sábado, 30 de julio de 2011

Porque hemos de recordar el 6 y el 8 de agosto de 1945 “¡¡¡Dios mío ¿Qué hemos hecho?!!! Copiloto del Enola Gay al ver la explosión sobre Hiroshima



Hoy una flor blanca en cada ventana, en cada mesa, escritorio, en cada alma debe brillar junto a las velas, las lagrimas y la esperanza de que nunca, nunca más.

66 años, muchas vidas han sido, muchos caminos se han andado, muchos mares se han surcado, el seis de agosto de 1945 el tiempo se detuvo, el 8 de agosto volvió a detenerse, no importan los muertos, no importan los vivos, ambos saben que desde entonces están solos, que un botón basta para que no haya nada ni nadie, un gran sonido, un trueno como la voz de Dios y después, el silencio, solo el silencio hasta que las lagrimas hicieron surco en la tierra arida, adolorida, temerosa…

“Una enorme burbuja de gas incandescente de más de 400 metros de diámetro se formó en unos segundos, emitiendo una poderosa irradiación térmica. Debajo del hipocentro, la temperatura de las superficies expuestas a esa radiación alcanzó valores cercanos a los 4000 °C. Hubo incendios que se iniciaron incluso a varios kilómetros del epicentro. Las personas expuestas a ese rayo se quemaron. Aquellas protegidas al interior o por los edificios fueron aniquiladas o heridas debido a las proyecciones que trajo la onda de choque unos segundos después. Vientos de 300 a 800 km/h devastaron las calles y las casas. El largo calvario de los sobrevivientes recién comenzaba cuando el hongo atómico, que aspiraba el polvo y los escombros, comenzaba su ascensión de varios kilómetros”.

“Un enorme incendio generalizado se dispersó rápidamente con picos extremos de temperatura en varios lugares. Si la explosión no tocó algunas zonas, éstas tuvieron que afrontar segundos después el diluvio de fuego causado por los movimientos intensos de las masas de aire perturbadas”.

Al observar los efectos de la explosión el copiloto del Enola Gay, Bob Lewis, pronunció la famosa frase que quedó registrada en el archivo de vuelo: “¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho? Aunque viviera cien años quedarán en mi espíritu por siempre estos pocos minutos”.



Eiji Nakanishi

"Estaba en el salón de mi casa, con mis padres y mi hermana mayor, cuando estalló la bomba. Mi padre salió despedido al patio y el edificio se derrumbó por completo. Mi hermana me sacó de entre los escombros; aparecí llorando y cubierto de polvo. Tuvimos suerte porque todos salimos ilesos. En la casa de al lado vivían mis tíos y mi primo, que tenía mi edad. Mi tío quedó sepultado al destruirse su casa mientras gritaba a mi tía: ‘¡Sálvame! ¿Por qué no puedes salvarme?’. Pero ella ya no pudo hacer nada. Mi primo sobrevivió pero murió poco después, lo que dejó a mi tía un terrible sentimiento de culpa que la afectó durante toda su vida.

A todos los supervivientes nos dijeron que tarde o temprano íbamos a morir. Crecí pensando que no iba a hacerme mayor. Mis compañeros de colegio que no habían nacido cuando estalló la bomba querían ser deportistas, empresarios... Mientras que yo sólo soñaba con cumplir los 20 años. A los niños, la bomba nos robó nuestros sueños y nuestras esperanzas en la vida.

Después me enamoré de una chica y queríamos casarnos. Pero cuando sus padres se enteraron de que yo era un superviviente de Hiroshima, un hibakusha, se opusieron a la boda. Tenían miedo de que nuestros hijos naciesen con problemas. Por eso, lo primero que hice cuando nació el primero fue ir corriendo a ver si tenía todos los dedos. La bomba no nos ha dejado vivir libres, siempre nos ha perseguido, siempre ha estado en nuestra mente...

Ahora he venido a España, invitado por Greenpeace, como un paso más para ver cumplido mi sueño de morir con la alegría de que mi vida ha merecido la pena porque se ha conseguido la eliminación total de las armas nucleares. Porque los hibakusha sólo vivimos para eso, para pedir que no haya más Hiroshimas, más Nagasakis, no más bombas nucleares, no mas hibakushas...".


Etsuko Kanemitsu

"‘¿Por qué han parado la alarma si todavía puedo ver el avión que nos ataca en el cielo?’, me pregunté cuando las sirenas dejaron de sonar sobre Hiroshima y el Enola Gay volaba sobre nosotros. Miré hacia arriba una vez más y una luz cegadora me quemó el rostro. Una gran fuerza me empujó varios metros y caí al suelo del patio del instituto donde estudiaba. Caí de frente y al levantarme pude comprobar que mi pecho y la parte delantera de mi cuerpo, salvo el rostro, estaban intactos. Pero toda la ropa había desaparecido de la parte trasera de mi cuerpo y la piel de mi espalda ya no estaba. Miré a mi alrededor y todo lo que hacía unos segundos estaba allí había desaparecido, incluidas las compañeras que formaban en el patio.

Me llevé las manos a la cabeza y no tenía cabello, sólo carne quemada. ¿Dónde estoy?, me pregunté. Sólo sobrevivimos cuatro de las 50 estudiantes que estábamos fuera de las aulas en el momento de la tremenda explosión. No recuerdo cómo llegué a casa.

Mi madre consiguió un médico, pero él dijo que no tenía muchas posibilidades de salir adelante con vida y que era mejor que se esforzara en otros heridos menos graves. Mi madre no quiso escucharle y le suplicó: ‘Póngale aceite en el rostro, es una chica y necesita que se la pueda mirar a la cara o no tendrá ningún futuro’. El dolor que sentía era insoportable y tardé varios meses en recuperarme. A mi hermana nunca la encontramos y fue dada por muerta.

