jueves, 4 de octubre de 2012

Mis raices

 
 


 


A mis ancestros indios, africanos y europeos, a mis descendientes quienes vivieron para que yo pueda ver y gozar a mis hijos y nieta, a los que nos une el alma y el corazòn, no la sangre ni un escudo nobiliario, a quienes estamos bajo el signo de la vida, para quienes son raices que sostienen y alimentan el árbol.


El linaje ha sido definido como la línea de ascendencia o descendencia de una familia o clan. En términos genealógicos, es la serie de ascendientes y/o descendientes, en cualquier familia, de una persona considerada como el primero de un tronco o rama común.


Por eso desde antiguo en todo el mundo el linaje era considerado el camino, son los Dioses Lares, aquellos que fueron en vida y después preservan y cuidan a la familia, son sus Manes (espíritus) quienes están y se les honra con cada acto de nuestras vidas, con el recuerdo de quienes fueron para que sepamos de dónde venimos y de donde somos.


El linaje, puede provenir de la sangre, pero su valor a pesar de considerarse intrínseco, es limitado, porque la vida se construye de sensaciones, de sentimientos, de emociones, de alegrías y tristezas, de amor y dolor, la vida se conforma con el aliento divino, con el alma y el espíritu.


Más yo creo que el linaje se construye desde lo cotidiano, desde adentro, se cimenta sobre lo que somos, es el conocer y aprender de dónde venimos, así conocemos desde el origen y podemos aprender de lo que hayan andado, quienes estuvieron aquí, aquellos que existieron para que nosotros existamos, por que nosotros estamos hoy aquí para honrar a nuestros antecesores y construir el camino a nuestros descendientes.


Así el Linaje es el parámetro de lo que somos, somos recuerdo de quienes han vivido, aprendizaje e quienes vendrán, es nuestro patrimonio y legado.
 

Por eso en mi familia, su importancia radica en es el lugar donde podemos ser como somos, sin mascaras, con nuestras virtudes y nuestros vicios, con nuestros pecados y nuestras redenciones, no proviene de la sangre, ni de la aristocracia de un antepasado, somos como decía el buen León Felipe:
 

Y en una tarde muy clara,
por esta calle tan ancha,
al través de la ventana,
vi cómo se la llevaban
en una caja
muy blanca...
En una caja
muy blanca
que tenía un cristalito en la tapa.
Por aquel cristal se la veía la cara
lo mismo que cuando estaba
pegadita al cristal de mi ventana...
Al cristal de esta ventana
que ahora me recuerda siempre el cristalito de aquella caja
tan blanca.
Todo el ritmo de la vida pasa
por el cristal de mi ventana...
¡Y la muerte también pasa!


¡Qué lástima
que no pudiendo cantar otras hazañas,
porque no tengo una patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa
solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo que ganara
una batalla,
ni un sillón de viejo cuero, ni una mesa, ni una espada,
y soy un paria
que apenas tiene una capa...
venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia!

(Fragmento de “Que lastima”)

 
Debemos de buscar el origen de cada familia, nuestro linaje, para hacer del camino lo importante, para realizar el recorrido en el tren dispuestos a aprender, a compartir, a construir, debemos de conocerlo para no perder la ruta, para que el sextante y el astrolabio sigan llevándonos.

En los años noventas vi en la TV una serie basada en el libro de Alex Haley “Raíces”, años después pude leer su libro, este autor que ayudo a Malcolm X a escribir su autobiografía. En fin, en Raíces Haley busca su origen, desde aquel niño nacido en el último tercio del siglo XVIII en África, secuestrado, traído a América por los cultos británicos y vendido a los sureños de lo que entonces era propiedad (así decían) de la corona (siempre justa y digna).

Hoy les dejo aquí algo del libro de Haley.

Con afecto y legando un sueño.

Alejandro.

