domingo, 21 de febrero de 2010

Tres de Víctor Hugo

Víctor Hugo - Agust Rodin

Una de las novelas que más han marcado y sido derroteros en mi vida la escribió Víctor Hugo, desde que tenía diez años, hasta el día de hoy sigue siendo una de las pocas estrellas que guían mi navegar, yo me enamore de Cosset desde ese entonces y realmente creo que ella sigue viviendo en mi, claro, acepte a Marius, no como un contendiente, sino como una conclusión humana y lógica, con los años conocí la historia de su hija Adele Hugo, la historia de su padre, esa historia que sin tener la maestría de la pluma de Hugo, tiene la otra parte de los miserables, la del amor que duele y que desespera, por cierto existe una película El diario íntimo de Adela H, dirigida por Truffaut y actuada por la bella Isabelle Adjani.

Tambien esta el otro Hugo, aquel hombre liberal, que lucho desde la pluma y la tribuna como diputado por la libertad y la igualdad.

Hoy quiero compartirles algunas de las tres lecturas que más me han gustado de Hugo, espero las disfruten.
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Necedad de la guerra.
Estúpida Penélope, de sangre bebedora,
que arrastras á los hombres con rabia embriagadora
á la matanza loca, terrífica, fatal,
¿de qué sirves? ¡Oh guerra! si tras desdicha tanta
destruyes un tirano y un nuevo se levanta,
y á lo bestial, por siempre, reemplaza lo bestial?


Confrontaciones
¡Hablad! ¡hablad, cadáveres!
Decidme ¿quiénes son
los asesinos pérfidos
que así el puñal feroz
en vuestro seno mísero
hundieron á traición?
¿Quién eres tú? respóndeme
¿Tu nombre? —Religión.
—¿Y tu asesino? —El tímido
ministro del Señor.

¿Y á ti que, en cálida sangre,
te agitas ¿quién te hirió, quién?
¿cuál es tu nombre? —Justicia.
¿quién es tu asesino? —El Juez.

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Algo de los Miserables.

