sábado, 11 de junio de 2011

Jorge Ibargüengoitia



Para José Luis, desde Santa Cruz de Juventino Rosas hace ya muchos años.

Pocos escritores poseen esa capacidad del sarcasmo, de la ironía, capaces de reírse de sí mismos y de todos, hombres que hacen análisis y ejecutan una sinfonía con la palabra, uno de esos escritores era Jorge Ibargüengoitia, alegre, jovial, leerlo es realmente un gozo, solo puedo decir de él que le hace tanta falta al mundo gente así.

Pero dejemos que Jorge Ibargüengoitia nos cuente algo sobre sí mismo, después su esposa, la pintora JOY LAVILLE y algo de su libro “Instrucciones para vivir en México”, y algo más “De la castidad y otros malos hábitos” y un video de varios comentarios de quienes le conocieron y compartieron con él
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Nací en 1928 en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma.

Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras. Ya adulto encontré una carta suya que yo podría haber escrito. Al quedar viuda mi madre regresó a vivir con su familia y allí se quedó. Cuando
yo tenía tres años fuimos a vivir en la capital; cuando tenía siete, mi abuelo, el otro hombre que había en la casa, murió.

Crecí entre mujeres que me adoraban. Querían que fuera ingeniero: ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara. En ese camino estaba cuando un día, a los veintiún años, faltándome dos para terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión -“lo que nosotras hubiéramos querido”, decían, “es que fueras ingeniero”-, más tarde se acostumbraron.

Escribí mi primera obra literaria a los seis años y la segunda a los veintitrés. Las dos se han perdido. Yo había entrado en la Facultad de Filosofía y Letras y estaba inscrito en la clase de Composición Dramática que daba Usigli, uno de los dramaturgos más conocidos de México. “Usted tiene facilidad para el diálogo”, dijo, después de leer lo que yo había escrito. Con eso me marcó: me dejó escritor para siempre.

En 1965 conocí a Joy Laville, una pintora inglesa radicada en México, nos hicimos amigos, después nos casamos y actualmente vivimos en París.
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LLEVABA UN SOL ADENTRO
JOY LAVILLE - Vuelta, marzo de 1985.

Jorge estaba trabajando en una novela que, tentativamente iba a llamarse Isabel cantaba, cuando llego la invitación para el encuentro de escritores en Colombia. Camino a ese e n c u e n t r o , ya se sabe, ocurrió el accidente. Jorge había dudado al principio: no quería interrumpir el trabajo de su libro. Sin embargo, cuando la hora de tomar una decisión llego, el estaba en un momento de su novela en el que tenía que detenerse y comenzarla de nuevo. Eso era normal ya que así trabajaba el, deteniéndose de vez en cuando y comenzando todo otra vez. Algunas veces tardaba varios días en tener una idea clara de por dónde dirigiría la nueva corriente de su historia. Pero una vez que encontraba la solución nada lo detenía y cambiaba muchísimo su versión anterior. Algún personaje secundario se convertía en protagonista, otro que antes era asesinado esta vez era el asesino. Cambiaba a sus personajes incluso físicamente.

Vivíamos en Paris desde hacía algunos años, sin frecuentar a mucha gente. No pocas de las cenas que hacíamos en casa con amigos fueron cocinadas por Jorge. Le gustaba inventar recetas y mezclaba, con mucho acierto según nuestros amigos, la cocina italiana con la mexicana. Hacia muchos platos diferentes y disfrutaba especialmente hacer las compras para la cena. Sobre todo con la vida de barrio que hay en Paris, donde cada uno de los comerciantes (el de los quesos, el de los vinos, el del pan) ya conocía a Jorge, lo aconsejaba y lo complacía en sus gustos. Había un vendedor de periódicos que se parecía increíblemente a un tío suyo de Guanajuato. Jorge no dejaba de divertirse con el parecido y llego a tener un trato cordial con ese hombre. Muchas veces hacia un recorrido un poco más largo para comprarle a en los periódicos en vez de adquirirlos en la esquina.