 

ooOOoo

 

Raíces

Alex Haley

 

A comienzos de la primavera de 1750, en la aldea de Juffure, a cuatro días, río arriba, de la costa de Gambia, África Occidental, nació un varón, hijo de Omoro y Binta Kinte. Hizo fuerza para salir del cuerpo joven y vigoroso de Binta. Era negro como ella, y por su cuerpo resbaladizo le chorreaba la sangre de su madre. Lloraba con todas sus ganas. Las dos arrugadas parteras, la vieja Nyo Boto y Yaisa, abuela de la criatura, se echaron a reír de alegría al ver que era un varón. Según sus antepasados, el primogénito varón presagiaba la bendición especial de Alá, no sólo para sus padres sino también para la familia de los padres.


Además, se sabía con orgullo que el nombre Kinte sería perpetuado y distinguido.


(…)– ¡El primer hijo de Omoro y Binta Kinte se llama Kunta! –gritó Brima Cesay.


 
(…) Una vez, en una fiesta de jardín del "Reader's Digest", la cofundadora de la revista, la señora Be Dewit Wallace, me había dicho que le gustaba mucho uno de los "personajes inolvidables" que yo había escrito. Era un viejo lobo de mar, un cocinero, que había sido jefe mío en la Fuerza de Guardamarinas de los Estados Unidos, y antes de partir, la señora de Wallace me dijo que acudiera a ella alguna vez si necesitaba ayuda. Ahora escribí a la señora de Wallace una carta, bastante avergonzado, contándole la búsqueda compulsiva en que me había embarcado. Ella invitó a un grupo de editores para que se reunieran conmigo, y ver su reacción. Tuvimos un almuerzo, en el que hablé tres horas sin parar. Poco después recibí una carta en la que se me decía que "Reader's Digest" me enviaría un cheque de trescientos dólares por mes durante un año, y además de eso, lo que era mi necesidad vital: "gastos de viaje necesarios, dentro de lo razonable".

Volví a visitar a la prima Georgia en Kansas City. Algo me impulsó a hacerlo, y la encontré muy enferma. Pero se entusiasmó al enterarse de lo que ya sabía, y de lo que esperaba saber. Me deseó la protección de Dios, y entonces volé a África.

Los mismos hombres con los que había hablado me dijeron con mucha naturalidad que habían hecho correr la voz por las aldeas, y que habían encontrado un griot que sabía mucho del clan de los Kinte. Se llamaba Kebba Kanji Fofana. Yo estaba por desmayarme. ¿Dónde está? Me miraron de manera extraña. – Está en su aldea.

Descubrí que si quería ver a ese griot tendría que hacer algo que nunca había soñado hacer: organizar lo que me pareció en ese momento una especie de minisafari. Después de tres días de negociaciones y de una interminable palabrería, por fin logré alquilar una lancha para ir río arriba; alquilar un jeep para llevar provisiones para el viaje de ida y vuelta por tierra; contratar un total de catorce personas, incluyendo a tres intérpretes y cuatro músicos, pues me habían dicho que los viejos griots nunca hablaban sin música de fondo.


En la lancha Baddibu, que avanzaba vibrando por el ancho y rápido "Kamby Bolongo", me sentía delicado, incómodos forastero. ¿Me considerarían un excéntrico más? Por fin delante estaba la isla James; durante dos siglos había habido allí un fuerte por el que se peleaban Inglaterra y Francia, pues era un punto ventajoso en la trata de esclavos. Preguntamos si podíamos desembarcar un momento, y recorrí las ruinas, aún protegidas por fantasmagóricos cañones. Imaginando las atrocidades que se habrían cometido allí, sentí furia al pensar en esa faceta de la historia del África negra. Sin suerte, traté de encontrar algún eslabón, un vestigio simbólico de alguna antigua cadena, pero saqué un trozo de argamasa y un ladrillo.

Durante los minutos siguientes, antes de volver al Baddibu, recorrí con la vista ese río que mi antepasado había mencionado a su hija, muy lejos, del otro lado del Océano Atlántico, en el condado de Spotsylvania, Virginia. Luego continuamos viaje, y al llegar a una aldea llamada Albreda, desembarcamos. Nuestro destino ahora quedaba a pie: era la aldea pequeña de Juffure, donde me habían dicho que vivía el griot.