Aquella noche el obispo de D., después de dar un paseo por la ciudad, permaneció hasta bastante tarde encerrado en su cuarto. A las ocho trabajaba todavía con un voluminoso libro abierto sobre las rodillas, cuando la señora Magloire entró, según su costumbre, a sacar la plata del cajón colocado junto a la cama.
Poco después el obispo, sabiendo que su hermana lo esperaba para cenar, cerró su libro y entró en el comedor. En ese momento, la señora Magloire hablaba con singular viveza. Se refería a un asunto que le era familiar, y al cual el obispo estaba ya acostumbrado. Tratábase del cerrojo de la puerta principal.
Parece que yendo a hacer algunas compras para la cena había oído referir ciertas cosas en distintos sitios. Se hablaba de un vagabundo de mala catadura; se decía que había llegado un hombre sospechoso, que debía estar en alguna parte de la ciudad, y que podían tener un mal encuentro los que aquella noche se olvidaran de recogerse temprano y de cerrar bien sus puertas.
- Hermano, ¿oyes lo que dice la señora Magloire? -preguntó la señorita Baptistina.
- He oído vagamente algo -contestó el obispo.
Después, levantando su rostro cordial y francamente alegre, iluminado por el resplandor del fuego, añadió:
- ¡Adelante! -dijo el obispo.
(….) El obispo se volvió hacia el hombre y le dijo:
- Caballero, sentaos junto al fuego; dentro de un momento cenaremos, y mientras cenáis, se os hará la cama.
La expresión del rostro del hombre, hasta entonces sombría y dura, se cambió en estupefacción, en duda, en alegría. Comenzó a balbucear como un loco:
- ¿Es verdad? ¡Cómo! ¿Me recibís? ¿No me echáis? ¿A mí? ¿A un presidiario? ¿Y me llamáis caballero? ¿Y no me tuteáis? ¿Y no me decís: "¡sal de aquí, perro!" como acostumbran decirme? Yo creía que tampoco aquí me recibirían; por eso os dije en seguida lo que soy. ¡Oh, gracias a la buena mujer que me envió a esta casa voy a cenar y a dormir en una cama con colchones y sábanas como todo el mundo! ¡Una cama! Hace diecinueve años que no me acuesto en una cama. Sois personas muy buenas. Tengo dinero: pagaré bien. Dispensad, señor posadero: ¿cómo os llamáis? Pagaré todo lo que queráis. Sois un hombre excelente. Sois el posadero, ¿no es verdad?
- Soy -dijo el obispo- un sacerdote que vive aquí.
- ¡Un sacerdote! -dijo el hombre-. ¡Oh, un buen sacerdote! Entonces ¿no me pedís dinero? Sois el cura, ¿no es esto? ¿El cura de esta iglesia?
(…) Cada vez que pronunciaba la palabra caballero con voz dulcemente grave, se iluminaba la fisonomía del huésped. Llamar caballero a un presidiario, es dar un vaso de agua a un náufrago de la Medusa. La ignominia está sedienta de consideración.
- Esta luz alumbra muy poco -prosiguió el obispo.
La señora Magloire lo oyó; tomó de la chimenea del cuarto de Su Ilustrísima los dos candelabros de plata, y los puso encendidos en la mesa.
(…)- No tenéis que decirme quien sois. Esta no es mi casa, es la casa de Jesucristo. Esa puerta no pregunta al que entra por ella si tiene un nombre, sino si tiene algún dolor. Padecéis; tenéis hambre y sed; pues sed bien venido. No me lo agradezcáis; no me digáis que os recibo en mi casa. Aquí no está en su casa más que el que necesita asilo. Vos que pasáis por aquí, estáis en vuestra casa más que en la mía. Todo lo que hay aquí es vuestro. ¿Para qué necesito saber vuestro nombre? Además, tenéis un nombre que antes que me lo dijeseis ya lo sabía.
El hombre abrió sus ojos asombrado.
- ¿De veras? ¿Sabíais cómo me llamo?
- Sí -respondió el obispo-, ¡os llamáis mi hermano!
- ¡Ah, señor cura! -exclamó el viajero-. Antes de entrar aquí tenía mucha hambre; pero sois tan bueno, que ahora no sé lo que tengo. El hambre se me ha pasado.
El obispo lo miró y le dijo:
- ¿Habéis padecido mucho?
(…)- Caballero, voy a enseñaros vuestro cuarto.
El hombre lo siguió.
En el momento en que atravesaban el dormitorio del obispo, la señora Magloire cerraba el armario de la plata que estaba a la cabecera de la cama. Lo hacía cada noche antes de acostarse.
El obispo instaló a su huésped en la alcoba. Una cama blanca y limpia lo esperaba. El hombre puso la luz sobre una mesita.
- Bien -dijo el obispo-, que paséis buena noche. Mañana temprano, antes de partir, tomaréis una taza de leche de nuestras vacas, bien caliente.
- Gracias, señor cura -dijo el hombre.
