domingo, 27 de noviembre de 2011

Si, Salomón le dijo a ella, la Amada...



Alguna vez alguien me conto que estando la Reina de Saba, lugar africano, grande y poderoso, hay quien dice que es Etiopia y por eso Haile Selassie decía ser El León de Israel, por que se imagino entre sus principales ascendentes a esta enigmática mujer y a Salmon, a mi me gusta pensar en ese amor, tan humano, tal lúdico y lleno de deseos, tan dulce y tierno por eso, hoy transcribo la parte que a mí más me gusta, de El Cantar de los Cantares, que consta de un prólogo, cinco poemas y dos apéndices, esperando que ustedes, los amorosos lo lean y así los amantes se digan amada y amado, se sientan, se gocen, se compartan.

Hay por cierto, quien desea verlo como algo escrito presagiando la llegada de Cristo, en todo caso, el misticismo a mi gusto, sería como ese que rodeo la poesía española del renacimiento y barroco con San Juan de Dios, Santa Teresa de Ávila y demás, poemas llenos de éxtasis, de anhelo, de deseo, de placer.

Alejandro.



El Cantar de los Cantares

CAPÍTULO 6
El feliz encuentro con el Amado
Coro
6:1 ¿Adónde se ha ido tu amado, tú, la más hermosa de las mujeres?
¿Adónde se dirigió tu amado,
para que lo busquemos contigo?

La Amada

6:2 Mi amado ha bajado a su jardín,
a los canteros perfumados,
para apacentar su rebaño en los jardines,
para recoger lirios.
6:3 ¡Mi amado es para mí,
y yo soy para mi amado,
que apacienta su rebaño entre los lirios!
El encanto incomparable de la Amada


CAPÍTULO 7

El Amado

¿Por qué miran a la Sulamita,
bailando entre dos coros?
7:2 ¡Qué bellos son tus pies en las sandalias,
hija de príncipe!
Las curvas de tus caderas son como collares,
obra de las manos de un orfebre.
7:3 Tu ombligo es un cántaro,
donde no falta el vino aromático.
Tu vientre, un haz de trigo, bordeado de lirios.
7:4 Tus pechos son como dos ciervos jóvenes,
mellizos de una gacela.
7:5 Tu cuello es como una torre
de marfil.
Tus ojos, como las piscinas de Jesbón,
junto a la puerta Mayor.
Tu nariz es como la Torre del Líbano,
centinela que mira hacia Damasco.
7:6 Tu cabeza se yergue como el Carmelo,
tu cabellera es como la púrpura:
¡un rey está prendado de esas trenzas!
7:7 ¡Qué hermosa eres, qué encantadora,
mi amor y mi delicia!
7:8 Tu talle se parece a la palmera,
tus pechos a sus racimos.
7:9 Yo dije: Subiré a la palmera,
y recogeré sus frutos.
¡Que tus pechos sean como racimos de uva,
tu aliento como aroma de manzanas,
7:10 y tu paladar como un vino delicioso,
que corre suavemente hacia el amado,
fluyendo entre los labios y los dientes!
El amor plenamente compartido


La Amada

7:11 Yo soy para mi amado,
y él se siente atraído hacia mí.
Invitación al encuentro amoroso
7:12 ¡Ven, amado mío,
salgamos al campo!
Pasaremos la noche en los poblados;
7:13 de madrugada iremos a las viñas,
veremos si brotan las cepas,
si se abren las flores,
si florecen las granadas...
Allí te entregaré mi amor.
7:14 Las mandrágoras exhalan su perfume,
los mejores frutos están a nuestro alcance:
los nuevos y los añejos, amado mío,
los he guardado para ti.


CAPÍTULO 8

8:1 ¡Ah, si tú fueras mi hermano, criado en los pechos de mi madre!
Al encontrarte por la calle podría besarte,
sin que la gente me despreciara.
8:2 Yo te llevaría a la casa de mi madre,
te haría entrar en ella,
y tú me enseñarías...
Te daría de beber, vino aromatizado
y el jugo de mis granadas.
La apacible unión de los enamorados
8:3 Su izquierda sostiene mi cabeza
y con su derecha me abraza.


El Amado

8:4 Júrenme, hijas de Jerusalén,
que no despertarán,
ni desvelarán a mi amor,
hasta que ella quiera.
La posesión total


Coro

8:5 ¿Quién es esa que sube del desierto,
reclinada sobre su amado?


El Amado

Te desperté debajo del manzano,
allí donde tu madre te dio a luz,
donde te dio a luz la que te engendró.


La Amada

6 Grábame como un sello sobre tu corazón,
como un sello sobre tu brazo,
porque el Amor es fuerte como la Muerte,
inflexibles como el Abismo son los celos.
Sus flechas son flechas de fuego,
sus llamas, llamas del Señor.
8:7 Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor,
ni los ríos anegarlo.
Si alguien ofreciera toda su fortuna
a cambio del amor,
tan sólo conseguiría desprecio
.

sábado, 26 de noviembre de 2011

La mujer, el cello y los deseos...



El Cello es el instrumento que más me gusta y que evidentemente no se tocar, este no es un instrumento, es un cuerpo que suavemente se toca, con suavidad, con dulzura, con elegancia, suavemente como quien navega por la mar océano llevado por el viento en la noche que la luna le ilumina la esperanza, ser musical que se recorre y en ese andar por sus cuerdas y geografía produce música, sueños de sentir y de desear, eso es el Cello, un cuerpo con voz y alma propia, les dejo con dos de los intérpretes que más me gustan, uno es Yo-Yo Ma y el otro es Carlos Prieto y por supuesto no puede faltar uno de los tres Pablos Cassals.

Que les guste y lo disfruten con la piel, porque la música entra por los poros y poco a poco va recorriendo nuestro cuerpo hasta llenarnos de gozo.



Ya basta!!! No a la violencia contra las Mujeres



Recibí flores hoy
No es mi cumpleaños o ningún otro día
especial; tuvimos nuestro primer disgusto
anoche y él me dijo muchas cosas crueles que
en verdad me ofendieron.

Pero sé que está arrepentido y no las dijo en
serio, por que él me mandó flores hoy.
No es nuestro aniversario o ningún otro día
especial; anoche me lanzó contra la pared y
comenzó a ahorcarme.

Parecía una pesadilla, pero de las pesadillas
despiertas y sabes que no es real; me levanté
esta mañana adolorida y con golpes en todos
lados, pero yo sé que está arrepentido; por que
él me mandó flores hoy.

Recibí Flores hoy y no es día de San Valentín
o ningún otro día especial; anoche me golpeó y
amenazó con matarme; ni el maquillaje o las
mangas largas podían esconder las cortadas y
golpes que me ocasionó esta vez.

No pude ir al trabajo hoy, porque no quería que
se dieran cuenta. Pero yo sé que está
arrepentido; por que él me mandó flores.

Recibí Flores hoy y no era el día de las madres
o ningún otro día especial. Anoche el volvió a
golpearme, pero esta vez fue mucho peor.
Pero si logro dejarlo, ¿Qué voy a hacer?
¿Cómo podría yo sola sacar adelante a los
niños? ¿Qué pasará si nos falta el dinero?
¡Le tengo tanto miedo! dependo tanto de él
que temo dejarlo. Pero yo sé que está
arrepentido, por que él me mandó flores hoy.

Recibí Flores hoy. Hoy es un día muy especial:
"Es el día de mi funeral".
Anoche por fin logró matarme. Me golpeó
hasta morir.

Si por lo menos hubiera tenido el valor y la
fortaleza de dejarlo. Si hubiera leído el miedo
en los ojos de mis hijos. Si hubiera aceptado
ayuda profesional, ¡Hoy no hubiera recibido
flores



El 25 de noviembre se celebra el “Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer”, los datos son espeluznantes en cualquier parte del mundo, esta es una de las celebraciones que me gustaría que dejaran de ser, que ya no fueran por que la violencia en cualquiera de sus formas y bajo cualquier circunstancia dejara de existir, mientras esto sucede, mucho me temo que debemos continuar conmemorando esta y otras fechas similares.

Más esta celebración debe invitarnos realmente a la reflexión, ¿Cómo es posible que la mitad de la población mundial sufra violencia por la otra mitad?, ¿es acaso una guerra?, no se, pero yo insisto, al parecer no podemos construir un futuro mientras sigamos haciendo victimas a la mitad del cielo.

La posibilidad de que nos miremos a todos como iguales, sin discriminación ni prejuicios (eso es miedo), sin desacreditar ni burlarse del otro por su sexo, su condición o tendencia sexual, su color de piel, si figura, su estatura, del otro solo porque es diferente, porque alguien nos educo y nos enseño que unos son amos y otros esclavos.