Hay una expresión llamada "experiencia pico": es aquella que ningún otro momento en la vida de uno llega a superar. Yo la tuve, ese día, al avistar el territorio del África Occidental negra.

Cuando llegamos cerca de Juffure, los niños que estaban jugando afuera dieron el alerta, y la gente salió en tropel de sus chozas. Es una aldea de unas sesenta personas. Como la mayoría de esas aldeas, está tal cual como hace doscientos años, con sus casas redondas de barro y sus techos cónicos de paja.


Entre las personas había un hombre pequeño, con una túnica que había sido blanca, y un sombrero encasquetado sobre una cara de rasgos aguilenos. Tenía una aureola especial: era el hombre al que venía a ver y a oír.


Mis tres intérpretes se apartaron del grupo para rodearlo; los aldeanos, en su totalidad, se ubicaron a nuestro alrededor, en una especie de herradura, de tres o cuatro en fondo, y yo extendí los brazos hasta casi tocar los que estaban más cerca. Todos me miraban con fijeza. Me traspasaban con su mirada. Tenían el ceño fruncido por la intensidad de la mirada. Yo empecé a sentir una reacción visceral, una especie de agitación interna; intrigado, me preguntaba qué era esto... luego, al momento sentí como una oleada, y me di cuenta: ¡muchas veces en mi vida había estado entre multitudes, pero nunca en medio de una multitud donde todos eran negros como el carbón!

Emocionado, bajé los ojos, como solemos hacerlo cuando nos sentimos inseguros, inciertos, y me fijé en la piel de mis propias manos marrones. Esta vez, con mayor rapidez, y con mayor fuerza, sentí otra emoción gigantesca: yo era una especie de ser híbrido... me sentí impuro entre los puros; fue un sentimiento de terrible vergüenza. Entonces, abruptamente el viejo se alejó de los intérpretes. La gente también se fue, para situarse alrededor de él.

Uno de mis intérpretes se acercó y susurró en mi oído: –Lo miran tanto porque nunca han visto a un negro norteamericano. –Cuando comprendí, creo que eso me causó un impacto mayor que lo que había ocurrido realmente. No me habían estado mirando como a un individuo, sino que yo representaba ante sus ojos un símbolo de los veinticinco millones de negros que nunca habían visto, y que vivían allende el océano.

Las personas estaban apiñadas alrededor del viejo, y de vez en cuando me lanzaban miradas intermientes mientras hablaban animadamente en su lengua mandinga. Después de un rato, el viejo se volvió, caminó rápidamente entre la gente, pasó junto a mis tres intérpretes, y vino hacia mí. Mirándome con ojos penetrantes, como si creyera que yo entendía mandinga, expresó lo que ellos sentían con respecto a esos millones de nosotros, que nunca habían visto, y que vivían en los lugares que fueron destino de esos barcos de esclavos. La traducción fue la siguiente: Nuestros antepasados nos han dicho que hay muchos de nosotros, de este lugar, exiliados en ese lugar llamado América, y en otros lugares.

El viejo se sentó, frente a mí, y la gente rápidamente se reunió detrás de él. Luego empezó a recitar para mí la historia ancestral del clan de los Kinte, tal como había sido trasmitida oralmente, en el transcurso de los siglos, desde el tiempo de sus antepasados. No era una conversación; parecía más bien que estaba desenrollando un pergamino. Para los aldeanos inmóviles y silenciosos, era evidentemente una ocasión formal. El griot hablaba, inclinado desde la cintura, con el cuerpo rígido, los tendones del cuello saltados, y las palabras parecían casi objetos físicos. Después de una oración o dos, parecía ponerse flaccido, se echaba hacia atrás, para oír la traducción del intérprete. De la cabeza del griot surgió un linaje increíblemente complejo del clan de los Kinte, que se remontaba a través de muchas generaciones: quién se casó con quién; quién tuvo cuáles hijos; con quiénes se casaron luego los hijos; luego su descendencia.

