Quiero
citar algo de Primo Levi, un Judío Italiano que vivió el horror, el holocausto,
lo ominoso del alma del hombre, quien conoció el lado duro de la palabra, quien
sabe decir la palabra con la exactitud y la precisión para la que fue creada:
“Debo admitir una inferioridad total mía: nunca
he sabido devolver el golpe, no por santidad evangélica ni por aristocracia
intelectualista sino por incapacidad intrínseca. Quizá por falta de educación
política seria; en realidad no hay programa político, ni el más moderado y
menos violento, que no admita algún tipo de defensa activa. Tal vez por falta
de valor físico; lo tengo hasta cierto punto ante las catástrofes naturales y
la enfermedad, pero he estado siempre totalmente desprovisto de él ante la
persona que arremete.
Cambiar los códigos morales es siempre costoso:
todos los herederos lo saben, los apostatas y los disidentes. Ya no somos
capaces de juzgar el comportamiento nuestro (o el ajeno) que tuvimos bajo los
códigos de entonces, basándonos en el código actual; pero me parece justa la
cólera que nos invade cuando vemos que alguno de los “otros” se siente
autorizado a juzgarnos a nosotros “apostatas” o, mejor dicho, convertidos otra
vez.
La ascensión de los privilegiados, ( ) en todo
lugar de convivencia humana, es un fenómeno angustioso pero inevitable: sólo en
la utopías existe. Es deber del justo hacer la guerra a todo privilegio
inmerecido, pero no debemos olvidar que se trata de una guerra sin fin. Donde
hay poder ejercido por pocos, o por uno solo, contra muchos, el privilegio nace
y prolifera, aun contra el deseo del poder mismo; pero es normal que el poder
lo proteja y lo estimule.”
Leí en alguna parte - y la persona que escribió esto no era
un alpinista, sino un marinero -que los únicos regalos del mar eran los golpes
duros y, en ocasiones, la ocasión para sentirnos fuertes. Ahora, no sé mucho
sobre el mar, pero sí sé que esa es la forma en que estamos aquí. Y también sé
lo importante que es en la vida no necesariamente ser fuertes, sino sentirnos
fuertes, para medirnos al menos una vez, para encontrarnos al menos una vez en
la más antigua de las condiciones humanas, solos frente a la piedra ciega,
sorda, sin nada que nos ayude, sino nuestras propias manos y nuestra propia
cabeza.
En la historia y en la vida, uno a veces parece entrever
una ley feroz que dice: "que al que tiene, se le dará, al que no tiene, le
será quitado"
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