Acaso cuando los hombres dejemos de “CONQUISTAR” a las mujeres, por que las palabras son expresiones de nosotros, son discursos que aceptamos y transmitimos, porque con las palabras construimos caminos y puentes, campos de trigo y flores o desiertos, barrancos que fragmentan y separan.

Hoy les dejo algunos datos del mundo, otros de México y la ignominia de ser hombre y violentar y la ignominia de ser mujer y educar para la violencia.

Alejandro.

En esta dirección pueden encontrar más, es de ACNUR:
http://www.acnur.org/nuevaspaginas/presentacionmujer/25nov_violencia_contra_mujer.html
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Algunos datos mundiales
Según la Organización de Naciones Unidas al menos una de cada tres mujeres en el mundo ha sido golpeada, obligada a tener relaciones sexuales o ha padecido algún otro tipo de abuso en su vida. (UNFPA, 2005).

Más de 45 países ya cuenta con una legislación específica sobre la violencia doméstica y un gran número de países han instituido planes nacionales de acción (UNFPA, 2005).

En 2005, la violencia mata y discapacita a una gran cantidad de mujeres de entre 15 y 44 años de edad, cantidad mayor al número de las que son víctimas de cáncer (UNFPA, 2005).

En 2005 se estima, que una mujer de cada cinco será víctima de violación o de intento de violación a lo largo de su vida (UNFPA, 2005).

Un estudio realizado en países desarrollados en el 2000, demuestra que una gran cantidad de homicidios perpetrados por un compañero íntimo ocurre cuando la mujer trata de romper la relación (UNFPA, 2005).

Algunos cifras de México.
La tasa de muertes por violencia en 2009 fue de 23.2% por cada 100 mil personas, cerca de tres mil fueron mujeres y 22 mil hombres, lo que arroja una tasa de decesos intencionales por cada 100 mil de 5.3% para las mujeres y 41.7 para los hombres.

El Estado de México ocupa el primer lugar a nivel nacional en prevalencia de violencia física contra las mujeres, con 33.3 por ciento, donde la mayoría de los casos son considerados graves y muy graves.

Le siguen en la lista Tabasco, con 33.1 por ciento; Puebla, 33.5 por ciento; Jalisco, 30.4 por ciento; Guerrero y Oaxaca con 29.2 por ciento cada uno, Morelos, Colima, Durango, Michoacán e Hidalgo, están por encima del promedio nacional que es de 26 por ciento.

Debajo de la media nacional se encuentran Guanajuato con 23.4 por ciento, Aguascalientes con 25.6 y Coahuila con 19.8 por ciento.

En México persisten los patrones de género tradicionales, sean estos jugados abierta o veladamente, y cuando son trastocados o sienten amenazada su posición, pérdida de prestigio, ejercen violencia contra quien los amenaza.

Según la última estadística del INEGI en 2006 alrededor de 24 millones de mujeres de 15 años y más habían experimentado al menos un acto de violencia en el transcurso de su vida, ya sea por parte de su actual esposo o pareja, de su ex esposo, de alguna persona de su familia, en la escuela, en el trabajo o en espacios públicos o comunitarios, lo que representa 67 por ciento.

Cuatro de cada 10 mujeres que tienen o han tenido una pareja, han sido agredidas por la misma en algún momento de su vida marital y más de la mitad de quienes han enfrentado violencia física corresponde a agresiones que directamente ponen en riesgo su vida, derivados de los ataques con arma de fuego o armas punzocortantes.

El 70 por ciento de los casos de mujeres con violencia física y/o sexual de pareja son de una severidad grave y muy grave, donde el mayor nivel de agresión se registra en los estados de Michoacán, Hidalgo, Guanajuato, Aguascalientes y Coahuila.
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Algo para meditar:

en esta noche, llena de insomnio, donde gasté más de un atado de cigarros, me pregunto cuál es el sentido de las palabras. si las palabras dicen lo que dicen, o más, o todo, o nada, o lo que se quiere escuchar, o el sinsentido.

escribo una historia igual a otra historia. escribo partiendo a un destino sin puerto. tengo miedo de este mundo. tengo miedo de este abismo en libertad. no sé cómo mirar la luz de la mañana. nunca se está a salvo de uno mismo.

el vértigo duele con la intensidad del desgarramiento.

tengo la devoción que marca cada paso. pero el paso: adónde se dirige.
hoy no escribo poemas, hoy escribo las palabras del desamor.

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Cuando era chiquita, creía que todo era como en los dibujitos animados: si algo se rompía, detrás se mantenía un orden recuperado.

He vivido la vida aferrada a una imagen. Hoy, la imagen se fragmenta en pedazos que no puedo reconstruir.

la que ahora escribe sabe que, cuando algo se rompe, se rompe definitivamente. Que el orden no se restituye. Que hay heridas que no sanan.

La que ahora escribe es una mujer de pensamiento simple. es una mujer que ama las palabras, aunque el significante no se condiga con el significado.

la que ahora escribe es una mujer a la que le gritaron puta, una madrugada

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los gestos
unta dos panes y apoya la bandeja al costado de la cuna.
antes de regresar a la cocina, mira hacia atrás.
dice adiós.
cierra con cinta de embalaje las fisuras de la puerta.
guarda su corazón en el horno.
no cierra las fisuras de su cuerpo.
él responde con cartas de cumpleaños.


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«... stop. ocasionalmente llegamos al mismo punto: las distancias y los largos tiempos. eso me enreda con bastante facilidad. ¿por qué pasará? a veces queda uno como suspendido, pueden pasar meses, kilómetros de a miles hasta llegar a la punta misma de una civilización desvastada. y los recuerdos quedan ahí, o mejor dicho están ahí. muy cuidados, perfumados con la memoria del alma, lustrados por las buenas sonrisas. ¿y mientras tanto? yo pienso más de lo que hago, amiga. ahí está la respuesta, no era tan difícil.
detrás de eso, una pelota de quilombos que no sirven para nada. puras chucherías. ¿a quién le importa? bffffff, se desinfla la pelota cuando yo quiero, se vuelve a hinchar junto con las venas, se meten en remojo; salen, nada. una mancha, dos manchas, tres manchas. nunca sale. ya lo dijo ella: "el príncipe azul destiñe al primer lavado". y sin embargo siempre están ahí, al pie del cañón. personajes anónimos que también forman la historia. ¿alguien les pagará? ¿estarán montando un gran hermano con nosotros? qué interesante el gran hermano. la vida misma. una acuarela llena de colores, listas para recibir pinceles y darle coherencia a un paisaje de mierda.
la quiero mucho, mi amiga. escribo poco, trabajo mucho, leo libros, entrego otro. y entonces, quiero ser pintor.
pef, desde base marámbulo.

me olvidaba:
'caminemos por las calles y con nosotros camina una multitud de innumerables mujeres muertas: su deseo era pan y felicidad. su vida tuvo poco arte y poca belleza. sí, es pan lo que exigimos pero además, exigimos rosas'».

Tu casa, mi casa, tu historia mi historia, tu vida, mi vida….



El tipo en general me caía mal, sin embargo, no cambio mi postura pero reconozco que debajo de esas miles de operaciones había un hombre negro verdadero que se fue perdiendo poco a poco.

Bien, esto es para recordarnos lo que somos, lo que hemos dejado de ser, pero sobre todo, lo que estamos perdiendo, nuestro único hogar.

Alejandro

domingo, 20 de noviembre de 2011

AMARTE SIN FINAL



Siempre he sido un hedonista, el gozo de lo bello, de lo erótico, de lo sensual, ese mundo de los sentidos me llena, hoy por casualidad encontré esta belleza en “Desde la intimidad”, su dirección es: http://desdelaintimidad-m3lyna.blogspot.com/2011/01/amarte-sin-final.html?zx=de72b1542a44a35a.
Ahora dejo que disfruten esta belleza de los sentidos y algo que llena hasta rebozar la copa como un buen vino, Leonard Cohen con "In my secret life"

Alejandro.
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AMARTE SIN FINAL

Como me vuelvo loca,
Al no tenerte tengo ansias de ti,
Oh solo tu, de traerte aquí conmigo,
Cobijarte entre las sabanas de mi piel.

Hacerte suspirar con cada delicia de mí ser.
Que yo guardo especialmente para ti,
Amarte noche y día
Todos los días de mi vida.
Pero ahora te deseo tendido,
En mi cama, completamente desnudo y mío.

Pero al sentirme tuya, piel a piel.
Empecemos coloreándonos de ternuras,
Ansias sin fin.
Que susciten por doquier, en nuestras carnes.
Excitándome contigo, cuando tengo tu boca bendita.