Era realmente increíble. Me sorprendió no sólo la profusión de detalles, sino también el estilo bíblico de la narración, algo así: "... .y tal y tal tomó por esposa a tal y tal, y engendró... y engendró... y engendró...".– Luego nombraba la esposa del engendrado, y su numerosa prole, y así sucesivamente. Para fijar los hechos en el tiempo, el griot los relacionaba con acontecimientos, como "en el año de las grandes aguas" (una inundación), "mató a un búfalo del agua". Para determinar la fecha en el calendario, había que localizar la gran inundación.

Simplificando a sus puntos esenciales la saga enciclopédica que oí, el griot dijo que el clan de los Kinte se había originado en el país llamado Vieja Mali. Entonces los hombres Kinte eran tradicional mente herreros "que habían conquistado el fuego", y las mujeres hacían cerámica o tejidos. Con el tiempo, una rama del clan se traslado a Mauritania; fue desde Mauritania que un hijo de ese clan, cuyo nombre era Kairaba Kunta Linte, un morabito, u hombre santo en la fe musulmana, viajó hasta el país llamado Gambia.

Primero fue a una aldea llamada Pkli N'Ding, permaneció allí un tiempo, luego fue a una aldea llamada Jiffarong, y finalmente a Juffure.

En Juffure, Kairaba Kunta Kinte se casó por primera vez con una doncella mandinga llamada Sireng.

Con ella tuvo dos hijos, llamados Janneh y Saloum. Luego tomó una segunda esposa, llamada Yaisa. Con Yaisa tuvo un hijo llamado Omoro.

Estos tres hijos vivieron en Juffure hasta que se hicieron hombres. Entonces los dos mayores, Janneh y Saloum, se marcharon y fundaron una nueva aldea llamada Kinte–Kundah Janneh–Ya. El hijo menor, Omoro, se quedó en la aldea hasta cumplir las treinta lluvias (años) de edad, y entonces se casó con una doncella mandinga llamada Binta Kebba. Con ella, entre los años 1750 y 1760, Omoro Kunte engendró cuatro hijos, cuyos nombres eran, en orden de nacimiento: Kunta, Lamin, Suwadu y Madi.


El viejo griot había hablado durante casi dos horas hasta entonces, y tal vez cincuenta veces la narración había incluido algún detalle acerca de las personas nombradas. Ahora después de nombrar a esos cuatro hijos, agregó un detalle, y el intérprete tradujo:
 

"Para la época en que vinieron los soldados del rey (otra de las referencias del griot con respecto al tiempo), el mayor de los hijos, Kunta, se alejó de la aldea para cortar madera... y nunca volvió a ser visto...".


Y el griot siguió con su narración.
 

Yo estaba sentado como si fuera de piedra. Parecía que se me hubiera congelado la sangre. Ese hombre, que había vivido toda la vida en su aldea africana, no tenía forma de enterarse que acababa de repetir lo que yo había oído durante toda mi niñez en el porche de entrada de la casa de mi abuela en Henning, Tennessee... acerca de un africano que repetía con insistencia que su nombre era "Kintay"; que a la guitarra llamaba ko, y a un río, en el estado de Virginia, "Kamby Bolongo"; y que había sido robado y hecho esclavo mientras estaba no muy lejos de su aldea, cortando madera, para hacer un tambor.

Logré sacar mi cuaderno del bolso. Sus primeras páginas contenían la historia de la abuela, que mostré a uno de mis intérpretes. Después de leer por un momento, claramente sorprendido, habló rápidamente y se lo mostró al viejo griot, que se puso todo agitado; se levantó, hablando a la gente, indicando mi cuaderno, en las manos del intérprete, y entonces todos se pusieron agitados.

No me acuerdo que nadie diera una orden, sólo me acuerdo que me di cuenta de que las setenta y tantas personas habían formado un anillo humano a mi alrededor, y se movían en dirección contraria a las agujas del reloj, cantando dulcemente, en voz alta, luego suave; con los cuerpos juntos, levantando las rodillas, levantando nubes de polvo rojizo...