Cuando tenía 27 años me casé con un hombre que también había sobrevivido a la bomba. Los dos hemos pasado estos 60 años con graves enfermedades, pero no somos fáciles de liquidar. Hemos desafiado a la muerte".


Hideko Murota

"Yo estaba en la escuela cuando una luz cegadora se coló por la ventana y todo saltó por los aires. Tras pasar varios días en un refugio, y después de que algunas personas trataran en vano de encontrar a alguien de mi familia con vida, los otros supervivientes se reunieron para decidir qué hacían conmigo. Mi padre había muerto años antes del ataque, mi madre falleció en casa cuando nuestra vivienda se derrumbó tras la bomba, a mi abuelo nunca lo hallaron —se encontraba a sólo 800 metros del epicentro— y mi única hermana seguía oficialmente en paradero desconocido.

Me enviaron a un orfanato para los niños que habían perdido a sus familias. Lloré mucho porque pensé que me había quedado sola en el mundo. Algunas semanas después, una familia me adoptó y me fui a vivir con ellos. No fue hasta un año después que mi hermana, la única persona de mi familia que había sobrevivido, logró encontrarme y llevarme con ella. El Secreto de Zara. Se convirtió en mi madre y mi amiga, trabajó para que pudiera seguir estudiando y vivimos juntas hasta que cumplió 53 años y un cáncer de pecho acabó con su vida.

Desde entonces he estado completamente sola. Nunca me casé: vivimos para cuidarnos la una a la otra porque no teníamos a nadie más. Hace dos años también me detectaron un cáncer de mama. Mi hora tenía que haber llegado ya. ¿Es éste el final? Todavía hoy las imágenes del 6 de agosto de 1945 me despiertan por las noches. Puedo ver el momento en el que una bola de fuego cayó sobre la escuela, puedo escuchar los gritos y ver los muertos como si el tiempo no hubiera pasado. Es como si una bomba atómica cayera cada día de mi vida".


Hiroko Hatakeyama

"Durante muchos años traté de ocultar que era una víctima del ataque nuclear; supongo que tenía miedo a ser rechazada. Ni siquiera mi hija lo supo hasta que la aparición de un cáncer y mis posteriores problemas de salud hicieron imposible esconder la verdad por más tiempo. Me casé y tuve una hija que nació completamente sana a pesar de mis temores. Nunca imaginé que el problema vendría más tarde, cuando nació mi primer nieto. Sufrió graves deformaciones y me sentí culpable. Después vino el segundo, también con problemas, y el mundo se derrumbó para mí. Los problemas psicológicos que sufrí provocaron mi divorcio.

El día que cayó la bomba me encontraba en el colegio de primaria Nagatsuka, situado en una zona relativamente poco afectada. Nuestra casa estaba situada en la autopista de salida de la ciudad y una muchedumbre trataba de huir por la carretera con el cuerpo abrasado, muchos de ellos completamente desnudos y sedientos. ‘Agua, agua’, pedían. Nuestra casa se llenó de heridos y muchos murieron en el salón. Por el día tratábamos a los afectados con aceite, intentando calmar sus quemaduras, y por la noche quemábamos los cadáveres de los muertos junto al río. Mi hermano llegó moribundo tres días después. Tenía la boca negra y la piel quemada. El dolor era tan intenso que no podíamos siquiera tocarle. Murió en brazos de mi madre y marchamos a enterrarlo cuando empezó a llover. No sabíamos que era lluvia radiactiva y durante días dejamos que nos mojara. El barrio no había sido golpeado directamente por la bomba, pero por alguna razón fue el más afectado por la ‘lluvia negra’ posterior. Y así fue como empezamos a enfermar".


Atsumu Kubo

"En tiempo de guerra, todo el mundo, incluidos los estudiantes, teníamos que trabajar en las fábricas estatales para ayudar en el tremendo esfuerzo bélico. A mí me destinaron en una planta de fabricación de armas. Había empezado a trabajar a las siete de la mañana y en el momento de la detonación estaba destapando la maquinaria que teníamos en el patio. La fábrica se derrumbó y quedé atrapado. Había sufrido quemaduras y no podía mover las extremidades. Vi unos puntos de luz entre los escombros y me arrastré hasta que pude encontrar una salida. La oscuridad no me permitía ver nada a mi alrededor, sólo escuchar los gritos de personas que se movían como fantasmas.

Empecé a caminar junto a otros dos supervivientes hacia la montaña Ogon, en las afueras de la ciudad, en un intento de alejarnos de los lugares más afectados por la radiactividad. Encontramos refugio en un cuartel que todavía mantenía uno de sus edificios en pie. Los heridos llegaban pero no había nadie para atenderlos ni medicinas y gritaban de dolor hasta que morían. Alguien trató de quitarme la camisa quemada, pero al hacerlo la piel se pegó a ella y mi brazo quedó en carne viva. Me pusieron aceite —era lo único que había— y hasta dos días más tarde no me pudo ver ningún médico.

Cuando llegaron los soldados norteamericanos, instalaron hospitales de campaña, pero muy pronto descubrimos que no habían venido a tratar nuestras heridas, sino a estudiarlas. Querían saber qué efectos habían provocado con su bomba nuclear y nos convertimos en sus cobayas humanas. Recuerdo la humillación de aquella situación como si el tiempo se hubiera detenido, todavía puedo sentirla".

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