Cuando tu lengua y la mía, se encuentren,
Cuando mi querer te entrego.
Amarte sin final, es mi fiel locura.
Hacerte sentir que soy tan tuya.
Pero ven...

Ámame criatura bella.
Porque eres tu parte de mi vida.
Que solo tú me haces falta.
Ven, dame tu mano,
Dame el corazón,
Enlazado aquí cerquita al mío.

Hazme viajar por tu ser,
Por tu piel.
Lléname la boca de tus delicias.
Hazte acreedor de mis encantos,
Asáltame cada noche.

sábado, 19 de noviembre de 2011

101 del 20 de noviembre de 1910



Durante muchos años, para celebrar el aniversario del inicio de la revolución -20 de noviembre, 1910- se realizaba un desfile donde se exaltaba la fortaleza de la “raza de bronce” –y no es por Agustín Lara, que conste- así que los principales deportistas nacionales marchaban al inicio con sus medallotas al cuello, después los jóvenes e diversas instituciones deportivas y educativas y al casi al final, varios burócratas perfectamente disfrazados de deportistas, de no ser por sus cuerpos redondos y las carnes flácidas, serian en lenguaje propio de discurso “Epitomes de la fortaleza bizarra de la raza de cobre…” –lo cursi, su significado y significante ni Sossure podría descifrarlo o Champolion y su piedrota- .

Hoy como parte de la democracia ese bello espectáculo revolucionario se ha perdido, se realiza un desfile sencillo y ya.

Carlos Obregón Santacilia, en 1938 recupera lo que nunca se concluyo del palacio legislativo que Porfirio Díaz deseaba realizar, la cúpula central de ese palacio, la pone bonita y la transforma –no sin cierta ironía- en el Monumento a la Revolución y su ubicación se define como Plaza de la República, en este increíblemente feo y emblemático –de lo feo en tamaño gigante, mega o algo así- se colocan en cada una de sus cuatro columnas a nuestros héroes de la revolución (a algunos, los más distinguidos) así están los huesos de Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas del Rio y Francisco Villa (Doroteo Arango) y aquí, en ese ánimo de que la gloria de los héroes es sublime, están los asesinos con sus víctimas, los enemigos irreconciliables, aunque eso si, este acto de tener a estos héroes ahí es una prueba de cómo la ideología revolucionaria se funde en una sola y esas posiciones ideológico - políticas dejan mágicamente de existir para dar pie a la fraternidad sine qua non, eso es bien bonito y harto cristiano, creo yo, la unidad revolucionaria limpia, pura, sin ambiciones personales ni nada que manche o matice esta unidad.

Aunque debo de reconocer que aunque en México la revolución es un monumento, la plaza de la República, ese contexto recién ha sido remodelado y realmente se ha convertido en un lugar de intercambio, de integración, de vida de las personas, vale la pena visitarlo y si es posible suban y disfruten de la vista de la ciudad, es esplendida.

En México, la historia oficial maldice, destierra y de ser posible como los antiguos Egipcios intenta borrar de la historia a los “malos” y en cambio, a los “buenos” los exalta al grado de convertirlos en semidioses, los primeros están llenos de las anti virtudes, son corruptos, alcohólicos, pusilánimes, rastreros, lascivos, perversos y los buenos, poseen todas las cualidades y virtudes que superan de entre los clásicos a Heracles y Aquiles, honestos, rectos, serenos, grandilocuentes, valientes, monolíticos, abstemios, fieles y hasta castos.

Así nuestro pantheon se llena, con aquellos buenos de los cuales existen retratos, pinturas, fotografías y filmes, no se puede hacer nada, así que los feos son feos pero “buenos”, los malos cual tratado medioeval son hermosos como suele ser la tentación, atractiva.

Para celebrar este 101 aniversario, les dejo con dos textos de Martin Luis Guzmán que provienen de Textos Narrativos, de la colección de Material de Lectura de la UNAM, también les recomiendo que lean de él:

• El águila y la serpiente (1926)
• La Sombra del Caudillo (1929)
• Filadelfia, paraíso de conspiradores (1938)
• Memorias de Pancho Villa (1951)
• Muertes Históricas (1958)
• Febrero de 1913 (1963)

Y de:
John Reed, Reed, México Insurgente.
John Kenneth Turner, México Bárbaro.
Adolfo Gilly, Felipe Ángeles en la Revolución. Ediciones Era.
Jason Wehling, Zapata, Flores-Magón y el anarquismo, en Influencias anarquistas en la Revolución Mexicana.

Y varios miles de libros escritoa en rodos los tonos.

Alejandro.
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LA FIESTA DE LAS BALAS

Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba yo en Ciudad Juárez qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad, o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las revelaciones esenciales. Y siempre eran las proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia.

Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro —y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban infinitamente entre sí— que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de Villa? Verlo así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad cuya impresión se conservaba para siempre.

Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos grupos: de una parte los voluntarios orozquistas a quienes llamaban colorados; de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba benigno con los otros. A los colorados se les pasaría por las armas antes de que oscureciese; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas revolucionarias o bien irse a sus casas mediante la promesa de no volver a hacer armas contra los constitucionalistas.

Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual dedicó desde luego la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya en el ánimo de Villa, o, según decía él: de “su jefe”.

Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había sido objetivo de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro —a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillo fresco que a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Hizo cabalgar a su caballo de anca corta, contra cuyo pelo oscuro, cano por el polvo de la batalla, rozaba el borde del sarape gris. Iba así al paso. El viento le daba de lleno en la cara, mas él no trataba de eludirlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegues del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para lucirse en un paseo. Fierro se sentía feliz: lo embargaba el placer de la victoria —de la victoria, en la cual nunca creía hasta consumarse la completa derrota del enemigo—, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores encendidos y tormentosos.

Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Vistos desde allí, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una sola ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor militar —y en su valer— y sintió una pulsación rara, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo ni sentirlo, la palma de esa mano fue a posársele en las cachas de la pistola.

—Batalla, ésta —pensó.

Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del combate— y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero parecía apartarse, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno.

Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos hasta una de las cercas, sin soltar la brida, la cual trabó entre dos tablas, para dejar sujeto el caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros.

Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio; en seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándole del cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. Vuelto de espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a través de las cercas. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban; el cuero de sus mitasas brillaba en la luz del atardecer.

A unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se acercara. El oficial cabalgó hasta el sitio de la valla más próximo a Fierro. Éste caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el oficial como con ánimo de entender mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una maniobra al parecer muy importante, y el oficial entonces, seguro de las órdenes recibidas, partió al galope hacia donde estaban los prisioneros.

Tornó Fierro al centro del corral, y otra vez se mantuvo atento a estudiar la disposición de las cercas y cuanto las rodeaba. De los tres corrales, aquél era el más amplio, y según parecía, el primero en orden —el primero con relación al pueblo—. Tenía en dos de sus lados sendas puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —por mayor uso— que las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral inmediato, y el lado restante no era una simple valla de madera, sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales, veinte servían de fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los medios del corral. De esta suerte, entre, entre el cobertizo y la valla del corral próximo venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacía sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de hierro. Del brocal del pozo se elevaban con dos palos secos, toscos, terminados en horquetas, sobre los cuales se atravesaba otro más, y desde éste pendía la cadena de una garrucha, que también sonaba movida por el viento. En lo más alto de una de las horquetas un pájaro grande —inmóvil, blanquecino— se confundía con las puntas del palo, resecas y torcidas.

Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la quieta figura del pájaro, y, como si la presencia de éste encajara a pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la tarde— y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda.

En aquel instante un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y caminó hacia donde estaba su amo. Fierro le preguntó, sin volver la cara:

—¿Qué hubo con ésos? Si no vienen pronto, se hará tarde.

—Parece que ya vienen ay —contestó el asistente.

—Entonces, tú ponte allí. A ver, ¿qué pistola traes?

—La que usted me dio, mi jefe. La mitigüeson.

—Sácala pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros dices que tienes?

—Unas quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos, yo no.

—¿Quince docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga.

—No, mi jefe.

—No mi jefe, qué.

—Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.

—Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo, para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que te voy a decir: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los colorados, te acuesto con ellos.

—¡Ah, qué mi jefe!

—Como lo oyes.

El asistente extendió su frazada sobre el suelo y vació en ella las cajas de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer uno a uno los tiros que traía en las cananas de la cintura. Quería hacerlo tan de prisa, que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso, los dedos se le embrollaban.

—¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí.

Mientras tanto, del otro lado de la cerca que limitaba el segundo corral fueron apareciendo algunos soldados de la escolta. Montados a caballo, medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes.

Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del primero de los tres corrales: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos. El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo y dijo:

—Ya tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto?

Fierro respondió:

—Sí, pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la puerta yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.

