viernes, 27 de septiembre de 2013

Excomunión del cura Hidalgo por el Obispo Abad y Queipo o de como la libertad de un pueblo es mayor bien que la amistad de dos personas...



Edicto del obispo de Michoacán Manuel Abad y Queipo proclamando la excomunión de Miguel Hidalgo y Costilla ( 24 de septiembre de 1810)

Al desencadenarse el movimiento insurgente, la cercana amistad que Abad y Queipo había llevado por años con Miguel Hidalgo no lo detuvo para promulgar un edicto, el 24 de septiembre de 1810, en el que calificaba al cura de Dolores y a sus seguidores como perturbadores de la paz pública, seductores del pueblo, y tacharlos de sacrílegos y perjuros, que habían incurrido en la excomunión mayor del canon. Prohibió, bajo la misma pena, que se les diera ayuda en forma alguna, y exhortaba a cuantos seguían al caudillo a desistir de acompañarlo y volver a sus hogares dentro del tercer día de haber tenido noticia del mandato. Al parecer, Abad y Queipo podía compartir ideales con Hidalgo, pero no era partidario de la violencia y prefirió apoyar sin condiciones al gobierno metropolitano en su lucha contra la insurgencia. El 30 de septiembre y el 8 de octubre confirmó y amplió el edicto, subrayando, con el propósito de desacreditarlo, el ofrecimiento del líder insurgente de restituir las tierras que habían perdido los indígenas en manos de los españoles.

La validez de la excomunión fue puesta en entredicho no sólo por sus destinatarios, debido a que Abad y Queipo era obispo electo pero no consagrado, nombrado por la Regencia que gobernaba interinamente España. Para salir de dudas, el arzobispo de México, Francisco Javier Lizana y Beaumont, expidió un nuevo edicto, el 11 de octubre, declarando que la censura del obispo de Michoacán era válida e impuesta conforme a los cánones, por lo que “los fieles cristianos están obligados… bajo pena de pecado mortal y de quedar excomulgados, a la observancia de lo que la misma declaración previene”, haciendo extensivo el mandato a su territorio jurisdiccional.

El 13 de octubre, el tribunal del Santo Oficio ordenó que se publicara el edicto inquisitorial contra Hidalgo, cuyo expediente había reabierto el 28 de septiembre. El cura de Dolores no era un desconocido para la Inquisición. El 16 de julio de 1800 se presentó una denuncia en su contra, pues en Tajimaroa (actual Ciudad Hidalgo), sostuvo una conversación en la que defendió posturas que cuestionaban el papel de la Iglesia, la cual sonó a herejía a sus interlocutores. En octubre de 1801, el tribunal archivó la causa por falta de pruebas. El 2 de mayo de 1808, una mujer lo acusó ante el comisario inquisitorial de Querétaro por haber vivido en amasiato con ella por varios años y comportarse como un “fornicario consuetudinario”. El 4 de junio se guardó el expediente por el mismo motivo que el anterior. En 1807 y 1809, se hicieron en su contra nuevas denuncias ante el Santo Oficio por supuestas proposiciones heréticas, que tampoco procedieron. De cualquier modo, se publicaron 200 ejemplares del documento, llamando al líder insurgente a comparecer ante el tribunal para refutar los cargos de los que se le acusaba. Lo más grave no era que semejantes denuncias se utilizaban como instrumento de represión, pues resultaban más que oportunas para imponer la sospecha de herejía sobre la insurgencia y su caudillo, sino que el tribunal inquisitorial había sido suspendido por Napoleón desde el 4 de diciembre de 1808. No en vano Lizana y Beaumont lo llamó “el mejor ejército de la monarquía española”.