A Jorge le gustaba mucho caminar en Paris. Se convirtió en lo que los franceses llaman un flaneur, alguien que pasea por las calles disfrutando muchísimo todo lo que se ve, sin un rumbo muy fijo y disponible siempre a la sorpresa. Caminar al lado del rio era un gran placer, así como recorrer los puestos de bouquinistes: los libreros de viejo que tienen sus pequeños puestos sobre los muelles del Sena. Hay algunos barrios en los que las calles mismas son muy agradables y Jorge llego a conocer muy bien la ciudad. Hacia esas caminatas generalmente por las tardes, porque en las mañanas escribía y era muy riguroso consigo mismo en la continuidad de su trabajo. Por las mañanas cada uno se hacía su propio desayuno. El mío era muy escueto mientras que a Jorge le gustaba que fuera más bien abundante. Luego escribía en su estudio durante toda la mañana. Su mesa estaba al lado de una ventana desde la cual se veía un colegio de señoritas. Cuando ellas salían de sus clases a la calle, Jorge interrumpía su trabajo y se quedaba viéndolas. Me recordaba entonces al personaje de la novela Lolita; y él se divertía mucho cuando se lo mencionaba.

Cuando interrumpía su trabajo al mediodía se acercaba a mi estudio y me ofrecía un tequila.

Tomábamos siempre algo juntos antes de comer. Después el leía acostado o escribía un poco, o salía a pasear. Mantenía su estudio con un orden meticuloso. Escribía con máquina y le fascinaban todas las cosas que venden en las papelerías. Sus expedientes y cuadernos de notas eran también muy ordenados. Siempre acompañaba su trabajo en las novelas con un cuaderno de reflexiones sobre el desarrollo de la trama y sus personajes. Disfrutaba enormemente el largo proceso de escribir y reescribir sus libros. Era un hombre fundamentalmente alegre: llevaba un sol adentro.

Jorge era agudo, dulce y alegre.

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Jorge Ibargüengoitia
Instrucciones para vivir en México


LECCIONES DE LA HISTORIA PATRIA


Monsieur Ripois y la Malinche
Una vez vino a México, de paseo, un pintor francés, Monsier Ripois "recomendado" a unos amigos míos, que para agasajarlo decidieron llevarlo a un día de campo al que me invitaron. No fue un día memorable, pero ocurrieron varias cosas que no he podido olvidar.

Por ejemplo, a la hora de la comida, alguien metió la mano en el frasco de las aceitunas, y una señora, que en sus Mocedades había sido conocida entre sus íntimos vía “la Malinche", dijo:

—Este hombre —se refería a M. Ripois— va a pensar que no conocemos los tenedores.

De M. Ripois conservo, aparte de la imagen borrosa de su aspecto físico, que no viene a cuento, el recuerdo de dos momentos. El primero de ellos fue cuando descubrió, en el dorso de una cajetilla de cerillos, la reproducción minúscula de un Tiziano. Le pareció admirable y prueba de que estaba en un país cultísimo.

El otro momento fue más complicado. Alguien hizo, de sobremesa, un chiste, y M. Ripois comento:

—Tiene usted (o tienen ustedes) una historia triste, y s i n e m b a r g o , ha (o han) logrado conservar la alegría.
La observación fue recibida con un silencio, debido en parte que fue hecha en francés y ninguno de los que estábamos escuchando entendía ese idioma lo suficiente como para estar seguros de a que se refería. No supimos si la historia que le parecía triste a M. Ripois era la del señor que había hecho el chiste, o la de todos los que formábamos el grupo, o la de México, nuestra patria.

Por mi mente —y supongo que por la de todos los demás— pasaron como exhalación imágenes de episodios molestos que podían justificar cualquiera de estas posibilidades; la media hora que nos había hecho esperar la esposa del autor del chiste, mientras acababa de arreglarse, la descompostura de la camioneta en que viajábamos y la invasión norteamericana —cualquiera de estas.

Fue la Malinche la primera que salió a la palestra, diciendo:

—Ay, no. Nuestra historia no es tan triste.

Lo que pasó después se ha perdido para mí en la noche de los tiempos, no creo que hayamos discutido el asunto exhaustivamente. Lo más probable es que el tema haya quedado en suspenso.