Volvió el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo alerta, fijos los ojos en el estrecho espacio por donde los prisioneros iban a irrumpir. Se había situado lo bastante próximo a la valla divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los colorados que todavía estuviesen del lado de ella: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubrieran, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando.

En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan ganado—. Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio a los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Se oía gritar a la gente de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían las voces, que sonaban en la oquedad de la tarde como chasquido en la punta de un latigazo.

De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio un grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas.

—¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usté p’allá, traidor!

Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; pero el golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos.

Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:

—¡Ándenles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!

Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacia la tapia: loca carrera que a ellos les parecía como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo —Fierro disparó ocho veces en menos de seis segundos—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por un extraño capricho de este momento, separaban de la región de la vida la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de estar vivos; los soldados, desde su puesto, tiraron para rematarlos.

Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las tres pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su ordenanza— se turnaban en la mano homicida con ritmo infalible. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después encima de la frazada. El asistente hacía saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba casi al soltar la otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los que caían: toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía entre las manos y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones le ocupaban lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo en los orificios del cilindro y el contacto de la epidermis, lisa y cálida, del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su jefe se entregaba al deleite de hacer blanco.

El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir luchaban como temas reales— duró cerca de dos horas, irreal, engañoso, implacable. Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos movibles y humanos, sobre blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por efecto del viento, y de un disparo a otro la corregía.

Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta: la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer, heridos, por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda, hecha de paja y tierra, pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas.

La ejecución en masa llegó a envolverse en un clamor tumultuario donde descollaban los chasquidos secos de los disparos, opacados por la inmensa voz del viento. De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y al cabo morían; de otro, los que se defendían del empuje de los jinetes y pugnaban por romper el cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y al griterío de unos y otros se sumaban las voces de los soldados distribuidos en el contorno de las cercas. Éstos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos, con la destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar frenético de los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban, histéricos, reían a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana donde advertían el menor indicio de vida.

El postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los doce salieron al corral de la muerte atropellándose entre sí, procurando cada uno cubrirse con el cuerpo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la horrible carrera. Para avanzar hacían corcobos sobre los cadáveres hacinados; pero la bala no erraba por eso; con precisión siniestra iba tocándoles uno tras otro y los dejaba a medio camino de la tapia —abiertos brazos y piernas— abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Sin embargo, uno de ellos, el último que quedaba con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla... El fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del corral inmediato, para ver al fugitivo.

Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. Luego, allá lejos, en la inmensidad de la llanura ya medio en sombra, fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se doblaba el cuerpo al correr, que por momentos se le hubiera confundido con algo rastreante a flor de suelo.

Un soldado levantó el rifle para hacer blanco:

—Se ve mal —dijo, y disparó.

La detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera.

Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, largo tiempo lo tuvo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente; se lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así se mantuvo: largamente entregado todo él a la dulzura de un masaje moroso. Por fin, se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había desembarazado desde los preliminares de la ejecución. Se lo echó sobre los hombros y caminó para acogerse al socaire del cobertizo. A los pocos pasos se detuvo y dijo al asistente:

—Así que acabes, tráete los caballos.

Y siguió andando.

El asistente juntaba los cartuchos quemados. En el corral contiguo los soldados de la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda: los casquillos vacíos sonaron dentro con sordo cascabeleo.

Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar con paso débil, y fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, de donde regresó a poco trayendo de la brida los dos caballos —el de su amo y el suyo—, y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña.

Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra, Fierro fumaba en la oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento.

—Desensilla y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; ya no aguanto el cansancio.

—¿Aquí en este corral, mi jefe?... ¿Aquí?...

—Sí, aquí.

Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de cabezal. Minutos después de tenderse allí, Fierro se quedó dormido.

El asistente encendió su linterna, dio grano a los animales y dispuso lo necesario para que pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en su frazada y se acostó a los pies de su amo. Pero un momento después se incorporó de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en la paja.

Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía sombras precisas al tropezar con todos los objetos: con todos, menos con los montones de cadáveres. Éstos se hacinaban, enormes en medio de tanta quietud, como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles.

El azul plata de la noche se derramaba sobre los muertos con la más pura limpidez de la luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda pero clara en su tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz parecía susurrar:

—Ay…

Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó de nuevo:

—Ay… Ay…

Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos apilados en el corral seguían inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero la voz tornó:

—Ay… Ay… Ay…

Y éste último “ay” llegó hasta el sitio donde Fierro dormía e hizo que la conciencia del asistente pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros, y el solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma.

—Ay… Por favor…

Fierro se agitó en su cama…

—Por favor… agua…

Fierro despertó y prestó oído…

—Por favor… agua…

Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente.

—¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.

—¿Mi jefe?

—¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está quejando! ¡A ver si me deja dormir!

—¿Un tiro a quién, mi jefe?

—A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes?

—Agua, por favor —repetía la voz.

El asistente sacó la pistola de debajo de la montura y, empuñándola, se levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de frío. Uno como mareo del alma lo embargaba.

A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía venir la voz: la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz.

La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre, Fierro dormía.




TRÁNSITO SERENO DE PORFIRIO DÍAZ

Por abril o mayo de 1915 don Porfirio y Carmelita volvieron a París. Mejor dicho, volvió entonces a París todo el pequeño núcleo de la familia: ellos dos, los Elízaga, los Teresa, y Porfirito con su mujer y sus hijos. La explosión de la Guerra Mundial los había sorprendido mientras veraneaban en Biarritz y en San Juan de Luz, y a casi todos los había obligado a quedarse en las playas del sur de Francia el resto del año de 1914 y los cuatro primeros meses de 1915.

En París don Porfirio reanudó su vida de las primaveras anteriores. Fue a ocupar con Carmelita —y los Elízaga, como de costumbre— su departamento de la casa número 28 de la Avenida del Bosque.

Todas las mañanas, entre nueve y diez, salía a cumplir el rito de su ejercicio cotidiano, que era un paseo, largo y sin pausas, bajo los bellísimos árboles de la avenida. Generalmente lo acompañaba Porfirito; cuando no, Lila; cuando no, otro de los nietos o el hijo de Sofía. Su figura, severa en el traje y en el ademán, había acabado por ser a esa hora una de las imágenes características del paseo. Cuantos lo miraban advertían, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse, sino para aparecer más erguido. Porque siempre usaba su bastón de alma de hierro y puño de oro, tan pesado que los amigos solían sorprenderse de que lo llevara. “Es mi arma defensiva”, contestaba sonriente y un poco irónico.

Cada semana o cada quince días, Porfirito alquilaba caballos en la Pensión de la Faissanderie, próxima a la casa, y entonces, montados los dos, prolongaban el paseo hasta el interior del bosque. Aquellas caminatas, lo mismo que las otras, le sentaban muy bien: le vigorizaban su salud, ya bastante en declive, de hombre de ochenta y cinco años; le entonaban el cuerpo; le alegraban el espíritu.

Por las tardes, salvo que hubiera que corresponder alguna visita, se quedaba en casa. Era la hora de escuchar las noticias de los periódicos, que le leía el Chato, y de escribir o dictar cartas para los amigos que todavía no lo olvidaban. Porfirito llegaba a poco, y entonces era éste el encargado de la lectura, o, juntos los dos, o los tres —y a veces también con algún amigo—, estudiaban la marcha de la guerra y veían en unos mapas plantados de banderitas blancas y azules las posiciones de los ejércitos.

De la colosal contienda europea, a don Porfirio sólo le interesaba lo estrictamente militar, y esto en sus fases de carácter técnico. Sobre el posible resultado humano y político, ni una palabra. No tenía preferencias por unos ni por otros, o, si las tenía, las callaba, acaso por iguales sentimientos de gratitud hacia franceses, ingleses y alemanes, que lo habían recibido con análogos extremos de cordialidad. Francia lo acogió con los brazos abiertos; el Kaiser le pidió que viniera a sentarse a su lado; en el Cairo, lord Kitchener lo recibió oficialmente en nombre del gobierno inglés.

Un día a la semana su distracción eran los nietos, a quienes profesaba cariño profundo, si bien un poco reservado y estoico. Porfirito, que vivía en Neuilly llegaba con ellos desde por la mañana, para alargarles la estancia con el abuelo. Aunque Lila se mostraba siempre la más afectuosa, él prefería al primogénito, que era el tercer Porfirio.

Por las mañanas, o por las tardes —o a comer con él, con Carmelita y los Elízaga—, a menudo venía también María Luisa, la otra cuñada a quien acompañaba a veces su hijo José. Lo visitaban con asiduidad Eustaquio Escandón, Sebastián Mier, Fernando González, la señora Gavito. De cuando en cuando se presentaba algún otro mexicano de los que vivían en París o que por allí pasaban.