Pero el clero que simpatizaba con la causa, apercibido del mal uso político de la religión, utilizó armas muy similares para respaldar a Hidalgo y los suyos. El 17 de octubre de 1810, luego de la entrada triunfal de las tropas insurgentes en Valladolid (hoy Morelia), los edictos que ordenaban la excomunión del cura de Dolores, fijados a las puertas de los templos, habían sido arrancados y sustituidos desde la jornada anterior por un decreto del gobernador de la mitra, Mariano Escandón y Llera, conde de Sierra Gorda, que anulaba la pena canónica para Hidalgo. Escandón era un viejo conocido y admirador del líder de la insurgencia. La misma orden se hizo circular a todos los curas de la provincia, pidiendo que la leyeran en sus parroquias el siguiente día festivo.

Desde luego, los religiosos que apoyaron la causa de este modo tuvieron que responder por su conducta ante los superiores. El 29 de diciembre, se conminó al conde de Sierra Gorda a exponer las razones por las cuales había levantado la excomunión a Hidalgo. Al año siguiente, el 17 de febrero de 1811, en Celaya, fueron denunciados varios sacerdotes por haber cuestionado la legalidad del edicto de Abad y Queipo. Sin embargo, ninguno sufrió penas trascendentes.

Luego de la desbandada insurgente en Aculco, Hidalgo regresó a Valladolid, al anochecer del 11 de noviembre de 1810. Una vez atendidos los asuntos más apremiantes, se sentó a redactar un manifiesto en respuesta al edicto inquisitorial, que terminó el 15 de noviembre y en seguida ordenó se leyera en todas las iglesias:

Me veo en la necesidad de satisfacer a las gentes, sobre un punto que nunca creí se me pudiera tildar, ni menos declarárseme sospechoso para mis compatriotas. Hablo de la cosa más interesante, más sagrada, y para mí más amable: la religión santa, de la fe sobrenatural que recibí en el bautismo. Os juro, desde luego, amados conciudadanos míos, que jamás me he apartado ni un ápice de la creencia de la santa Iglesia Católica; jamás he dudado de ninguna de sus verdades; siempre he estado convencido íntimamente de la infalibilidad de sus dogmas, y estoy pronto a derramar mi sangre en defensa de todos y cada uno de ellos.

Así comenzaba el documento, en el que ofrecía la más completa y extensa justificación del movimiento insurgente. Señaló como testigos de sus convicciones y prácticas religiosas a sus feligreses de Dolores y San Felipe, a sus conocidos, a los pueblos en los que había fijado su residencia, y al ejército que ahora comandaba.

En seguida señaló las contradicciones contenidas en el edicto, como acusarlo primero de negar la existencia del infierno y, más adelante, afirmar que había dicho que un pontífice estaba penando en el fuego eterno.

Hidalgo destacó el malsano interés del Santo Oficio por recordar en ese preciso momento acusaciones absurdas conservadas en un archivo muerto:

Estad ciertos, amados conciudadanos míos, que si no hubiese emprendido libertar nuestro reino de los grandes males que le oprimen y de los muchos mayores que le amenazaban, y que por instantes iban a caer sobre él, jamás hubiera sido yo acusado de hereje. Todos mis delitos traen su origen del deseo de nuestra felicidad. Si éste no me hubiese hecho tomar las armas, yo disfrutaría una vida dulce, suave y tranquila; yo pasaría por verdadero católico, como lo soy y me lisonjeo de serlo, jamás habría habido quien se atreviese a denigrarme con la infame nota de la herejía.

Las autoridades españolas se valieron de estos medios porque se les habían terminado los recursos para mantener a la nación sometida a su servicio:

Abandonan hasta la última reliquia de honradez y hombría de bien; se prostituyen las autoridades más recomendables; fulminan excomuniones, que nadie mejor que ellas saben no tienen fuerza alguna; procuran amedrentar a los incautos y aterrorizar a los ignorantes, para que espantados con el nombre de anatema, teman donde no hay motivo de temer.

Asimismo, Hidalgo aseguró que los gachupines se habían atrevido a profanar las cosas sagradas para conservar sus dominios: “Abrid los ojos, americanos, no os dejéis seducir de nuestros enemigos: ellos no son católicos sino por política; su Dios es el dinero, y las conminaciones sólo tienen por objeto la opresión.” No había que dejar pasar la oportunidad de romper las cadenas de tan infame servidumbre. Para lograrlo sólo era necesaria la unidad, no pelear entre nosotros.