Pero desde ese momento, cada vez que hay una fiesta nacional o un debate en la Cámara sobre asuntos de historia patria, me acuerdo del episodio y me pregunto:

—.Sera triste nuestra historia?

Es una pregunta idiota, porque lo triste o lo alegre de una historia no depende de los hechos ocurridos, sino de la actitud que tenga el que los está registrando. Para Sancho Panza, su propia historia es un éxito: "en cueros nací, en cueros estoy, ni gano ni pierdo".

Pero sí en cambio alguien piensa que nació entre sabanas bordadas, es hijo secreto del rey de Nápoles y está convencido de que si tuviera dinero para hacer el viaje podría reclamar en propiedad varias islas del mar Egeo, lo más seguro es que pase por la vida sintiéndose desvalijado.

Creo que esto último es lo que nos está pasando a los mexicanos. Los libros de historia han ido cambiando, y al revisar los actuales noto que hay diferencias notables con lo que se ensenaba en mis tiempos.
Por ejemplo, los niños actuales, en vez de tener la idea, desagradable pero estimulante, de que somos producto del choque entre dos culturas, una estratificada y la otra rapaz, aprende en la escuela que somos los herederos de un gran imperio... O mejor dicho, de dos, porque los españoles son los villanos de la historia patria, pero al llegar al estudio de la historia universal, resulta lo mejorcito de Europa.

La antigüedad indígena es no solo gloriosa, sino paradisiaca. El clima es inmejorable, se inventan las chinampas, el comercio florece, los reyes aztecas son grandes estadistas preocupados por el bienestar de sus súbditos y hasta por la educación de los mismos, si inventan las guerras floridas es llevados por su fe y por una confabulación diabólica de la naturaleza, que responde con abundantes cosechas en los años de muchos sacrificios. La Conquista es algo terrible, pero al cabo de tres siglos de injusticias el país acaba funcionando como un relojito, produciendo riquezas a montones.

Ahora bien, .como no va a resultar triste una historia que después de empezar tan bien y de seguir regular, llega a "México independiente", que es un estudio en el que hay frases como: "Se fortificaron en un lugar en que había de todo, menos agua." "No tomo la precaución de apostar centinelas en la margen izquierda del rio." "Se quedó esperando al general M. que había prometido reforzarlo con cuatro mil de a caballo." "Si tuviéramos parque..." "Se fue con el dinero que estaba destinado a comprar municiones..." "En vez de levantarse en armas, como estaba convenido, salió en viaje de estudio, rumbo a Alemania." "Se dirigió a la Guarnición de la Plaza con objeto de pedirle al comandante protección de su vida, pero no pudo hallarlo..."

Pero no hay que desesperar. No todo es así. Después viene la fundación del PRI. (21-9-71)

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De la castidad y otros malos hábitos



Ante la amable petición de quien tan acertadamente dirige, redacta, forma, etc., esta revista, en el sentido de que escribiera alguna cosilla acerca de los paraísos artificiales, me dirigí al docto Mimí Pinzón, quien me proporcionó el fichero que adjunto a continuación. Dice así:

Alpipsia. Vicio de Alpeps. Consiste en llegar de la oficina a las siete de la noche, o a más tardar al cuarto para las ocho, quitarse los zapatos, el saco y la corbata, guardar todo con esmero y luego, en calcetines, entrar en la cocina y preparar un batido de lo siguiente: soletas, leche condensada, mermelada de zarzamora, un poco de vainilla y tres huevos, se le agrega ron al gusto y luego, se lo toma uno frente a la televisión. Este vicio, como puede verse fácilmente, es de principiantes y de asalariados.

Cenotipia. Consiste en trabajar bombas centrífugas, autosebantes o tractores diesel, sudar copiosamente, caminar una hora antes de llegar a casa, no tener luz eléctrica en la casa, encender un quinqué, quitarse la camisa y los pantalones que huelen a diesel, y ponerse otros medio limpios, pero que no huelen a diesel, llenar una palangana de agua limpia, y lavarse la cara y los brazos con jabón Heno de Pravia, cenar hojas de naranjos y tacos de frijoles con chile, y luego, sentarse en una chaise longe a leer Vogue, Harper’s Bazaar y las obras completas de Eudora Welty.