Carmelita lo acompañaba siempre, salvo en la hora del ejercicio matinal. Se desayunaban a las ocho, comían a la una, cenaban a las nueve, se acostaban a las diez. Como el departamento no era muy grande —se componía de un recibimiento, una sala, un comedor, dos baños, cuatro alcobas— aquella vida, sosegada y uniforme, transcurría en una atmósfera de constante intimidad y de un sabor netamente mexicano. Porque a toda hora se entretejía allí con la vida diaria, en lo importante y en lo minúsculo, la imagen de México, y aun había presencias accesorias y otras, mudas, que la evocaban. El cocinero, el criado, las recamareras eran los mismos que con don Porfirio habían salido al destierro desde la calle de Cadena. Algunos de los muebles habían estado en Chapultepec.

También las conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad actual, sino de un México convertido en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era la Noria, eran matices o anécdotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que se había quedado atrás. Sonriendo recordaba él al viejo Zivy asomado a la puerta de “La Esmeralda” y diciéndole a sus empleados: “Pongan el cronómetro a las ocho menos tres minutos: allí viene el coche de don Porfirio.” A veces comentaba alguna frase de don Matías Romero, o de Justo Sierra, o lo que en tal ocasión había tenido que hacer Berriozábal, o Riva Palacio. De lo del día, de la lucha regeneradora o asoladora —unos se lo insinuaban de un modo, otros de otro—, no había para qué hablar. En esto su juicio era terminante: “Será buen mexicano —decía— quienquiera que logre la prosperidad y la paz de México. Pero el peligro está en el yanqui, que nos acecha.” De allí no había quien lo sacara ni quien se saliera. Sólo un suceso le merecía juicios en voz alta: el crimen de Victoriano Huerta. Lacónico, lo declaraba execrable; y concluía luego, para no dar tiempo a más amplias opiniones: “¡Pobre Félix!”

A mediados de junio empezó a sentirse mal. Le sobrevino la misma desazón de dos años antes en Biarritz, la misma fatiga, los mismos amagos de bronquitis y de resequedad en la garganta. Pero ahora lo acometían más fuertes mareos al mover súbitamente la cabeza y se le nublaba más lo que estaban viendo sus ojos. Le zumbaban los oídos al grado de ahuyentarle el sueño. Se le dormían los dedos de las manos y de los pies.

Por de pronto no hizo caso: su hábito le ordenaba no enfermarse. Luego, consciente de que su malestar se acentuaba, mandó llamar al doctor Gascheau, un médico del barrio, que ya lo había atendido de alguna otra dolencia, ésa más leve, y que le inspiraba confianza y simpatía.

A él Gascheau le dijo que aquello no era nada: el cansancio natural de los años; convenía evitar todo ejercicio, todo esfuerzo; debía descansar más. Pero a Carmelita y Porfirito el médico no les disimuló lo que ocurría: era la arteriosclerosis en forma ya bastante aguda. Como dos años antes en Biarritz, quizá el enfermo se sobrepusiera y se aliviara; pero había más probabilidades de que eso no sucediese.

Don Porfirio dejó de salir. Ahora se estaba sentado en una silla que le ponían junto a la ventana. Desde allí miraba los árboles de la avenida, que diariamente lo habían acompañado en sus paseos. Se entretenía en escribir, de su puño y letra, una que otra carta. Le contaba a Teodoro Dehesa los detalles de su mal. Cansado o absorto, volvía la vista hacia la ventana; contemplaba las puestas del sol.

Cerca de él siempre, Carmelita le conversaba para distraerlo. Procuraba que los temas, variando, lo interesaran. Esfuerzos inútiles; a poco de abordar ella cualquier asunto, el pensamiento de don Porfirio y sus palabras ya estaban en Oaxaca o en la Noria. “¡Cómo le gustaría volver!” “Allá le gustaría descansar y morir.”

El cuidado por el enfermo aumentó las visitas pero se procuraba abreviarlas para que no lo fatigase. Él pedía que le trajeran a los nietos y que los tuvieran jugando allí: eso no lo cansaba. Llegaba Lila con sus halagos; venía el segundo Porfirito a dejarse querer. Había un recién nacido; Luisa, la nuera, se acercaba a la silla, le ponía en las piernas al niño, y entonces él se quedaba mirándolo en ratos de profunda contemplación.

Para ocultar un poco la inquietud —porque todos estaban inquietos y temían revelarlo— Porfirito y Lorenzo comentaban entre sí la guerra, o con Carmelita, o con Sofía, o con María Luisa, o con José. Don Porfirio atendía unos instantes y luego tornaba a su obsesión: “¿Que noticias había de Oaxaca?” “Otros años, por esa época, la caña de la Noria ya estaba así” —aseguraba levantando la mano—. Se detenía en el recuerdo de su madre y de su hermana Nicolasa, o evocaba conversaciones y escenas de tiempos ya muy remotos: “Borges, el segundo marido de Nicolasa, le había dicho una vez esto o aquello.”

El 28 de junio tuvo que guardar cama, pero no porque algo le doliera o le quebrantara particularmente, sino porque su desazón, su fatiga eran tan grandes que apenas si le dejaban ánimos de hablar. El hormigueo de los brazos, la sensación de tener como de corcho los dedos de las manos y de los pies, le atacaban ahora más a menudo. Procuraba no mover bruscamente la cabeza para no desvanecerse.

Gascheau, que venía a mañana y tarde, le dijo que sólo eran trastornos de la circulación; que si se sentía mejor en la cama, le convenía no levantarse; acostado sentiría menos los desvanecimientos y no se le nublarían tanto los ojos. “Sí —comentaba él, con acento de quien todo lo sabe—: la circulación”, y paseaba la vista por sobre cada uno de los presentes, para quienes, en apariencia, todo seguía igual. Porque realmente sólo los accesos de tos, por la resequedad de la garganta, parecían ser algo mayores.

Cuando se iba el médico, don Porfirio decía, dirigiéndose a Carmelita, la cual no lo dejaba ya ni un instante: “Es la fatiga de ¡tantos años de trabajo!”

El día 29, hablando a solas con Porfirito, Gascheau advirtió que el final podía producirse dentro de unos cuantos días o dentro de unas cuantas horas. El abatimiento físico, no el moral, empezaba a adueñarse de don Porfirio, que ya casi no se movía en su cama. Ahora tenía mareos continuos, y la resequedad de su garganta se había convertido en molestia permanente.

Esa mañana pidió que viniera un sacerdote. Por la tarde le trajeron uno, español —de la iglesia de Saint-Honoré l’Eylau—, al cual dijo que quería confesarse. Hizo confesión y en seguida se habilitaron altar y capilla para que comulgase. Además de aquel sacramento, recibió ese día la bendición apostólica, que le trajo el padre Carmelo Blay, un sacerdote mexicano del Colegio Pío Latino de Roma, a quien él conocía. Don Porfirio manifestó extraordinaria beatitud al verlo y puso visible atención a las sagradas palabras. El padre Carmelo Blay también lo ungió con los santos óleos.

A media mañana del 2 de julio la palabra se le fue acabando y el pensamiento haciéndosele más y más incoherente. Parecía decir algo de la Noria, de Oaxaca. Hablaba de su madre: “Mi madre me espera.” El nombre de Nicolasa lo repetía una y otra vez. A las dos de la tarde ya no pudo hablar. Era una como parálisis de la lengua y de los músculos de la boca. A señas, con la intención de la mirada, procuraba hacerse entender. Se dirigía casi exclusivamente a Carmelita. “¿Cómo?” “¿Qué decía?” “¡Ah, sí: la Noria!” “¿Oaxaca?” “Sí, sí: Oaxaca; que allá quería ir a morir y a descansar.”

Se complació oyendo hablar de México: hizo que le dijeran que pronto se arreglarían allá todas las cosas, que todo iría bien. Poco a poco, hundiéndose en sí mismo, se iba quedando inmóvil. Todavía pudo, a señas, dar a entender que se le entumecía el cuerpo, que le dolía la cabeza. Estuvo un rato con los ojos entreabiertos e inexpresivos conforme la vida se le apagaba.

Perdió el conocimiento a las seis. Por la ventana entraba el sol, cuyos tonos crepusculares doraban afuera las copas de los castaños: los rayos, oblicuos, encendían los brazos y el asiento de la silla y casi atravesaban la estancia. Era el sol cálido de julio; pero él, vivo aún, tenía ya toda la frialdad de la muerte. Carmelita le acariciaba la cabeza y las manos; se le sentían heladas.

A las seis y media expiró, mientras a su lado el sol lo inundaba todo en luz. No había muerto en Oaxaca, pero sí entre los suyos. Rodeaban su cama Carmelita, Porfirito, Lorenzo, Luisa, Sofía, María Luisa, Pepe, Fernando González y los nietos mayores.