Por último, señaló sus planes para crear un gobierno representativo y dispuesto a servir los legítimos intereses de la nación:

Establezcamos un congreso que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino, que teniendo por objeto principal mantener nuestra santa religión, dicte leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de cada pueblo: ellos entonces gobernarán con la dulzura de padres, nos tratarán como a sus hermanos, desterrarán la pobreza, moderando la devastación del reino y la extracción de su dinero, fomentarán las artes, se avivará la industria, haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestros feraces países, y a la vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias que el Soberano Autor de la naturaleza ha derramado sobre este vasto continente.
Eran las razones y los proyectos del libertador, que no vivió para ver cumplidos, aunque el mérito de haber sembrado las inquietudes y de vislumbrar los medios para alcanzarlos nunca han sido puestos en duda.

Miguel Ángel Fernández Delgado, Investigador del INEHRM
 
Edicto de excomunión de Miguel Hidalgo y Costilla

Omne regnum in se divisum desolabitur.

Todo reino dividido en facciones será destruido y arruinado, dice Jesucristo nuestro bien." Cap. XI de San Lucas, v. XVII.

Sí, mis amados fieles: la historia de todos los siglos, de todos los pueblos y naciones, la que ha pasado por nuestros ojos de la Revolución francesa, la que pasa actualmente en la Península, en nuestra amada y desgraciada patria, confirman la verdad infalible de este divino oráculo. Pero el ejemplo mas análogo a nuestra situación, lo tenemos inmediato en la parte francesa de la isla de Santo Domingo, cuyos propietarios eran los hombres más ricos, acomodados y felices que se conocían bajo la tierra.

La población era compuesta casi como la nuestra de franceses europeos y franceses criollos, de indios naturales del país, de negros y de mulatos, y de castas resultantes de las primeras clases.  Entró la división y la anarquía por efecto de la citada Revolución francesa, y todo se arruinó y se destruyó en lo absoluto.  La anarquía en la Francia causó la muerte de dos millones de franceses, esto es, cerca de dos vigésimos, la porción más florida de ambos sexos que existía; arruinó su comercio y su marina, y atrasó la industria y la agricultura.

Pero la anarquía en Santo Domingo degolló todos los blancos franceses y criollos, sin haber quedado uno siquiera; y degolló los cuatro quintos de todos los demás habitantes, dejando la quinta parte restante de negros y mulatos en odio eterno y guerra mortal en que deben destruirse enteramente. Devastó todo el país quemando y destruyendo todas las posesiones, todas las ciudades, villas y lugares, de suerte que el país mejor poblado y cultivado que había en todas las Américas, es hoy un desierto, albergue de tigres y leones. He aquí el cuadro horrendo, pero fiel, de los estragos de la anarquía en Santo Domingo.

La Nueva España, que había admirado la Europa por los más brillantes testimonios de lealtad y patriotismo en favor de la madre patria, apoyándola y sosteniéndola con sus tesoros, con su opinión y sus escritos, manteniendo la paz y la concordia a pesar de las insidias y tramas del tirano del mando, se ve hoy amenazada con la discordia y anarquía y con todas las desgracias que la siguen, y ha sufrido la citada isla de Santo Domingo.

Un ministerio del Dios de la paz, un sacerdote de Jesucristo, un pastor de las almas (no quisiera decirlo), el cura de Dolores don Miguel Hidalgo (que había merecido hasta aquí mi confianza y mi amistad), asociado de los capitanes del regimiento de la Reina, D. Ignacio Allende, D. Juan de Aldama y D. José Mariano Abasolo, levantó el estandarte de la rebelión y encendió la tea de la discordia y anarquía, y seduciendo una porción de labradores inocentes, les hizo tomar las armas, y cayendo con ellos sobre el pueblo de Dolores el 16 del corriente al amanecer, sorprendió y arrestó los vecinos europeos, saqueó y robó sus bienes; y pasando después a las siete de la noche a la villa de San Miguel el Grande, ejecutó lo mismo, apoderándose en una y otra parte de la autoridad y del gobierno.