Cornucopia. Consiste en tener un pleito con la novia a raíz de una discusión acerca de si es conveniente o no comer tortas en los camiones, arrojar siete pesos de tortas por la ventanilla, bajarse en una esquina imprevista, ver cómo se aleja el camión con la novia llorosa, caminar veinticinco cuadras, llegar a casa, poner en el tocadiscos la pieza predilecta de la novia, apagar las luces y acostarse en el piso de la estancia despatarrado, mirando al techo con una mueca de dolor.

Disotermia. Consiste en vivir en pecado con una joven durante tres años, aburrirse de ella, descubrirla cuando un hombre, de preferencia de origen argentino, le besa la mano, comprar un boleto para los ejercicios de encierro del padre Pérez del Valle S. J., pasar dos días levantándose a las cinco de la mañana, bañándose en agua fría, comiendo comida de monjas y haciendo otras mortificaciones, y luego, en un orgasmo de santidad, confesar: “¡Padre, he vivido en pecado!”.

Dipsomanía. Consiste en prometerse uno mismo no tomar copas en dos semanas. Entrar el primer sábado a las doce del día en el Sorrento, encontrarse con media docena de periodistas de segundo orden (cada uno de los cuales se ha prometido a sí mismo no tomar copas en dos semanas), caminar los siete hasta La Universal, saludando gentes en la Avenida Juárez, tomar cuatro cervezas en La Universal, Pagar la cuenta, caminar hasta La Mundial, tomarse otras cuatro cervezas y gastar cuarenta pesos en las rifas de pollos; no sacarse ninguno; organizar una expedición punitiva para ir a comprar tacos, ir a comprar tacos, comerse los tacos con otras cuatro cervezas, pagar la cuenta, caminar hasta Ambos Mundos, pedir ron Castillo, hablar del pecado original y tirar la tercera copa de ron Castillo, despedirse de los que se van, ayudar a vomitar a los que se quedan, hablar de la vida íntima, y del pasado, tirar otra copa de ron Castillo, pagar con un vale, caminar hasta el Caracol, bailar, beber, y luego, después de un pleito con los meseros, dejar empeñadas las plumas fuente y los relojes.

Eupepsia. Consiste en no dar limosnas a los pobres. Es más, consiste en contestarles de mala manera. Por ejemplo: si un niño se acerca a pedir un “quinto para un pan”, se le contesta: “desde luego que no te lo doy, muchachito”. Y se agrega, como para uno mismo: “Desde chiquitos se acostumbran a no trabajar”. A ésos que vienen a pedir trabajo, se les contesta: “¡Pero si usted tiene la cara llena de pústulas!”. A los que vienen de Querétaro y no tienen con qué regresar: “Usted lo que quiere es emborracharse, en su rostro se ven los estigmas de todos los vicios”. A las mujeres que traen receta y no tienen para la medicina: “Vaya a la Cruz Roja, allí todo lo regalan”. A los ciegos que quieren cruzar la calle: “Cómprese un perro de esos amaestrados, hay unos muy buenos”.

Geodesia. Es el vicio de los Magallanes frustrados. Consiste en tener enmarcado un plano de la Ciudad de París del siglo XVIII, beber Pernod de 45 grados, poniendo el hielo primero y teniendo cuidado de que se queme antes de agregar el agua, pasar queso Camambert en una tabla después de la comida, probar el vino y decir “este vino era mejor antes”, comprar un libro que se llama Europe Gourmand y dejarlo olvidado arriba de una consola, y discos de Katyna Ranieri y “la Piaff”, y luego, en momentos de intimidad, decir a los amigos:; “si Dios me socorre, el año que viene llevaré a los niños a que conozcan el mar”.