Pero apenas hubo pronunciado estas palabras de paz, súbitamente, sin transición alguna, hizo un movimiento extraño, que hubiera helado de espanto a las dos santas mujeres si hubieran estado presente. Se volvió bruscamente hacia el anciano, cruzó los brazos, y fijando en él una mirada salvaje, exclamó con voz ronca:
- ¡Ah! ¡De modo que me alojáis en vuestra casa y tan cerca de vos!
Calló un momento, y añadió con una sonrisa que tenía algo de monstruosa:
- ¿Habéis reflexionado bien? ¿Quién os ha dicho que no soy un asesino?
El obispo respondió:
- Ese es problema de Dios.
(…) La historia es siempre la misma. Esos pobres seres, esas criaturas de Dios, sin apoyo alguno, sin guía, sin asilo, quedaron a merced de la casualidad. ¿Qué más se ha de saber? Se fueron cada uno por su lado, y se sumergieron poco a poco en esa fría bruma en que se sepultan los destinos solitarios. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón, oyó hablar una sola vez de su hermana. Al fin del cuarto año de prisión, recibió noticias por no sé qué conducto. Alguien que los había conocido en su pueblo había visto a su hermana: estaba en París. Vivía en un miserable callejón, cerca de San Sulpicio, y tenía consigo sólo al menor de los niños. Esto fue lo que le dijeron a Jean Valjean. Nada supo después.
(…) De repente Jean Valjean se puso la gorra, pasó rápidamente a lo largo de la cama sin mirar al obispo, se dirigió al armario que estaba a la cabecera; alzó la barra de hierro como para forzar la cerradura; pero estaba puesta la llave; la abrió y lo primero que encontró fue el cestito con la platería; lo cogió, atravesó la estancia a largos pasos, sin precaución alguna y sin cuidarse ya del ruido; entró en el oratorio, cogió su palo, abrió la ventana, la saltó, guardó los cubiertos en su morral, tiró el canastillo, atravesó el jardín, saltó la tapia como un tigre y desapareció
(…)- Adelante -dijo el obispo.
Se abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres hombres traían a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto era Jean Valjean. Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo el saludo militar.
- Monseñor... -dijo.
Al oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó estupefacto la cabeza.
- ¡Monseñor! -murmuró-. ¡No es el cura!
- Silencio -dijo un gendarme-. Es Su Ilustrísima el señor obispo.
Mientras tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.
- ¡Ah, habéis regresado! -dijo mirando a Jean Valjean-. Me alegro de veros. Os había dado también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también doscientos francos. ¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?
Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría pintar ninguna lengua humana.
- Monseñor -dijo el cabo-. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...
- ¿Y os ha dicho -interrumpió sonriendo el obispo- que se los había dado un hombre, un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído acá.
- Entonces -dijo el gendarme-, ¿podemos dejarlo libre?
- Sin duda -dijo el obispo.
Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
- ¿Es verdad que me dejáis? -dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en sueños.
- Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? -dijo el gendarme.
- Amigo mío -dijo el obispo-, tomad vuestros candeleros antes de iros.
Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo miraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiese distraer al obispo.
Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.
- Ahora -dijo el obispo-, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con el picaporte noche y día.
Después volviéndose a los gendarmes, les dijo:
- Señores, podéis retiraros.
Los gendarmes abandonaron la casa.
Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse.
El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:
- No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.
Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo continuó con solemnidad:
- Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios.
(…) Te lego, hija mía, los dos candelabros que están sobre la chimenea. Son de plata; mas para mí son de oro, de diamantes, y convierten las velas en cirios. No sé si el que me los dio está satisfecho de mí en el Cielo. He hecho lo que he podido
Amaos mucho, siempre. En el mundo casi no hay nada más importante que amar. Pensad alguna vez en el pobre viejo que ha muerto aquí.
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Carta que envía Víctor Hugo al Presidente de México, Benito Juárez García.