Se llenó la casa con funcionarios de la República Francesa y con delegados de la ciudad de París. Vino el jefe del cuarto militar del presidente Poincaré; se presentó el general Niox, que había recibido a don Porfirio a su llegada a Francia y le había puesto en las manos la espada de Napoleón; desfilaron comisiones de los ex combatientes. Acababa de morir algo más que una persona ilustre: el pueblo de Francia rendía homenaje al hombre que por treinta años había gobernado a otro pueblo; el ejército francés traía un saludo para el soldado que medio siglo antes había sabido combatirlo. Pero eso era el valor oficial: el duelo íntimo quedaba reservado para el país remoto y presente. Porque lo más de la colonia mexicana de París acudió en el acto trayendo su reverencia, y otros hijos de México, al conocer la noticia, llegaron desde Londres, desde España, desde Italia.

Quiso Carmelita que se hicieran honras fúnebres. El servicio religioso, a la vez solemne y modesto, se celebró en Saint-Honoré l'Eylau, y allí quedó depositado el cadáver en espera de su tumba definitiva. Año y medio después se sacaron los despojos para llevarlos al cementerio de Montparnasse. El sepulcro es una capilla pequeña, en cuyo interior, sobre una losa a modo de ara, se ve una urna de cristal que contiene un puño de tierra de Oaxaca. Por fuera, en lo alto, hay inscrita un águila mexicana, y debajo del águila un nombre compuesto de dos palabras.

Rugía en México la lucha entre Venustiano Carranza y Francisco Villa. El 2 de julio Carranza recibió en Veracruz un telegrama que lo apartó un momento de las preocupaciones de la contienda. El mensaje venía de Nueva York y, conciso, decía así:

“Señor Venustiano Carranza, Veracruz: Prensa anuncia estos momentos hoy siete de la mañana murió en Biarritz el general Porfirio Díaz. —Salúdolo afectuosamente.— Juan T. Burns.”



domingo, 6 de noviembre de 2011

Troya IV



Canto Cuarto
Donde se cuenta lo que se cuenta, 1,2,3, 4 y así hasta que se acabe de contar y de las grandes aventuras que tuvieron los que las tuvieron, los otros no, porque no las tuvieron y de cómo Aquiles le llego a Brisaida y de cómo Aquí…les dejo esta canción…

Cuenta Homero que había una vez un reino perdido, así que nadie lo encontró y ahí sigue perdido, pero también de cómo Ulises (Odiseo pa´los cuates u Odi) tejía mientras urdía (a poco este pleonasmo no es bien culto ¿verdad?) y organizaba sus espías (cuando se jubilaban eran ex pias).

Aquiles había capturado una hermosa doncella consagrada a Apolo, Briseida (la que siempre vive), le gusto mucho su estilo pa´adorar al Dios y como él se creía uno (aunque era hijo de…si, de Thetis y de Peleo -no de Peleó, eh!- ella era solo una nereida -si, como las de Agustín Lara-, hija de Poseidón, quien era hermano de Zeus y Dios de los mares) pues quería que lo adoraran.

Cuentan las malas lenguas que Patroclo dejo de hablarle a Aquiles, sin embargo, como Aquiles era el señor de los Mirmidones y él era uno de ellos, pues se aguanto, ni modo.

Más Agamenón como botín de guerra se había quedado con Criseida, prima de Briseida, pero ya ven, envidioso que era, que decidió darle baje a Aquiles y cual narco matandrín secuestro a Briseida, al enterarse Aquiles monto en co…su caballo, aunque eso sí, iba hecho un energúmeno.

Al llegar al campamento de Agamenón, se la mentó, si, se lamento mucho por lo que este había hecho, volarle la vieja (por favor, hablo en griego antiguo y recuerden así se dice mujer, mentira que sea gine) y le dijo, “ora hijo de tu pi…ntoresca Micenas, ¿pos que te trais?, ¿cuándo te he rayado tus cuadernos, te he pedaleado tu bicicleta?, devuélveme a mi vieja (sic) o te parto tu ma…no y el ho...rizonte quedara como testigo”

Agamenón que era el más chin…gón (no se me ocurrió nada, ni modo) de la pradera, le dijo, pos no te la regreso y a ver que haces mirmidón.

Aquiles saco su (si hombre su desa, como se llama, ah! ya se) espada y le abalanzo para partirle su mandarina en gajitos cuando Nestor, el más viejo y sabio de los Aqueos lo detuvo y se coloco entre ambos, Ulises no acepto esto y por ello dejo de trabajar, si ya no fue a la guerra, como Gila.

Mientras tanto, la guerra seguía y seguía y a Ulises le habían profetizado que si no se daba prisa, iba a estar 20 años fuera de casa (igual que muchos, ahorita vengo mi amor, voy a comprar cigarros y a pelear una guerrita, no tardo) y Penélope, su esposa recién había dado a luz (es que estaban a oscuras, aunque hay quienes juran –entre ellos las parteras rosas- que sólo pario) un hermoso niño a quien Ulises bautizo como Telémaco, en fin, para poder regresar a los brazos de su buena (¡buenísima!) mujer y evitar que como cualquier micénico le pusiera el cuerno.

Para esto hablo en privado (si, en privado, aunque eso fuese más caro – y quiere decir: querido en italiano-) con Agamenón, el más guerrero de los guerreros de la Guerrero, le dijo que introduciría algunos de sus soldados disfrazados a Troya, para que trabajaran como espías.

Ante esto, Agamenón le dijo que si eso saldría muy costoso, ya que la Unión Panhelénica Europea estaba negándole recursos para no dejar a Grecia en ruinas.

A lo que Ulises pronto respondió que era gratis, que el había juntado muchas etiquetas de comida chatarra (realmente en eso perdía su tiempo, comiendo alimentos chatarra y tirando sus envolturas al Escamandro, por eso esta divinidad húmeda estaba molesta, ya parecía canal del desagüe), los que canjeo en su tienda de autoservicio de confianza por ropa de Ilión (si, de Troyano).

Aprobado el plan, Ulises reúne algunos de los mejores chismosos y metiches Aqueos y los llevo a un lugar lejano y escondido (si, los llevo a la Cámara de Diputados) para que fueran entrenados por los honorables habitantes de este sitio, los cuales eran especialistas en estas artes.

Mientras sus pupilos aprendían con los seres que habitaban ese lejano y tenebroso lugar, él junto con Diomedes a dar una vuelta por Troya.

Fin del canto cuarto.

Los límites del perdón 2: Mujeres en Nankin



Hace poco escribí sobre los límites del perdón, al escribir esto, vuelve el cuestionamiento a mi mente, ¿se debe perdonar tácitamente?, dejo la pregunta en cada uno de ustedes.

“Es cierto que cada uno es responsable de sus propios actos y nadie tiene poder para absolver la deuda que una persona tiene contraída. Nadie carga con la responsabilidad de los demás. No existe eso que llaman responsabilidad colectiva, ya que dicha responsabilidad señalaría tanto a los inocentes como a los culpables. Solo podemos hablar con propiedad de una culpabilidad general, si una sociedad tolera el desarrollo de un concepto corrompido del hombre”
Moshe Bejski.

A veces el tiempo se detiene y aunque cerremos los ojos y los oídos, la realidad está ahí, suspendida, esperando ser vista.

Hoy quiero comentar sobre un grupo de mujeres anónimas, sin rostro, mujeres que se han olvidado, mujeres Chinas, habitantes de Nankin en 1937, mujeres que fueron violadas y asesinadas por el ejercito Japonés.

Durante los primeros tiempos de la ocupación la masacre , el odio y el desprecio fueron el argumento con el cual los Japoneses dialogaron con la población de Nankin.

Los japoneses decidieron que varias de ellas se prostituyeran, amenazaron con violar, torturar y matar a sus hijos y a ellas mismas, aquí un personaje curioso, el representante de los Nazis en Nankin, John Rabe, demostró como aun es posible encontrar alguien justo, él defendió y hablo por el pueblo de Nankin ante los oficiales imperiales.

El junto con la señorita Jiang fueron los que en medio de las lágrimas y con el corazón en la mano quienes ante la mayoría de las mujeres y sus hijos reunidos en una iglesia les dijeron que 100 mujeres deberían ser voluntarias para servir como prostitutas a la soldadesca imperial.

Esas valientes mujeres, demostraron que la dignidad y la vida van juntas, que a pesar de haber sido usadas demostraron su dignidad, honor y coraje ante la infamia, la podredumbre y la mendicidad espiritual, moral y física de los cobardes.

Hoy quiero dejar mi testimonio ante estos hechos que no debieron ocurrir, ante esta lección que al parecer no hemos aprendido.