Godonia. Es un vicio femenino. Consiste en leer las obras completas de Eric Fromm y luego, ir descubriendo rasgos femeninos en el marido, que es un orangután; en decirles a los amigos neurasténicos, que no saben amar; en hablarles a las amigas embarazadas de Jonás y la Ballena; en rechazar amistades por “negativas”; en descubrir en sí misma talentos para la poesía y sentirse frustrada ipso facto; en cambiar de peinado cada quince días; en sentir la vida vacía, y luego, en una borrachera, romper una puerta de un puñetazo.

Megapopsis. Consiste en haber tomado Chabils hace cinco años y mencionar el hecho cada vez que se juntan más de cuatro personas; en mezclar en la conversación las aventuras de Carlos (Fuentes), Elena (Poniatowska) y Jaime (Torres Bidet); en recordar vívidamente los detalles de aquella noche sublime en que Serge Lifar inventó el mambo; en conocer a la perfección los hábitos sexuales del Megaterio y del Leviatán y en admirar los sombreros de Jackie. Los adictos a este vicio acostumbran pasar temporadas de un mes en Toluca y platican que estuvieron en Bermudas.

Misticomanía. Consiste en leer el Manual de quiromancia sentado en el excusado, en voltear tazas de café turco, en quedarse absorto contemplando la propia mano, en hacer expediciones a la Colonia Nápoles para consultar a una cartomanciana; en comprar en la Librería Francesa los doce libros de Barbault; en decirles a los amigos que no son del signo que se imaginan, sino de otro mucho más desagradable; en encontrarle a la gente parecido con Lord Robert Baden Powell, e insultarla; en no lavar los platos y decir “es que soy Picis”, o romper la piñanona y decir “es que soy Aries”, o matar al gato y decir “es que soy Cáncer”; en tomar la mano de la recién llegada y decirle “Veo en tu mano que no sabe usted vestirse”, o la del recién llegado y decirle: “Veo en su mano que es usted muy atractivo sexualmente”; o decirle a un hombre: “Tú me vas a amar, yo soy bruja y lo siento en la punta del estómago”.

Positiluxia. Consiste en saber todas las respuestas sin haberlas aprendido; en estar avergonzado de tener casa propia; en comprar un Volkswagen en abonos, y un refrigerador en abonos; en decir la frase: “el sistema bancario mexicano es el agio legalizado”; en abrir una lata de jamón jaleado de $80.00, acordarse entonces de los menesterosos de la India, y comerse el jamón de mala gana; en ir a la representación de las Brujas de Salem; en decir al plomero que en México priva la injusticia y obligar a la criada a recitar Pipa pases para solaz de la concurrencia.

Todos estos vicios están debidamente comprobados, catalogados y sancionados por la Academia de la Lengua, el Instituto de Investigaciones Escatológicas y el Colegio de Cardenales. Esta publicación y yo en particular, nos hemos hecho acreedores de toda clase de bendiciones, agradecimientos y loas por haberlos dado a conocer como lo que son, poniendo de esta manera un hasta aquí a su propagación y ejercicio entre personas ignorantes y distraídas.

Revista S.NOB, n° 7, 15 de octubre de 1962, pp. 11-12. Edición facsimilar, México, Conaculta y Editorial Aldus, 2004
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VAMOS RESPETÁNDONOS
El derecho ajeno


Cuando cruzo una calle, tengo especial cuidado en respetar el derecho de paso que, según una ley no escrita, pero por todos aceptada en nuestra sociedad, tienen la multitud de prognatas chimuelos que circulan a ochenta kilómetros por hora en cochecitos que están al borde de la descompostura. Llevan la siguiente frase en mente:

—!Abranse bueyes, que lleva bala!

Cuando subo en un camión, tengo especial cuidado en respetar el derecho que tiene un empulcado a encender un radio portátil a todo volumen y quedarse dormido inmediatamente.

Esto lo hago, no porque exista una ley al respecto, ni escrita ni aceptada, sino porque no quiero entrar en una discusión en donde el enemigo va a esgrimir un argumento tan contundente como el derecho que el pobre tiene a divertirse.

Hace poco, y muy a mi pesar, tuve que intervenir en el caso de un vecino paracaidista que estaba matando a un perro a palos.