La mujer que salió del círculo era igual a otras muchas que llevaban a sus hijos colgados de la espalda. Con el negrísimo rostro contorsionado, la mujer corrió hacia mí, golpeando la tierra con las plantas de los pies, y desprendiéndose el bebé, me lo entregó con rudeza, con un gesto que parecía decir "¡Tómelo!"... y yo lo tomé, acercándolo a mí. Luego ella me lo quitó, y entonces otra mujer hizo lo mismo con su hijo, y otra, y otra... hasta que debo haber abrazado por lo menos una docena de bebés. Recién un año después me enteré, por un profesor de la universidad de Harvard, el doctor Jerome Bruner, especialista en estos asuntos: "Usted no sabía que estaba participando en una de las ceremonias más antiguas de la

humanidad, llamada "la imposición de las manos". A su manera, le estaban diciendo: "Por esta carne, que es la nuestra, nosotros somos usted, y usted es nosotros".

Más tarde los hombres de Juffure me llevaron a la mezquita hecha de bambú y paja, y oraron a mi alrededor en árabe. Recuerdo qué pensé, arrodillado como estaba: "Después de descubrir mis orígenes, no entiendo ni una palabra de lo que dicen". Más tarde me tradujeron lo esencial de la oración: "Alabado sea Alá por uno de nosotros, tanto tiempo perdido, que Alá nos ha devuelto".
 
Como habíamos venido por río, yo quería volver por tierra. Sentado al lado del joven y musculoso conductor mandinga, que dejaba atrás de nosotros una polvareda en el camino caliente, escabroso, lleno de pozos hacia Banjul, tuve de repente una percepción sorprendente: si cualquier negro estadounidense pudiera como yo, tener alguna pista ancestral, si pudiera saber quiénes fueron sus antepasados africanos, paternos o maternos, y dónde vivían cuando fueron capturados, entonces esas, pocas pistas podrían ayudarlo a localizar a algún viejo griot cuya crónica podría llegar a revelar el clan ancestral del negro estadounidense, tal vez hasta la aldea misma.
 

Mentalmente empecé a ver, como si fueran proyectadas en una pantalla, algunas descripciones que había leído sobre la manera en que habían sido condenados a la esclavitud, colectivamente, millones de nuestros antepasados. Muchos miles fueron secuestrados individualmente, como mi antepasado Kunta, pero los demás habían despertado en la mitad de la noche, tratando de huir de las aldeas invadidas, a – menudo incendiadas. Los sobrevivientes que capturaban eran encadenados por el cuello, formando una especie de procesión que a veces alcanzaba hasta una milla de largo. Imaginé los que morían, los que eran abandonados a su suerte cuando estaban demasiado débiles para continuar esa tortuosa marcha a la costa. Los que llegaban eran engrasados, afeitados, les revisaban todos los orificios, los marcaban con hierros candentes. Los vi bajo los latigazos, arrastrados hacia las balsas. Vi sus espasmos, sus alaridos, la tentativa de aferrarse con las uñas a la tierra de la orilla, mordiendo la arena en su deseperación por tocar por última vez el África que había sido su hogar. Vi cómo los empujaban, cómo les pegaban, cómo los arrastraban a las hediondas bodegas de los barcos, donde los encadenaban a las tablas, hacinándolos de tal manera que tenían que yacer de costado.
 

Tenía la mente llena de estas imágenes cuando nos aproximamos a otra aldea. Mirando hacia adelante, me di cuenta de que ya se habían enterado de lo sucedido en Juffure. El conductor disminuyó la marcha y pude ver a los habitantes de la aldea apiñados en el camino; saludaban con la mano en medio de una cacofonía de gritos. Me puse de pie en el jeep, devolviéndoles el saludo mientras se abrían con desgano para dejarnos pasar.
 

Supongo que habríamos recorrido un tercio de la extensión de la aldea cuando de repente me di cuenta de lo que gritaban: los viejos marchitos con sus túnicas, las madres y los niños desnudos, negros como el alquitrán, me saludaban. Con expresión vivaz, radiantes, todos decían, a la vez: "¡Meester Kinte! ¡Meester Kinte!".
 

Debo decir una cosa: soy un hombre. Me nació un sollozo desde abajo, y fue subiendo, me llenó las manos, llegó a la cara, y me puse a llorar como no lo hacía desde que era niño. "¡Meester Kinte!". Era como si estuviera llorando por todas las increíbles atrocidades de la historia, los actos contra nuestros prójimos, que parecen ser la imperfección mayor de la humanidad...
 

