lunes, 19 de mayo de 2014

Los limites del perdón, la banalidad del mal. Simon Wiesenthal y Hanna Ardent




"Una filosofía de la humanidad se distingue de una filosofía del hombre por su insistencia en el hecho de que no es un Hombre, hablándose a sí mismo en diálogo solitario, sino los hombres hablándose y comunicándose entre sí, los que habitan la tierra"
Hanna Ardent

Eichmann en Jerusalén, la banalidad del mal – Hanna Ardent

En un periódico de tiraje nacional leí esta nota: “Las más de 200 adolescentes secuestradas el pasado 14 de abril de 2014 en Nigeria por milicianos del grupo islamista Boko Haram estarían siendo violadas hasta 15 veces al día”, según ha relatado una chica que logró huir de los milicianos, en declaraciones recogidas por el portal informativo nigeriano” The Trent.

Es curioso, esta nota, que es terrible, en México y en tantos lugares ha abierto la puerta a una discusión y a la determinación de resolver uno de los actos más ominosos que los seres humanos realizamos, y digo que es curioso, porque no es un caso singular, en el mundo miles de personas son secuestradas por múltiples razones, ninguna es valida por si misma, ni moral ni ética, más este caso no es singular, cada dá existe un desprecio por la vida que cubre la faz de la tierra, por ello me atrevo a traer a colación algunos textos de Hanna Ardent, quien fue testigo y cronista del juicio de Eichmman en Jerusalén en 1961 y de donde nace su texto y que junto con otros de su obra habla sobre el mal, algo tan común y tan poco entendido.

También deseo traer a colación otra parte de la moneda, el perdón, dos personas creo que lo han trabajado ambos devastados y obligados a ser objeto del mal, ambos hablan sobre el perdón-

Primo Levi. Autor de “Si esto es un hombre


Simon Wiesenthal, autor de “Los límites del Perdón”


Los dejo con Hanna Ardent.

Alejandro.
 
“Jamás ha sido tan imprevisible nuestro futuro, jamás hemos dependido tanto de las fuerzas políticas, fuerzas que parecen pura insania y en las que no puede confiarse si se atiene uno al sentido común y al propio interés. Es como si la Humanidad se hubiera dividido a sí misma entre quienes creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin) y entre aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas”, este es uno de los párrafos con los cuales inicia Hanna Ardent “Los orígenes del totalitarismo”

El mal radical es “absoluto porque ya no puede ser deducido de motivos humanos comprensibles”

El mal no es nunca “radical”, sólo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. Es un “desafío al pensamiento”, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la “banalidad”. Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical."


  • Eliminación de la persona jurídica: No hay motivos para ser confinado.
  • Eliminación de la persona moral: No quedan opciones éticas buenas.
  • Eliminación de la espontaneidad: Los prisioneros se convierten en una mera amalgama de reacciones previsibles, pierden toda individualidad.

La triste verdad es que el mal lo hacen, la mayor parte de las veces, aquellos que no se han decidido, o no han decidido actuar, ni por el mal ni por el bien. (…) Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente (…) comete sus fechorías en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad.
 
Pero allí no se agota el enorme caudal de cuestiones que rozan con el derecho y la justicia. Uno de los que con más pasión trata la autora es el de la autoría por el dominio sobre un aparato verticalizado de poder. De la contemplación que efectúa Arendt de la maquinaria nazi, concluye razonando igual que los jueces en la sentencia: el grado de responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal. Otra cuestión de imprescindible tratamiento es la de la aparente imposibilidad de actuación de otro modo que a menudo se invocaba por parte de nazis acusados de delitos. ¿Cuál era la suerte corrida por el agente que se negaba a participar de actos aberrantes o genocidas? Con asombro, Arendt descubre que no hay ni una sola prueba de actos de venganza o represalias severas por parte del régimen contra quien se negaba. Ella nos recuerda con dureza, que en aquellos tiempos, todas las actuaciones estatales estaban respaldadas en leyes, decretos y reglamentos, cuando no en la propia palabra del Führer, considerada ley suprema inclusive por prestigiosos constitucionalistas. Es decir, que se daba la paradoja de que actos aberrantes y constitutivos de genocidio y de violaciones a los derechos humanos básicos, formaron parte entre 1933 y 1945 del ordenamiento jurídico del Estado. Lo criminal desde el punto de vista de los valores humanos hizo que se convirtiera en lo legal desde el punto de vista normativo. En palabras de la autora, estábamos en presencia de un Estado Criminal. Y precisamente, dentro de las reglas jurídicas de ese Estado Criminal, desobedecer una orden se convertía en un delito, en una violación a la norma estatal, aunque la norma dijese “debes participar en la matanza de judíos”. Ello, sumado al poderoso efecto que produce el ejercicio burocrático del poder estatal –por el cual hasta lo abyecto es convertido en algo rutinario y desapasionado (banal).

Otro tema central de la obra Arendt, es la escasísima emergencia de héroes provenientes desde las propias entrañas del nazismo.

Estas consideraciones se extienden al papel cumplido por los Judenrat, Consejos Judíos con los que solía entenderse Eichmann, y que allanaron el camino para que la maquinaria de exterminio nazi funcionara a pleno; la autora pone la lupa sobre su actuación y emite un juicio lapidario: casi todos ellos traspasaron el límite entre “ayudar a huir” y “colaborar en la deportación” de sus representados, sin que la excusa del mal menor pueda ser admisible, dado que la raquítica cifra de sobrevivientes cancela dicha alegación (de acuerdo con Ardent, en Hungría se salvaron 1.684 judíos gracias al sacrificio de 476.000 víctimas). La autora considera que en aquellas naciones en donde hubo una oposición decidida a la deportación, los nazis carecieron de la convicción necesaria para doblegarla, comportamiento que la llevó a concluir que el ideal de “dureza” de los nazis (o la apariencia monolítica de todo régimen totalitario) no era más que un mito dirigido al autoengaño, que ocultaba el cruel deseo de sumirse en un estado de conformidad a cualquier precio. También reserva imputaciones a muchos de los Estados sometidos por el yugo nazi: con excepciones dignas de mención (Italia, Bulgaria y especialmente, Dinamarca), los poderes punitivos locales fueron puestos, no sin entusiasmo en algunos casos (por ej., Polonia, Rumania, Ucrania, Lituania), al servicio de las S.S. para el asesinato de judíos, ya sea en el mismo lugar de su captura, o luego de su reasentamiento. Se puede observar que la verdadera magnitud del fenómeno del antisemitismo, latente en la cultura del centro y este europeos durante siglos y que implosionó bajo los designios de Hitler.

La obra además, tiende puentes permanentes con el terrorismo de estado, como cuando aborda el papel cumplido por las distintas agencias y corporaciones (Iglesias, partidos políticos, universidades, medios de comunicación, etc.) frente a dicho fenómeno, o bien al pronosticar fatídicamente que los totalitarismos modernos no conceden a sus enemigos la muerte del mártir, sino la simple, silenciosa y anónima desaparición.

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