El viernes 21 ocupó del mismo modo a Celaya, y, según noticias, parece que se ha extendido ya a Salamanca e Irapuato.  Lleva consigo los europeos arrestados, y, entre ellos, al sacristán de Dolores, al cura de Chamacuero, y a varios religiosos carmelitas de Celaya, amenazando a los pueblos que los ha de degollar si le oponen alguna resistencia.

E insultando a la religión y a nuestro soberano Don Fernando VII, pintó en su estandarte la imagen de nuestra augusta patrona, Nuestra Señora de Guadalupe, y le puso la inscripción siguiente: iViva la Religión! iViva nuestra Madre Santísima de Guadalupe! iViva Fernando VII! iViva la América! y ¡Muera el mal gobierno! . Como la religión condena a la rebelión, el asesinato, la opresión de los inocentes, y la Madre de Dios no puede proteger los crímenes, es evidente que el cura de Dolores, pintando en su estandarte de sedición la imagen de Nuestra Señora, y poniendo en él la referida inscripción, cometió dos sacrilegios gravísimos insultando a la religión, y a Nuestra Señora.

Insulta igualmente a nuestro soberano, despreciando y atacando el gobierno que le representa, oprimiendo sus vasallos inocentes, perturbando el orden público, y violando el juramento de fidelidad al soberano y al gobierno, resultando perjuro igualmente que los referidos capitanes.  Sin embargo, confundiendo la religión con el crimen, y la obediencia con la rebelión, ha logrado seducir el candor de los pueblos, y ha dado bastante cuerpo a la anarquía que quiere establecer.

El mal haría rápidos progresos si la vigilancia y energía del gobierno y la lealtad ilustrada de los pueblos no los detuviesen. Yo, que a solicitud vuestra, y sin cooperación alguna de mi parte, me veo elevado a la alta dignidad de vuestro obispo, de vuestro pastor y padre, debo salir al encuentro a este enemigo, en defensa del rebaño que me es confiado, usando de la razón y la verdad contra el engaño; y del rayo terrible de la excomunión contra la pertinacia y protervia.

Si, mis caros y muy amados fieles; yo tengo derechos incontestables a vuestro respeto, a vuestra sumisión y obediencia en la materia. Soy europeo de origen; pero soy americano de adopción por voluntad, y por domicilio de más de treinta y un años.

No hay entre vosotros uno solo que tome más interés en vuestra verdadera felicidad. Quizá no habrá otro que se afecte tan dolorosa y profundamente como yo en vuestras desgracias, porque acaso no ha habido otro que se haya ocupado y ocupe tanto de ellas. Ninguno ha trabajado tanto como yo en promover el bien público, en mantener la paz y concordia entre todos los habitantes de la América y en prevenir la anarquía que tanto he temido desde mi regreso de la Europa. Es notorio mi carácter y mi celo. Así, pues, me debéis creer.

En este concepto, y usando de la autoridad que ejerzo como obispo electo y gobernador de esta mitra, declaro: que el referido D. Miguel Hidalgo, cura de Dolores, y sus secuaces los tres citados capitanes, son perturbadores del orden público, seductores del pueblo, sacrílegos, perjuros, y que han incurrido en la excomunión mayor del Canon Siquis Suadente Diabolo, por haber atentado a la persona y libertad del sacristán de Dolores, del cura de Chamacuero, y de varios religiosos del convento del Carmen de Celaya, aprisionándolos y manteniéndolos arrestados.

Los declaro excomulgados vitandos y prohibiendo, como prohíbo, el que ninguno les dé socorro, auxilio y favor, bajo la pena de excomunión mayor, ipso facto insurrenda, sirviendo de monición este edicto, en que desde ahora para entonces declaro incursos a los contraventores.