(…) En realidad, veo que desde mi niñez parte una sucesión de ocurrencias relacionadas, que ama vez unidas, son la causa de la existencia de este libro. La abuela y las demás me enseñaron la historia. Luego, por una serie de circunstancias, cuando trabajaba en la cocina de los barcos de la Fuerza de Guardamarinas, empecé el largo proceso de aprender a escribir, experimentando y cometiendo errores. Y debido a que llegué a amar el océano, mis primeros cuentos acerca de aventuras marítimas provinieron de amarillentos documentos depositados en los Archivos de la Fuerza de Guardamarinas. Era imposible adquirir una preparación mejor para hacer frente a los problemas de investigación que traería aparejados este libro.
 
La abuela y las demás señoras viejas siempre habían dicho que el barco del africano llegó a Annapolis. Era el puerto que queda en el estado de Maryland. Ahora decidí tratar de ver si podía descubrir qué barco había partido hacia Annapolis desde el río Gambia, con un cargamento humano entre el que se contaba el "africano" que insistía en llamarse "Kintay" después que su amo John Waller le había puesto el nombre de "Toby".
 
(…) El 29 de septiembre de 1967, sentí que no debía estar en ninguna otra parte del mundo que no fuera el muelle de Annapolis, y así fue. Habían pasado doscientos años desde el día del arribo del Lord Ligonier.
 
Miré hacia el mar, a través de las aguas por las que había sido traído mi antepasado, y volví a llorar.
 

El documento de 1766–67 compilado en el Fuerte James, río Gambia, decía que el Lord Ligonier había zarpado con 140 esclavos en la bodega. ¿Cuántos habían sobrevivido? Volví al Registro de Maryland y busqué hasta encontrar el informe del cargamento a la llegada a Annapolis. He aquí el inventario: 3265 "dientes de elefantes", o como se llamaban entonces los colmillos; 3700 libras de cera de abeja; 800 libras de algodón en bruto, 32 onzas de oro de Gambia; y 98 negros". La pérdida de 42 africanos durante la travesía, es decir, alrededor de un tercio, era lo normal.

Me di cuenta de que la abuela, la tía Liz, la tía Plus y la prima Georgia también habían sido griots, a su manera. Mis apuntes contenían la historia centenaria de nuestro africano, vendido al amo John Waller, quien le habia dado el nombre de "Toby". Durante su cuarta tentativa por escapar, cuando fue arrinconado y había herido con una piedra a uno de los dos captores profesionales de esclavos, le habían cortado parte del pie. El hermano del amo John el doctor William Waller le había salvado la vida; indignado por la mutilación, se lo había comprado a su hermano. Deseaba que hubiera algún documento de todo esto

(…) Finalmente, entretejí las siete generaciones que aparecen en este libro. Mientras escribía Raíces, he hablado muchas veces acerca de cómo surgió el libro, y es lógico que de vez en cuando alguien pregunte:

"¿Cuánto del libro es realidad, y cuánto ficción?". Creo, según mis conocimientos y mis esfuerzos, que todo lo referido al linaje proviene de la historia oral, cuidadosamente preservada por mi familia y que he logrado corroborar en documentos. Esos documentos, y los innumerables detalles textuales de lo que eran los modos de vida, la historia cultural, etc., provienen de años de intensas investigaciones en más de cincuenta bibliotecas, archivos y otros depósitos de tres continentes.
 
Como yo no existía cuando ocurrió la mayor parte de mi historia, el diálogo y los incidentes son una amalgama novelada de lo que sé que tuvo lugar, y de lo que, según mis investigaciones, siento que tuvo lugar.

Pienso que no sólo me están "mirando" la abuela, la prima Georgia, y las otras señoras, sino también todos los demás: Kunta y Bell; Kizzy; el Gallito George y Matilda; Tom e Irene; el abuelo Wiil Palmer; Bertha; mamá, y ahora, el último en reunirse con ellos, papá..





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