Hace poco China realizo un film sobre esto, “Ciudad de vida y muerte” (City of life and deadh) es terrible, como la realidad.

TÍTULO ORIGINAL: City of Life and Death (Nanjing! Nanjing!)
AÑO: 2009

DURACIÓN: 132 min.

DIRECTOR: Lu Chuan.
GUIÓN: Lu Chuan.
MÚSICA: Liu Tong.
FOTOGRAFÍA: Cao Yu, He Lei.
REPARTO: Liu Ye, Gao Yuanyuan, Hideo Nakaizumi, Fan Wei, Ryu Kohata, Qin Lan, Jiang Yiyan, Zhao Yisui,Yao Di, John Paisley, Yuko Miyamoto, Liu Bin, Beverly Peckous, Aisling Dunne, Sam Voutas,Zhao Yisui.
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El ejército japonés ocupó Nanjing, entonces capital de China, el 13 de diciembre de 1937, cuando empezaron seis semanas seguidas de destrucción, saqueo, violación y masacre. Los registros históricos muestran que más de 300.000 ciudadanos chinos, incluidos civiles inocentes y soldados desarmados, fueron asesinados, de acuerdo con el veredicto de un tribunal de la posguerra.

El Tribunal Militar Internacional del Lejano Oriente, establecido en 1946 y compuesto por jueces de 11 países, incluidos China, Estados Unidos, Reino Unido y la antigua Unión Soviética, inició el proceso contra 28 criminales de guerra japoneses en mayo de 1946.

"La versión que sostiene la derecha de Japón en el sentido de que el número de víctimas fue muy inferior a 300.000 porque había sólo 200.000 residentes y 50.000 soldados en Nanjing, carece de todo sentido", señaló Sun Zhaiwei, vicepresidente del Instituto de Investigación de la Masacre de Nanjing, y también investigador de la Academia de Ciencias Sociales de (la oriental provincia de) Jiangsu (de la cual Nanjing es ahora la capital).

La verdad es que la población de Nanjing era de 600.000 a 700. 000 habitantes, sin contar a los más de 150.000 soldados y oficiales que estaban acantonados en la ciudad durante esa época, explicó Sun.

Los registros hechos por organizaciones humanitarias y de caridad internacionales, que presenciaron la tragedia, y diarios y fotos confiscados a los soldados japoneses, demuestran que el ejército japonés mató a más de 190.000 civiles y soldados en 28 casos de masacre masiva, y a 150.000 personas en 858 casos separados.

Mil violaciones de mujeres y niñas por noche

Según estimaciones, al menos 1000 casos por noche y muchos por día. En caso de resistencia o cualquier indicio de desaprobación, se bayonetea, apuñala o balea. (James McCallum, carta a su familia, el 19 de diciembre de 1937).


Probablemente no es el crimen que no ha cometido en esta ciudad el día de hoy. Treinta niñas fueron sacadas de la escuela de idiomas de anoche, y hoy he oído resultados de desgarradoras historias de las niñas que fueron sacados de sus casas ayer por la noche-una de las niñas era de 12 años, pero… Esta noche pasó un camión en el que había ocho o diez niñas, y gritaban "Jiu ming! Jiu ming!": salven nuestras vidas. (Minnie Vautrin el diario, 16 de diciembre de 1937).

El Tribunal de Guerra de Tokio, declaró que 20.000 (y tal vez hasta 80.000) las mujeres fueron violadas, sus edades van desde los bebés a las personas mayores (incluso de 80 años). Las violaciones a menudo se realizan en público durante el día, A veces delante de los cónyuges o miembros de la familia. Un gran número de ellos fueron sistematizados en un proceso en el que soldados de búsqueda puerta a puerta, sacaban a las niñas y las mujeres, eran tomadas prisioneras y las violaban. Las mujeres fueron asesinados inmediatamente después de la violación, a menudo a través de la mutilación, incluyendo los senos están cortadas, y / o puñaladas por el bambú, la bayoneta y otros objetos en la vagina.

Según algunos testimonios, otras mujeres fueron obligadas a la prostitución militar como esclavas sexuales. Hay incluso relatos de las tropas japonesas obligando a las familias a la comisión de actos de incesto. Hijos se vieron obligados a la violación de sus madres, los padres se vieron obligados a violación de sus hijas. Una mujer embarazada que fue violada por los soldados japoneses dió a luz sólo un par de horas más tarde, el niño estaba perfectamente sano (Robert B. Edgerton, Guerreros del Sol Naciente). Los monjes que habían declarado una vida de celibato se vieron obligados a la violación la mujer para el entretenimiento de los japoneses. Los hombres chinos fueron obligados a tener relaciones sexuales con los cadáveres. Cualquier resistencia se reunió con ejecuciones sumarias. Si bien la violación llegó a un máximo inmediatamente después de la caída de la ciudad, se continuó durante el período de la ocupación japonesa.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Carta a mi mismo 5



Hola, ¿como estas?

¿Sabes cuantas cosas han pasado desee la última vez que te vi?, no, supongo que no, han sido tantas, aunque a decir verdad no existe una gran variedad, las necesidades humanas me marcan y creo que estas son las que van dándome lo cotidiano, así que, después de todo, no han sido tantas cosas, quizás una o dos y las demás es solo la costumbre, ¿por eso será que dicen que el hombre es un animal de costumbres?

En fin, te decía de lo que ha sucedido, los días a veces son lentos, no siempre, pero algunas veces la clepsidra –sabes esa palabra me gusta mucho, evoca tantas cosas, la suavidad de su silueta, sus posibilidades casi infinitas, el agua deslizándose suavemente por sus paredes o cayendo directo y al golpear el agua del fondo forma una corona que refracta la luz – pareciera que desliza con lenta parsimonia, si, si, ya se, eso no sucede, aunque yo creo que realmente si pasa, que el tiempo a veces desea darnos la oportunidad de sentir con mayor intensidad ciertos momentos, si, tu sabes como cuales…

Es como esa noche, ¿recuerdas?, esa en que estábamos tu y yo y nos acercamos hasta sentirnos y nos fuimos desnudando lentamente, tu a mí y yo a ti, sin pronunciar palabra alguna, habíamos terminado de cenar y solo alumbraba la habitación la luz de las velas, las sombras que reflejaban parecían siluetas chinescas daguerrotipos, esas sombras eran las que se movían y vibraban mientras se desnudaban, después solo nos miramos, ambos desnudos, recorrimos los cuerpos y nos fuimos recostando hasta que nos arropamos uno con el cuerpo del otro, sin decir nada, solo abrazados, la luna estaba ahí, cubriendo nuestros cuerpos, como arropándolos, al amanecer fue la calidez de los cuerpos la que nos despertó, así, abrazados, sin pronunciar palabra alguna, esa noche fue larga, el tiempo fue nuestro anfitrión, ¿lo recuerdas?

Otras veces el tiempo deja de ser nuestro cómplice, solo camina lento para hacernos sentir, para que vibremos y conozcamos, como cuando no me encontraban, me habían buscado y yo no estaba, esa vez, el miedo fue el compañero, la angustia el mana, esa vez me habían detenido, aunque esto no haya existido, solo sentía el dolor y el miedo, sabes, el miedo es poderoso, te va recorriendo la columna, lo sientes, cuando llega al estomago es un gran vacío, las piernas te tiemblas, todo es terrible, esa vez, te decía, yo estaba con una capucha sobre la cabeza, solo escuchaba voces que me ordenaban, que gritaban, solo sientes esa angustia y únicamente anhelas que termine, que ya se acabe, pero el miedo sigue ahí, presente, no se va, en esa ocasión el tiempo fue cruel, fue como la cara oscura de la luna, esa misma que aquella noche nos cobijo.

Ahora, con vida de menos y algunos años de más, se que el tiempo es esa clepsidra, también se que a veces, solo basta voltear hacia el cielo y ver las estrellas, sin explicarse nada, sin pensar en las grandes distancias o el big-bang, basta eso para darnos cuenta que en esencia nos vemos a nosotros mismos, porque sabes, estamos hechos del mismo material que las estrellas, de polvo estelar.

Hoy no puedo decir que algo me falta, he vivido, como decía Neruda, así que cuando voltees al cielo y mires las estrellas sabrás que ahí estaré yo, porque en este momento yo estoy haciendo lo mismo, mirándote en lo profundo del universo.

Alejandro.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

La Llorona

La Llorona es una hermosa canción, es de origen indígena matizado por la conquista, habla del sentido de la vida, de la muerte, del amor, es originaria del Istmo de Tehuantepec, al parecer es anónima y su origen popular ha hecho que sus versos se vayan incrementando con el tiempo, yo creo que en mucho tiene sus antecedentes un uno de los Presagios o Portentos que se le hicieron a Motecuhzoma, Tlatoani de los mexicas y señor del Anáhuac, estos fueron 10 años antes de la llegada de los españoles.