—Mire amigo —le explique— está usted viviendo entre gente decente. Esto quiere decir que tiene usted derecho a matar a su mujer, a su hijo y a su perro, siempre y cuando los vecinos no oigamos nada.

Ya antes había golpeado a su mujer y a su hijo, pero el perro hizo mucho más ruido.

Estos ejemplos los he puesto para fundamentar lo siguiente que voy a decir: no es por accidente que la frase célebre: "el respeto al derecho ajeno es la paz" haya sido inventada por un mexicano ilustre. Nuestra sociedad estaba destinada, desde tiempo inmemorial, a producir semejante joya del sentido común. No porque seamos un pueblo especialmente respetuoso del derecho ajeno, sino porque somos extraordinariamente conscientes del propio.

Pero aunque subjetivamente todos sepamos que tenemos los mismos derechos que el más pintado, en el plan objetivo la cosa cambia. Y aquí vuelvo a referirme al primer ejemplo que puse: aunque yo sepa, en mi fuero interno, que tengo tanto derecho a pasar como el prognata chimuelo, le cedo el paso, porque el va en coche y si cruzo, me atropella. Esta es una de las diez millones de pequeñas humillaciones que sufrimos a diario todos los mexicanos. Sabemos que todos tenemos los mismos derechos, pero muchas veces no estamos en condiciones de exigir que se nos respeten.

Un albañil borracho y un licenciado borracho, serán iguales a los ojos de Dios, pero no a los de la policía.

Todos los habitantes de la ciudad de México tenemos derecho a construir nuestras casas como nos dé la gana, pero el Departamento del DF tiene derecho, en muchos casos (o cuando menos, actúa como si lo tuviera), de decirnos de que tamaño hemos de hacer las ventanas y cuál es la altura máxima que debe tener el último piso. De tal manera, que el futuro propietario se encuentra ante la disyuntiva de hacer la casa según la voluntad de los técnicos del Departamento del DF o de no hacer nada. Al resignarse y aceptar la primera alternativa, explica a sus amistades:

—No me voy a poner a las patadas con el Departamento...

Este es otro caso de respeto al derecho ajeno, según lo entendemos los mexicanos.

Hemos llegado a una conclusión: todos los mexicanos somos iguales y tenemos los mismos derechos, pero al mismo tiempo, vivimos en una sociedad de castas. La adaptación al medio consiste en dejar que se nos sequen derechos, como ramas en un árbol viejo, de acuerdo con la casta a la que pertenecemos. El ultimo derecho que se nos seca es el de quedarnos dormidos en vía pública.

Mientras esto ocurre en los estratos inferiores de la sociedad, en el otro extremo, en los superiores, los derechos son infinitos, inviolables y llegan a extremos heroicos.

El presidente municipal de San Miguel de Allende, por ejemplo, cree que tiene derecho a no ver barbones y melenudos sentados en la plaza que queda frente a palacio, y pasando del pensamiento a la acción, cierra la plaza con la policía, copa a los melenudos, manda traer dos peluqueros y en cuestión de horas se acabaron los melenudos. Ahora hay rapados. Y si hay alguien que crea que tiene derecho a dejarse crecer el pelo tan largo como le dé la gana, que se lo vaya a decir al presidente municipal, que para eso tiene sus policías y sus peluqueros.

Pero esto, que ocurrió hace unas semanas, no es más que la primera parte de la historia.

Porque no todos los rapados eran parias. Había varios hijos de san migueleases importantes y un siquiatra, que lo único que tenia de paria era lo extranjero y el no hablar español.

El caso es que, después de ejercer sus derechos, el presidente municipal ha dado un paso atrás y ya empieza a dar explicaciones. Ahora dice que rapo a los barbones por ser todos ellos vagos y malvivientes. Se le olvida que las barbas son cuestión de moda, y que a través de los anos, la rapada les hubiera tocado a Einstein, a Stanley y Livingston, a Lincoln, a Cervantes y Lope de Vega, a Cortes no digo, porque a ese lo hubieran linchado, a Colon, a Carlos V, y si nos vamos muy lejos, a Cristo con sus Apóstoles. En el supuesto de que hubieran ido a San Miguel, claro está. (19-8-69)

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