Asimismo, exhorto y requiero a la porción del pueblo que trae seducido, con título de soldados y compañeros de armas, que se restituyan a sus hogares y lo desamparen dentro del tercero día siguiente inmediato al que tuvieren noticia de este edicto, bajo la misma pena de excomunión mayor, en que desde ahora para entonces los declaro incursos y a todos lo que voluntariamente se alistaren en sus banderas, o que de cualquiera modo les dieren favor y auxilio. Ítem: declaro que el dicho cura Hidalgo y sus secuaces son unos seductores del pueblo, y calumniadores de los europeos. Sí, mis amados fieles, es una calumnia notoria.

Los europeos no tienen ni pueden tener otros intereses que los mismos que tenéis vosotros los naturales del país; es a saber, auxiliar la madre patria en cuanto se pueda, defender estos dominios de toda invasión extranjera para el soberano que hemos jurado, o cualquiera otro de su dinastía, bajo el gobierno que le representa, según y en la forma que resuelva la nación representada en las Cortes que, como se sabe, se están celebrando en Cádiz o isla de León, con los representados interinos de las Américas mientras llegan los propietarios.  Esta es la égida bajo la cual nos debemos acoger; este es el centro de unidad de todos los habitantes de este reino, colocado en manos de nuestro digno jefe el Exmo. Sr. Virrey actual que, lleno de conocimientos militares y políticos, de energía y justificación, hará de nuestros recursos y voluntades el uso más conveniente para la conservación de la tranquilidad, del orden público, y para la defensa exterior de todo el reino.

Unidas todas las clases del Estado de buena fe, en Paz y concordia bajo un jefe semejante, son grandes los recursos de una nación como la Nueva España, y todo lo podremos conseguir.  Pero desunidos, roto el freno de las leyes, perturbado el orden público, introducida la anarquía como pretende el cura de Dolores, se destruiría este hermoso país. El robo, el pillaje, el incendio, el asesinato, las venganzas incendiarán las haciendas, las ciudades, villas y lugares, exterminarán los habitantes, y quedará un desierto para el primer invasor que se presente en nuestras costas.

Sí, mis caros y amados fieles; tales son los efectos inevitables y necesarios de la anarquía. Detestadla con todo vuestro corazón; armaos con la fe católica contra las sediciones diabólicas que os conturban: fortificad vuestro corazón con la caridad evangélica que todo lo soporta y todo lo vence. Nuestro Señor Jesucristo, que nos redimió con su sangre, se apiade de nosotros, y nos proteja en tanta tribulación, como humilde se lo suplico.

Y para que llegue a noticia de todos y ninguno alegue ignorancia, he mandado que este edicto se publique en esta Santa Iglesia catedral, y se fije en sus puertas, según estilo, y que lo mismo se ejecute en todas las parroquias del obispado, dirigiéndose al efecto los ejemplares correspondientes. Dado en Valladolid a veinticuatro días del mes de Septiembre de mil ochocientos diez.

Sellado con el sello de mis armas, y refrendado por el infrascrito secretario- Manuel Abad y Queipo, Obispo electo de Michoacán.- Por mandado de S.S.I., el Obispo mi Sr. Santiago Camina, secretario.

Fuente: "México y sus revoluciones" - Don José María Luis Mora

Al alba del día 30 de Julio de 1811 recibió el cura Hidalgo los servicios espirituales impartidos por el padre Juan José Baca. Un día antes en los muros de su celda había escrito con carbón las siguientes décimas dedicadas al Alcalde Melchor Guaspe y a su Guardián Miguel Ortega:

A Guaspe.

Melchor, tu buen corazón ha adunado con pericia
lo que pide la justicia,
aconseja la razón
y exige la compasión.

Das consuelo al desválido
en cuanto te es permitido
partes el postre con él
y agradecido Miguel
te dá las gracias rendido.
Ortega tu crianza fina,
Tu dulce y estilo amable
siempre te harán apreciable
aun con gente peregrina.

Tiene protección divina
la piedad que has ejercido
con un pobre desválido
que mañana va a morir,
y no puede retribuír
ningún favor recibido.

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