Dice Shagún Sexto presagio funesto: muchas veces se oía: una mujer lloraba; iba gritando por la noche; andaba dando grandes gritos.(“La Llorona” o Cihuacóatl – mujer serpiente-)
—¡Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos!
Y a veces decía:
—Hijitos míos, ¿a dónde os llevaré?


Para mi, es una de las canciones que más me gustan, son de esas que con sólo oirlas es suficiente para dejarse ir, para volar, espero la disfruten.

La letra es de Wikipedia, fue la versión más completa que encontre.

Alejandro.
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La llorona.

Todos me dicen el negro, Llorona,
Negro pero cariñoso,
Yo soy como el chile verde, Llorona,
Picante pero sabroso.

La pena y lo que no es pena, Llorona,
Todo es pena para mi,
Ayer penaba por verte, Llorona,
Y hoy peno porque te vi.
Dos besos llevo en el alma, Llorona,
Que no se apartan de mí,
El último de mi madre, Llorona,
y el primero que te di.

Ay de mi, Llorona, Llorona,
Llorona de azul celeste,
Aunque la vida me cueste, Llorona,
no dejare de quererte.

De las arcas de la fuente ¡ay Llorona!
corre el agua y nace la flor;
si preguntan quien canta ¡ay Llorona!
les dices que un desertor,
que viene de la campaña ¡ay Llorona!
en busca de su amor.
Salías del templo un día, Llorona,
Cuando al pasar yo te vi,
Salías del templo un día, Llorona,
Cuando al pasar yo te vi,
Hermoso huipil de blonda llevabas,
Que la Virgen te creí.

Me subí al pino más alto, Llorona,
A ver si te divisaba,
Como el pino era muy tierno, Llorona,
Al verme llorar, lloraba.

Cada vez que entra la noche, Llorona,
Me pongo a pensar y digo:
De que me sirve la cama, Llorona,
Si tu no duermes conmigo.

De la mar vino una carta, Llorona,
Que me mando la sirena,
Y en la carta me decía, Llorona,
Quien tiene amor tiene pena.

Ay de mi, Llorona, Llorona,
Llorona llévame al río,
Tápame con tu rebozo, Llorona,
Porque me muero de frío.

Dicen que no tengo duelo, Llorona,
Porque no me ven llorar,
Hay muertos que no hacen ruido, Llorona,
Y es más grande su penar.

Si al cielo subir pudiera, Llorona,
Las estrellas te bajara,
La luna a tus pies pusiera, Llorona,
Con el sol te coronara.

Ay de mi, Llorona, Llorona,
Llorona de ayer y hoy,
Ayer maravilla fui, Llorona,
Y ahora ni sombra soy.

Ay de mi, Llorona, Llorona,
Llorona de negros ojos,
Ya con esta me despido, Llorona,
adorándote de hinojos.

No sé que tienen las flores Llorona,
Las flores del camposanto,
Que cuando las mueve el viento, Llorona,
Parece que están llorando.

Ay! de mi Llorona, Llorona,
Tu eres mi xunca, (chiquita en zapoteco)
Me quitarán de quererte, Llorona,
Pero olvidarte nunca.

A un santo Cristo de fierro, Llorona,
Mis penas le conté yo,
¿Cuáles no serían mis penas, Llorona?
Que el santo Cristo lloró.

Ay! de mi Llorona.
Llorona de un campo lirio,
El que no sabe de amores, Llorona,
No sabe lo que es martirio.

Dos besos llevo en el alma, Llorona,
Que no se apartan de mi,
El último de mi madre, Llorona,
Y el primero que te di.

Ay, de mi Llorona, Llorona,
Llorona, llévame a ver,
Donde de amores se olvida, Llorona,
Y se empieza a padecer.

Alza los ojos y mira, Llorona,
Allá en la mansión oscura,
Una estrella que fulgura, Llorona,
Y tristemente suspira,
Es venus que se retira, Llorona,
Celosa de tu hermosura.

Ay de mi, Llorona, Llorona,
Que sí que no,
La luz que me alumbraba, Llorona,
En tinieblas me dejó.

Dicen que el primer amor, ay, Llorona,
Es grande y es verdadero,
Pero el último es mejor, ay, Llorona,
Y más grande que el primero.

Ay de mi, Llorona, Llorona,
Dame una estrella,
Qué me importa que me digan, Llorona,
Que tú ya no eres doncella.

No creas que porque canto, ay Llorona,
Tengo el corazón alegre,
También de dolor se canta, ay Llorona,
Cuando llorar no se puede.

Ay de mí Llorona, Llorona,
Dame tu amor,
El cielo puede esperar, ay Llorona,
Pero mi corazón no.

Te quiero porque me gusta, Llorona,
Y porque me da la gana,
Te quiero porque me sale, Llorona,
De las entrañas del alma.

Ay de mí, Llorona, Llorona,
Llorona, mi cielo lindo,
Ayer te vi penando, Llorona,
Debajo de un tamarindo.

Ay de mí ,Llorona, Llorona,
Llorona, mucho te adoro,
Tú no sabes si te quiero, Llorona,
Porque no sabes que lloro.

Si porque te quiero, quieres, Llorona,
Que yo la muerte reciba,
Que se haga tu voluntad, Llorona,
Que muera porque otro viva.

Hay de mí, Llorona, Llorona,
Llorona llévame al cielo,
A ver a las rezadoras, Llorona,
Que digan cuando me muero.

De las arcas de la fuente, Llorona,
Corre el agua sin cesar,
Al compás de su corriente, Llorona,
Mi amor empezó a nadar.

Ay de mí, Llorona, Llorona,
Llorona no seas así,
Te pido yo de rodillas, Llorona,
Que no te olvides de mí.

Tengo una pena tan grande, Llorona,
Que casi puedo decir,
Que yo no tengo la pena, Llorona,
La pena me tiene a mí.

Ay de mí, Llorona , Llorona,
Llorona deja llorar,
A ver si llorando puede, Llorona,
Mi corazón descansar.

Cuando pasas por mi calle, Llorona,
Las piedras que vas pisando,
Adrede las voy volteando, Llorona,
Pa'que no las pise nadie.

Ay de mi, Llorona,
Llorona entre dos caminos,
Hay que bonito es un beso, Llorona,
Entre dos amantes finos.

De tarde se me hace triste, Llorona,
De noche con más dolor...
Suspirando me amanece, Llorona,
Llorando me sale el sol.

Un corazón mal herido, Llorona,
Sólo con llorar descansa,
El rico con su dinero, Llorona,
Y el pobre con su esperanza.

Ay de mi, Llorona, Llorona,
Llorona del otro lado,
Te formaré una casita, Llorona,
De ladrillo colorado.

Tu madre tiene la culpa, Llorona,
Por dejar la puerta abierta,
El viento por empujarla, Llorona,
Y tú por estarte quieta.

Ay de mi, Llorona, Llorona,
Llorona de cal y tierra,
La cal de tus blancas manos, Llorona,
La tierra de cuando muera.
Si me voy siento una pena, Llorona,
Si me quedo siento dos,
Por no sentir ni una pena, Llorona,
Ni me quedo ni me voy.


Estrofa con 6 versos, para lograr la métrica repite el primer verso dos veces.

Versos en español y en Náhuatl
Todos me dicen el negro, Llorona, negro pero cariñoso
yo soy como el chile verde, Llorona,
picante pero sabroso
¡Ay de mi! Llorona, Llorona, Llorona de ayer y hoy.
ayer maravilla fui, Llorona y ahora ni sombra soy
Salías del templo un día, Llorona cuando al pasar yo te vi
hermoso huipil llevabas, Llorona que la Virgen te creí.
¡Ay de mi llorona! Llorona de azul celeste.
aunque me cueste la vida, Llorona no dejaré de quererte

Versos en Náhuatl
Nochti nechlilbia tlilictzin chocani, tlilictzin pero te tlazohtla.
Ne quemin chili celictzin chocani, cogoctzin pero huelictzin.
¡Hay no chocani! Chocani chocani yen yalla iuan axcan.
Yalla cualtzin onicatca chocani, axcan nion ni tlecauilotl.
Semi itech teopan tiguistibitz chocani, ihcuac onimitzitta otipanoa.
Cualtzin mo tzotzoltzin tiquentiuitz chocani, oniguihto ti tonantzin.
¡Ay no chocani! Chocani xihuitic quen ilhuicac.
Masqui no nemiliz nicpoloz chocani, saicsemi ni mitztlasohtlaz.