Al Presidente de la República Mexicana:
Juárez, vos habéis igualado a John Brown. La América actual tiene dos héroes: John Brown y vos, John Brown, por quien ha muerto la esclavitud; vos por quien ha vencido la libertad. México se ha salvado por un principio y por un hombre. El principio es la República; el hombre sois vos. Por otra parte, el fin de todos los atentados monárquicos es terminar en el aborto. Toda usurpación comienza por Puebla y termina en Querétaro. Europa, en 1863, se arrojó sobre América, dos Monarquías atacaron vuestra democracia; la una con un Príncipe, la otra con un ejército, el más aguerrido de los ejércitos de Europa, que tenía por punto de apoyo un flota tan poderosa en el mar como el mismo en la tierra; que tenía para respaldarlo todas las finanzas de Francia, recibiendo reemplazo sin cesar; bien comandado; victorioso en África, en Crimea, en Italia, en China, valientemente fanático de su bandera; que poseía en profusión caballos, artillería, provisiones, municiones formidables. Del otro lado, Juárez. Por una parte dos imperios, por la otra un hombre. Un hombre, con sólo un puñado de hombres. Un hombre arrojado de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, de rancho en rancho, de bosque en bosque, amenazado por la infame fusilería de los consejos de guerra, perseguido, errante, atacado en las cavernas como una bestia feroz, acosado en el desierto, proscrito. Por Generales, algunos desesperados; por soldados, algunos desnudos. Ni dinero, ni pan, ni pólvora, ni cañones. Los matorrales por ciudades. Aquí la usurpación llamándose legitimidad; allá el derecho, llamándose bandido.
La usurpación con el casco en la cabeza y la espalda imperial en la mano, saludada por los obispos, precedida delante de ella y arrastrando tras ella, todas las legiones de la fuerza, el derecho solo y desnudo. Vos, el derecho, habéis aceptado el combate. La batalla de uno, contra todos, ha durado cinco años. Falto de hombres, habéis tomado por proyectiles las cosas. El clima terrible os ha socorrido; habéis tenido por auxiliar a vuestro sol. Habéis tenido por defensores a los pantanos infranqueables, los torrentes llenos de caimanes, las marismas plenas de fiebre, las vegetaciones tupidas, el vómito negro de las tierras calientes, los desiertos salados, los grandes arenales sin agua y sin hierbas, donde los caballos mueren de sed y hambre; la grande y severa meseta del Anáhuac que, como la de Castilla, se defiende por su desnudez, las barrancas siempre conmovidas por los temblores de los volcanes, desde el Colima hasta el Nevado de Toluca. Habéis llamado en vuestro auxilio a vuestras barreras naturales: lo escabroso de las cordilleras, los altos diques basálticos y las colosales rocas de pórfido. Habéis hecho la guerra del gigante y vuestros proyectiles han sido las montañas.
Y un día, después de cinco años de humo, de polvo y de ceguera, la nube se ha disipado y entonces se han visto dos imperios caídos por tierra. Nada de Monarquía, nada de ejércitos; nada más que la inconformidad de la usurpación en ruina y sobre este horroroso derrumbamiento, un hombre de pie, Juárez y al lado de este hombre, la libertad. Vos habéis hecho todo esto, Juárez y es grande; pero o que os resta por hacer es más grande todavía.
Escuchad, ciudadano Presidente de la República Mexicana:
Acabáis de abatir las monarquías con la democracia. Les habéis demostrado su poder, ahora mostrad su belleza. Después del rayo mostrad la aurora. Al cesarismo que masacra, oponed la República que deja vivir. A las Monarquías que usurpan y exterminan oponed al pueblo que reina y se modera. A los bárbaros, mostrad la civilización. A los déspotas, mostrad los principios. Humildad a los Reyes frente al pueblo, deslumbrándolos. Vencedlos, sobre todo, por la piedad. Protegiendo al enemigo se afirman los principios. La grandeza de los principios consiste en ignorar al enemigo. Los hombres no tienen nombre frente a los principios; los hombres son el Hombre. Los principios no conocen más allá de sí mismos. El hombre en su estupidez augusta no sabe más que esto: la vida humana es inviolable. ¡Oh venerable imparcialidad de la verdad! ¡Qué bello es el derecho sin discernimiento, ocupado sólo en ser el derecho!
Precisamente delante de los que han merecido legalmente la muerte, es donde debe abjurarse de las vías de hecho. La grandiosa destrucción del cadalso debe hacerse delante de los culpables. Que el violador de los principios sea salvaguardado por un principio. Que tenga esta dicha esta vergüenza. Que el perseguidor del derecho sea protegido por el derecho. Despojándolo de la falsa inviolabilidad, la inviolabilidad real, lo ponéis delante de la verdadera inviolabilidad humana. Que se quede asombrado al ver que el lado por el cual es sagrado, es precisamente aquel por el cual no es Emperador. Que este Príncipe que no sabía que era un hombre, sepa que hay en él una miseria, el Rey; y una majestad, el hombre. Jamás se os ha presentado una ocasión más relevante. ¿Osarían golpear a Berezowski en presencia de Maximiliano sano y salvo? Uno ha querido matar a un Rey; el otro ha querido matar una Nación.
Juárez, haced que la civilización dé este paso inmenso, Juárez, abolid sobre toda la tierra la pena de muerte. Que el mundo vea esta cosa prodigiosa: la República tiene en si poder a su asesino, un Emperador; en el momento de aniquilarlo, descubre que es un hombre, lo deje en libertad y le dice: Eres del pueblo como los otros. ¡Vete!
Esta será, Juárez, vuestra segunda victoria. La primera, vencer la usurpación, es soberbia. La segunda, perdonar al usurpador, será sublime.
¡Sí, a estos Príncipes, cuyas prisiones están repletas; cuyos patíbulos están corroídos de asesinatos; a esos Príncipes de cadalsos, de exilios, de presidios, y de Siberias; a esos que tienen Polonia, a esos que tienen Irlanda, a los que tienen La Habana, a los que tiene a Creta; a estos Príncipes a quienes obedecen los jueces, a estos jueces a quienes obedecen los verdugos, a esos verdugos obedecidos por la muerte, a esos Emperadores que tan fácilmente cortan la cabeza de un hombre, mostradles cómo se perdona la cabeza de un Emperador!
Sobre todos los códigos monárquicos de donde manan las gotas de sangre, abrid la ley de la luz y, en medio de la más santa página del libro supremo, que se vea el dedo de la República señalando esta orde de Dios: Tú ya no matarás.
Estas cuatro palabras son el deber. Vos cumpliréis con ese deber.
¡El usurpador será salvado y el libertador ay, no pudo serlo! Hace ocho años, el 2 de diciembre de 1859, sin más derecho que el que tiene cualquier hombre, he tomado la palabra en nombre de la democracia y he pedido los Estado s Unidos la vida de John Brown. No la obtuve. Hoy pido a México la vida de Maximiliano. ¿La obtendré?
Sí, y quizá a esta hora esté ya concedida. Maximiliano deberá la vida a Juárez.
¿Y el castigo?, preguntarán. El castigo, helo aquí:
Maximiliano vivirá “por la gracia de la república”.
Hauteville House, 20 de junio de 1967.

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