siento correr la sangre dentro de sus venas y siento trepidar la fuerza que se agazapa inactiva dentro de sus músculos; siento agitarse la burbuja de un suspiro. Entre mis brazos, toda una vida física, con su fragilidad y su misterio, bulle y se precipita. Me pongo a temblar.

Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al hueco del lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta sube algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no sé por qué me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos.

Cuando despierto, mi amante duerme extendido a mi lado. Es plácida la expresión de su rostro; su aliento es tan leve que debo inclinarme sobre sus labios para sentirlo. Advierto que, prendida a una finísima, casi invisible cadena, una medallita anida entre el vello castaño del pecho; una medallita trivial, de esas que los niños reciben el día de su primera comunión. Mi carne toda se enternece ante este pueril detalle.

Aliso un mechón rebelde apegado a su sien, me incorporo sin despertarlo.
Me visto con sigilo y me voy.

(...)

Aturdida, levanto la cabeza. Entreveo la cara roja y marchita de un extraño. Luego me aparto violentamente, porque reconozco a mi marido.

Hace años que lo miraba sin verlo. ¡Qué viejo lo encuentro, de pronto! ¿Es posible que sea yo la compañera de este hombre maduro? Recuerdo, sin embargo, que éramos de la misma edad cuando nos casamos.

Me asalta la visión de mi cuerpo desnudo y extendido sobre una mesa en la Morgue. Carnes mustias y pegadas a un estrecho esqueleto, un vientre sumido entre las caderas... El suicidio de una mujer casi vieja, ¡qué cosa repugnante e inútil! ¿Mi vida no es acaso ya el comienzo de la muerte? Morir para rehuir; ¿qué nuevas decepciones?, ¿qué nuevos dolores?

Hace algunos años hubiera sido, tal vez, razonable destruir, en un solo impulso de rebeldía, todas las fuerzas en mí acumuladas, para no verlas consumirse, inactivas. Pero un destino implacable me ha robado hasta el derecho de buscar la muerte; me ha ido acorralando lentamente, insensiblemente, a una vejez sin fervores, sin recuerdos...; sin pasado.

Daniel me toma del brazo y echa a andar con la mayor naturalidad.

Parece no haber dado ninguna importancia al incidente. Recuerdo la noche de nuestra boda... A su vez, él finge, ahora, una absoluta ignorancia de mi dolor. Tal vez sea mejor, pienso, y lo sigo.

Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de pequeños menesteres; para cumplir con una infinidad de frivolidades amenas; para llorar por costumbre y sonreír por deber. Lo sigo para vivir correctamente, para morir correctamente, algún día.

Alrededor de nosotros, la niebla presta a las cosas un carácter de inmovilidad definitiva.


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